“La inflación es como la pasta de dientes,
una vez fuera del tubo, difícilmente se puede volver a colocar.
Por lo tanto, es mejor no presionar demasiado el tubo”.
Karl Otto Pöhl, expresidente del Banco de Alemania
Existe la amabilidad japonesa, la simpatía brasileña, la tenacidad alemana, la flema inglesa. Y existe la inflación argentina.
Suele decirse, con todo lo hiperbólico que tiene cualquier categorización, que los argentinos somos buenos para la improvisación, nos lucimos en el ajuste en la intemperie, en la corrección o el cambio sobre la marcha. Es un atributo que se manifiesta en el trabajo, pero que también suele aflorar en el día a día en innumerables ocasiones, en episodios tan distintos entre sí como cuando manejamos y nos cortan una calle, cuando hacemos malabares con responsabilidades, hijos y agendas apretadas, o cuando el rojo del Banco es una voz insistente que nos hace inventar algún gol con la mano a los ingleses para seguir. Delicias de la sociedad moderna.
Es probable que alguna partícula de esa cualidad tenga un yacimiento que es único. No se trata de una reserva natural, de un rasgo de nuestro ADN o de la flexibilidad del sistema educativo. Se trata de nuestra capacidad para lidiar, desde el mismo momento que nacemos, con una piedra en nuestros zapatos, o un agujero en nuestros bolsillos: la vieja y conocida inflación. Un chiste antiguo asegura que todo bebé cuando nace tiene una crisis de llanto cuya razón es múltiple: su cerebro se desarrolla, su estómago molesta, reclama ser aupado, etc. En Argentina, además, se debe a que se dio cuenta que ya aumentó la leche.
Casi desde el fondo de nuestra historia, los argentinos hemos lidiado con el aumento de precios. Es un problema indisoluble y agotador, una presencia que forma parte de nuestro recorrido vital que mancilla nuestra calidad de vida y que, resignados, hemos incorporado a la cotidianidad de la misma manera que se asume una gotera en el comedor, una mancha en el rostro o un aroma nauseabundo que ninguna fragancia logra sofocar. La inflación es nuestro Moby Dick. Una maldición. Una curiosidad argentina, otra más, para el resto de Occidente.
Efecto de la pandemia, en 2022 su fantasma recorre las espaldas de los países centrales, desacostumbrados a tener que lidiar con su larga sombra. Su avance evoca escenarios apocalípticos. En Alemania, solo en febrero, trepó al 5,3% anual. En España, 7,4%. En toda la eurozona, 5,8%. En Estados Unidos, 7,9%, la más alta en 40 años.
Todavía muy lejos de los números de aquí.
En Argentina el promedio de los últimos 100 años es de 105% anual. Nuestro máximo histórico es de 3.079%, hito alcanzado en el lejano 1989. Por entonces, Ucrania era parte de la URSS.
Hacia allá vamos.
* * * *
Febrero de 1989.
Estoy por cumplir 18 años, tengo acné y unos pocos pesos ahorrados después de trabajar en un negocio de venta de revistas nacionales e importadas. Aquel trabajo, el contacto diario con la lectura y la información, despierta —o potencia— algo en mí, que al poco tiempo se traducirá en mi deseo de ser periodista. Pero para eso falta. Son tiempos complejos para cualquier joven que termina el secundario, aún para un hijo de un hogar de clase media. En perspectiva, salvo breves ciclos evolutivos, siempre lo son en Argentina. Tengo unas All Stars verdes, una remera de PIL que no me saco nunca y una confusión existencial espesa y persistente que probablemente se refleje en mi cabello pajoso, al cual corona un absurdo jopo erigido a base de jabón. Como sea, también tengo unos australes, tal como se llama, no menos absurdamente, la moneda argentina de entonces. No son muchos, unos 7.000 —cerca de 450 dólares—, producto del ahorro de mi trabajo en el local, al cual abandoné indignado con el propietario, después de que me acusara por un faltante del que, por supuesto, no tuve nada que ver.
Por entonces vivo con mis padres y aspiro a darle algún destino financiero a semejante capital hasta llegar a mayo, mes en el que cumpliré los 18 y me compraré mi anhelada Honda Dax. Necesito, entonces, una operación de corto plazo. No tengo muchas opciones, lo sé, y además no considero que el sistema bancario sea la panacea, como tampoco creo que lo es el capitalismo en sí, de hecho, a mi manera, a este lo combato a diario apelando a una táctica contundente: consumo lo menos posible, mientras contemplo su derrumbe definitivo. La razón por la que recurro al banco es porque ya hace tiempo que sé que tener dinero guardado en el cajón significa descapitalizarse cada semana: lo horada la inflación.
Sin demasiados interlocutores en ese terrero arcano, recurro a Tomás, mi padre, que trabaja en el departamento de ventas de una empresa, para que me indique qué hacer. Tomás es alguien informado, lee el periódico a diario y discute con pasión con mi tío sobre política. Es el último año de Gobierno del radical Raúl Alfonsín, cuyo prestigio como paladín de la recuperación de la democracia es inversamente proporcional a su nula capacidad para controlar la economía. Su administración atraviesa una crisis profunda luego de que su ambicioso plan Austral —que significó un cambio de moneda— se hundiera en el pantano de la recesión y la devaluación. Durante 1988 el aumento de precios alcanzó casi un 150%, una cifra escandalosa para cualquier país del mundo menos para el nuestro, que apenas tres años antes, en 1985, previo al lanzamiento del plan Austral, había alcanzado la cúspide de la década, con 670%.
“El plan va a funcionar, así que depositá el dinero en una cuenta corriente en el Correo. Te va a dar un 10% de ganancia”, me dice mi padre. El plan del que habla es uno nuevo que lanzó el Gobierno un par de meses antes y que, se supone, detendrá la espiral inflacionaria. Por ahora da resultados. Mi viejo es un emotivo afiliado radical que ve o que proyecta en el próspero futuro de mi patrimonio el único destino posible para el país entero, y por eso, ganado por la esperanza, me aconseja apostar a la moneda y a la banca local. A la distancia, creo que sabía que el fracaso de su sugerencia era mucho más que su posible defección como consejero, o incluso como pater familias, significaba el fracaso definitivo de un gobierno —tal vez de una era— que él tanto había querido y defendido. Un Gobierno que le había dado esperanza a toda una sociedad. En su deseo palpitaba el anhelo de un creyente. Y yo era su hijo: debía seguir su palabra y desoír la insistencia de mi amigo Gonzalo, por ejemplo, cuyo padre era mucho más pragmático y lo enviaba a comprar dólares, ese fetiche nacional, a una “cueva”.
Aquella era nuestra última antorcha.
Con alguna duda, acato la indicación de Tomás y una tarde soleada de verano me dirijo a la oficina de Correo de San Isidro, la localidad de la zona norte del Gran Buenos Aires donde vivo, y abro una cuenta de ahorro en pesos. La única condición que me imponen es que no puedo retirar el capital por espacio de 45 días. Me parece bien, así que firmo un par de papeles, agradezco y me voy. Orgulloso de mi linaje moral, de mi colosal aporte al fortalecimiento de las arcas públicas, de regreso a casa blando en el aire la tarjeta que me entregaron como comprobante. Es mi primera gran inversión. Bienvenido al mundo adulto, al mundo de los negocios, me digo. Mi futuro es radiante, tanto o más que una Honda Dax roja brillando bajo el sol.
Pasan unos días. No recuerdo cuántos, pero una tarde mi viejo aparece por mi cuarto para preguntarme cuándo vence mi depósito. Sacándome los auriculares —es probable que estuviera escuchando Sumo—, le respondo que en dos semanas. “OK, era para saber nomás”. No me dice nada más, pero yo sospecho que algo volvió a andar mal. Al día siguiente leo Clarín. Me detengo en una frase de Adolfo Canitrot, viceministro de Economía, que me llama la atención: “Para bajar la inflación soy monetarista, estructuralista y todo lo que sea necesario; y si hay que recurrir a la macumba, también”. No entiendo mucho del asunto —todavía no cursé Economía básica en el ingreso a la Universidad—, pero creo detectar allí un momento de desesperación. A los dos días, el Gobierno dispone una devaluación de la moneda y decreta el feriado cambiario, eufemística herramienta que sirve para prohibir la actividad financiera en el país con el solo propósito de que baje la furia. Como sea, no tengo más remedio que aguardar que pasen los días para ir a buscar mis billetes antes de que se disuelvan. Finalmente voy y, es cierto, no desaparecieron, pero lo que se suponía que era una inversión se convirtió en una especie de gasto. En ese período, el dólar pasa de valer 15 australes a valer algo más de 45. O sea, de haber recurrido al billete con el rostro de George Washington, de tener 7.000 australes hubiese pasado a contar con 21.300. Todo en 45 días, ciclo en el que la inflación fue de casi el 30%. En cambio, cuando finalmente recibo mi dinero, la estrategia financiera aconsejada por mi padre, mi aporte patriótico al Tesoro Nacional, la última esperanza del chauvinismo económico familiar, lo que recojo son magros 7.700 australes. La Honda Dax se aleja, escurridiza.
Quedo aturdido, me cuesta asimilar el impacto. Es el fin de la inocencia. Me siento traicionado por el país y me siento decepcionado por mi padre. Sé, de todas formas, que él está más molesto y triste que yo, así que elijo no decirle nada. En el medio nuestro se abre un abismo de silencio que durará años y que se tragará, inevitable, abrazos no dados y palabras no dichas. Así nos comunicamos los varones a finales de siglo XX. Para mitigar los efectos del golpe recurro a la táctica de la quietud, que, si bien por aquellos años no podría asegurar que me diera resultados, a la distancia supongo que fue una reacción similar al efecto que en lo inmediato producen los robos. Para ser honestos, también se debe al abatimiento atávico que me habita, una falta de chispa para asuntos mundanos —no así para la música, el porno o el fútbol— que se traduce en un fastidio estremecedoramente infantil para encarar cualquier situación compleja. Claro que una cosa es no hacer algo con tu vida y otra cosa no hacer nada con tu dinero. Sobre todo en la Argentina. No hay manera de que este no pierda su valor. En abril, la inflación es del 33,4%. Llega mi cumpleaños, el 8 de mayo. La Honda Dax pasa a ser mi propia ballena blanca, inalcanzable. Me compró un skate y una nueva remera. El jopo ridículo lo seguiré usando un par de años más, hasta abrazar el britpop.
Aquel año continuaría de la peor manera. Alfonsín debe entregar su Gobierno antes de tiempo pero su sucesor, el simpático y peculiar Carlos Menem, exgobernador peronista de La Rioja, pese a su entusiasmo y sus promesas, tampoco puede doblegar al monstruo. En 1989 la inflación es de más del 3.000%, una de las más altas de la historia latinoamericana. Al año siguiente, si bien cede un poco, tampoco hay demasiado alivio: trepa por encima del 1.300%. Menem, de hecho, que había llegado con un discurso nacional y popular pero que sorprende con un ajuste y una oleada de privatizaciones, debe cambiar dos veces a su gabinete económico antes de encontrarle “el agujero al mate”. Recién con la designación de Domingo Cavallo, excanciller, y su consiguiente “ley de convertibilidad”, logra que, tras una devaluación salvaje y un emparejamiento cambiario, el alza de los precios ceda. A partir de enero de 1992, 1 peso —así volvió a denominarse nuestra moneda— comienza a valer 1 dólar. Se inicia un infrecuente ciclo de estabilidad y de paridad monetaria. El PBI crece a un ritmo mayor al 5% anual.
Durante al menos cinco años Argentina tiene una inflación cercana a cero e incluso, más extraño aún, llega a tener deflación producto de la recesión derivada del “efecto tequila”, iniciado en México, y de la crisis de Brasil de 1998. Por entonces la clase media ha salido en aluvión a conocer el mundo. Así como llegan los conciertos internacionales —una rareza absoluta hasta entonces—también ha aparecido el crédito, la posibilidad de comprar en cuotas. Gracias a ello, me decido a dar el gran salto y de aspirar a la Honda Dax paso a desear, y comprarme, un Renault 4. He abandonado comunicación en la UBA y estudio periodismo en un instituto privado que costeo con mi trabajo de asistente técnico de una empresa de cable y la ayuda de mis padres. Tomás no ha vuelto a darme consejos financieros.
A la distancia, fueron años únicos. El mejor de los tiempos, y el peor. En su grandeza y en su esplendor, en su bajeza y en su sordidez, el mundo, al fin, estaba presente entre nosotros.
Las importaciones y el “dólar barato”, sumadas al desenfado material y al clima de época, nos hicieron abrazar la fantasía de que estábamos alcanzando las playas del Primer Mundo. Poco tiempo después, con una desocupación récord y una imagen positiva por el zócalo producto, además de la recesión, de su desapego de la realidad, Menem le entrega el bastón presidencial a Fernando de la Rúa, un radical conservador que había sido alcalde de la ciudad de Buenos Aires. Algunas voces advertían que estábamos viviendo una especie de fiesta irresponsable, que seguir atados a la convertibilidad —el adorado 1 a 1— era como estar montados a una locomotora sin frenos.
Pero si Menem había transitado sus últimos meses de Gobierno en una suerte de limbo, De la Rúa, desde un principio, atravesó el suyo en una especie de ensimismamiento permanente, tironeado por su propio partido, su falta de ingenio y su incapacidad para salir de la convertibilidad, el plan que había heredado de Menem y que le estaba explotando en la cara.
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Ahora bien, ¿Por qué se produce inflación en Argentina? O mejor, ¿por qué es alta y sostenida, por qué es imposible de contener?
La respuesta no está soplando en el viento sino que hay que rastrearla en los rincones menos visibles de esa enorme galaxia en la que todos flotamos: el mercado, por cuyos hilos —visibles y no— circula una cantidad ingente de información y variables que no hacen más que dificultar la comprensión de su funcionamiento.
Como toda ciencia puesta al servicio de un sistema que produce, en dosis industriales, bienestar y desigualdad, la Economía capitalista tiene sus manuales y sus apóstoles que explican y justifican su marcha. Pero esas explicaciones, esa liturgia iluminada por el aporte de la Academia y los grandes triunfadores del sistema, parecieran ser escasas, o demasiado enmarañadas, para abordar el caso argentino, un fenómeno que, al igual que el cambio climático, no está atravesado solamente por las fuerzas vivas convencionales, sino por un puñado de micro razones, en apariencia inescrutables, que lo condicionan.
Arranquemos brevemente por la historia.
Desde que se comenzó a medir el índice de precios al consumidor, en enero de 1943, los primeros registros de la inflación de cierta relevancia se dan hacia el final de la primera presidencia de Juan Domingo Perón, en 1949, cuando Argentina tuvo un índice de casi el 50% anual. Tras años de expansión económica, eran tiempos de tensión distributiva y de pujas por más derechos por parte de los asalariados en simultáneo con un freno en la actividad comercial, producto de la baja de las exportaciones, uno de los grandes motores del crecimiento del Gobierno peronista. Esa tensiones provocaron las primera distorsiones en los precios.
Desde entonces y hasta mediados de los años setenta, los argentinos tuvimos 14 presidentes y dos cimas inflacionarias: una en 1959, durante la presidencia de Arturo Frondizi (122%), y otra entre 1971 y 1973, con el gobierno de facto de Alejandro Lanusse, con un 63%.
Los primeros augurios de la catástrofe económica y social que se avecinaba llegaron tras la muerte de Perón en 1974, durante el breve y accidentado mandato de su viuda, María Estela Martínez, cuya administración vivió una crisis profunda con una inflación del 275% y una de las mayores devaluaciones de la historia, al punto de ser recordada por el nombre de su ministro de Economía: el rodrigazo, en referencia a su ejecutor, Celestino Rodrigo, quien decretó, el 4 de junio de 1975, un aumento del 180% de los combustibles, los servicios públicos y el transporte.
Entonces llegó el horror. Además de haber perpetrado un plan sistemático de desaparición y de haber instalado el miedo y la prohibición en la médula de la sociedad, la dictadura de Jorge Rafael Videla inauguró un período no menos cruento en el plano económico, un proceso de corte liberal que sumió en la pobreza a millones de argentinos, destruyó la industria nacional y que tuvo, como si fuera poco, hitos nunca vistos de inflación y de recesión. De hecho, el último de los dictadores que ocupó la presidencia, Reynaldo Bignone, tuvo el privilegio de tener el mayor índice inflacionario hasta entonces, con más del 400%. La derrota en Malvinas y un descrédito social inapelable producto de sus excesos crearon las condiciones para el regreso de la democracia. Llegó el encantador tiempo de Alfonsín y la encendida ilusión de un cambio, con el consiguiente anhelo de dar un salto en nuestra calidad de vida. Pronto nos daríamos cuenta de que una cosa era votar y otra muy distinta era hacer funcionar un país que se había roto.
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El pasado 18 de marzo, al anunciar la aprobación de su tan ansiado acuerdo de pago de deuda con el FMI, el presidente Alberto Fernández, ojeroso y visiblemente cansado, distinguió, en parte, el complejo entramado del problema: “La inflación es, como lo decimos siempre, un fenómeno multicausal. Para atacarla debemos acumular reservas, mejorar el crédito público, desacoplar los precios internos de los internacionales, trabajar sobre las políticas de ingresos y precios al mismo tiempo y tomar una batería de medidas en las que múltiples actores son imprescindibles”, explicó.
Entre la hojarasca discursiva —la jerga económica tiene la frescura de un sandwich de arena—, lo que el presidente Fernández señalaba es que el problema no se reduce a las causas tradicionales que los libros le adjudican a la inflación, esto es, la emisión monetaria —imprimir billetes sin respaldo—o la toma de deuda —ambos con el objetivo de solventar el gasto público, superior a los ingresos—, sino que también se debe a causas externas —unas producto de la covid-19— y a otras derivadas de su tensa articulación, de su rodaje. En un ecosistema complejo en el que productores y grandes vendedores también condicionan el funcionamiento del mercado, al menos otros dos factores aparecen en escena: uno es la existencia de actores importantes con capacidad para marcar precios por motu proprio —burguesía y oligopolios productivos—, y otro es la arraigada costumbre de una enorme porción de la población de refugiarse o de apostar al dólar como método de ahorro, lo que impacta de lleno en la circulación del peso y en la merma de stock de la moneda verde. Fue por eso que, al apuntar sobre las causantes, Fernández disparó, sobre todo, contra los responsables de la primera de las razones, y habló de “los especuladores y los codiciosos”.
“Uno de los principales factores es que existen sectores concentrados de la economía, sobre todo en la producción y distribución de alimentos, que tienen la capacidad de fijar precios”, señala Alan Cibils, investigador y docente universitario. “Esos sectores fijan rentabilidades en dólares, porque la mayoría son extranjeras. Entonces, quieren poder remitir dólares al margen de cuál sea el tipo de cambio”.
Pero hay un elemento más que tiene características de otro tipo, similares a las aglomeraciones de tránsito que se producen tras un choque en la autopista: aun cuando los protagonistas ya fueron removidos y no quedan rastros del incidente, la circulación tarda un buen tiempo en normalizarse. Ese componente inercial también se hace presente en la economía argentina, es decir, se produce una especie de fuerza de arrastre, de efecto retardado producto de la acumulación de meses y meses de aumentos, una onda expansiva que resulta imposible disipar del todo. Según indica un informe del Instituto de Trabajo y Economía, “la inercia es el componente que domina el devenir de los precios en el mes a mes, y la única manera de romperla es con una política monetaria y fiscal consistente a lo largo del tiempo”.
El plan lanzado por Fernández, sobre cuya expectativa se edificó una ansiedad político-social que inevitablemente terminó defraudando —en la Argentina de hoy ningún plan parece destinado a satisfacer a la audiencia—, incluyó el aumento de la alícuota del derecho de exportación que pagan determinados alimentos, entre los cuales están la harina y el aceite de soja. El objetivo es crear un fondo para sostener sin alza los productos consumidos en el mercado interno derivados de los comodities internacionales que, a causa de la guerra Rusia-Ucrania, aumentaron su costo. ¿Tendrá algún grado de influencia esa medida que, como es habitual, generó descontento en ese robusto sector? El escepticismo es extendido. “Va a ser muy difícil que este año la inflación se encuentre debajo del 60%”, analiza Ricardo Delgado, economista y presidente de Analytica. “Bajarla es un acto político de alta envergadura, tiene que ser una decisión seria, profunda, conceptualmente distinto a lo que se viene haciendo”, concluye.
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Había algo irreal en eso que nos estaba pasando. Finalmente, en diciembre de 2001, el sistema nervioso central del país sufrió un colapso, una especie de descarga final, un shock de realidad que lo fulminó con la fuerza de un rayo. La Argentina cayó en default —no era la primera vez que sucedía— pero, a diferencia de otras ocasiones, esta vez se daba en medio de una crisis política sin precedentes, que comenzó con la renuncia de su presidente, el radical Fernando de la Rúa, continuó con el nombramiento de cuatro presidentes más en una semana, y finalizó con una devaluación asimétrica que no solo hizo añicos la ley de convertibilidad (el mentado 1 peso = 1 dólar) sino que arrastró con su fuerza los ahorros y las ilusiones de buena parte de los ciudadanos, además de hundir en la pobreza a casi el 50% de la población. Tan o más importante que eso, dejó un estigma en la memoria colectiva de los todavía amplios sectores medios, una especie de desconfianza latente y perenne hacia la moneda nacional o los métodos tradicionales de ahorro, habida cuenta de que una de las consecuencias de la crisis del sistema bancario fue que muchos clientes que tenían depositados dólares en las entidades cuando recogieron su dinero lo recibieron, obligados y engañados, en pesos, ya con la devaluación consumada. O sea, su dinero valía un 40% menos de lo que valía antes de la crisis.
Menos de un semestre antes, en junio de 2001, con un amigo habíamos estado dando vueltas por Europa disfrutando de un nivel de gastos que seis meses después era imposible de sostener. Habíamos comprado un vuelo Buenos Aires-Madrid en 12 cuotas por un total de 900 dólares, monto que, en su momento, representaba el 70% de mi mensualidad, que era de 1.300 dólares. En enero de 2002, una devaluación después, un viaje de las mismas características ya no era posible comprarlo en cuotas —había desaparecido el crédito— y además era mi sueldo, que no había sido actualizado a pesar de la inflación, el que representaba el 50% del valor del ticket.
Tras una larga y lenta recuperación, el aumento de los precios internacionales de los commodities, una bonanza regional que le fue en saga, Argentina y el impensado Gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) —exgobernador peronista de Santa Cruz, la provincia continental más austral—hilvanaron cuatro años de crecimiento económico consecutivo, período en los que la inflación fue baja y en los que el dólar prácticamente no sufrió variantes. El promedio del alza de los precios durante ese período fue del 11,6% anual. Fueron años en los que la mención de la palabra inflación prácticamente desapareció del argot y de la conversación cotidiana, pero su solo rescate avivaba los peores fantasmas. El recuerdo de la debacle del 2001 permanecía latente sobre todo en la sensación de finitud material del ciudadano, es decir, en la convicción abismal de que valía la pena salir a consumir porque la matriz financiera del país pronto podía volver a ceder y a traicionarnos. También se reflejaba en la ya endémica inclinación a ahorrar en dólares, que, lejos de atemperar, el precipitado 2001 exacerbó. Aun así, todos esos elementos —consumo galopante, alza de salarios, superávit fiscal y comercial, baja inflación— determinaron que la actividad económica tuviera una expansión inédita y que el PBI tuviera un crecimiento sostenido que se prolongó, tras una breve caída en 2009 producto de la crisis internacional, durante la primera presidencia de Cristina Fernández, esposa y sucesora de Néstor Kirchner.
Reelegida en 2011 y ya viuda —Kirchner murió en 2010, mi padre cinco años antes—, durante el segundo mandato de CFK el viejo fantasma reapareció, pero ya no de forma abstracta o en las conversaciones, sino en el mundo real. Como señalaron en su momento diversos análisis económicos, comenzaron a aparecer presiones inflacionarias debido a que el aumento de los salarios causaba crecientes alzas en los costos laborales, además de ocasionar incrementos en el consumo y en la demanda. Para combatir la suba, que rondó el 20% anual, el Gobierno de CFK puso en práctica una batería de medidas heterodoxas que incluyeron, entre otras, el control de precios y la restricción para comprar moneda extranjera, medidas que despertaron el descontento de las capas medias y las críticas en los amplios sectores de poder —mediático y económico— que no apoyaron, prácticamente en los ochos años de su administración, al Ejecutivo. Como describe la doctora Lucía Trujillo, investigadora del Conicet, “la última fase del Gobierno de Cristina evidenció un amesetamiento del crecimiento y de la mejora en los indicadores sociales y del mercado de trabajo, al tiempo que una continuidad con ciertos problemas estructurales como la consolidación del déficit fiscal, la inflación y la restricción del acceso a divisas”.
El ciclo kirchnerista finalizó con una “infla” del 25% anual, inferior, de todas formas, al que promedió su sucesor Mauricio Macri —el millonario exalcalde de Buenos Aires y expresidente de Boca Juniors—, cuyo índice fue del 33,7%, a pesar de que había asegurado que conocía la forma de erradicar para siempre el problema. La experiencia macrista lanzó un puñado de interrogantes al corazón de los libros clásicos de Economía, porque su Gobierno, pese a no emitir moneda, finalizó con la inflación más alta desde 1991. Su imposibilidad de reducir el déficit fiscal, sumado al aumento de las tarifas en los servicios públicos —que estaban retrasadas— y la escalada del dólar conspiraron contra su plan. Esos elementos, adicionados al ajuste salarial sobre sectores medios y bajos, determinaron que sus aspiraciones de ser reelegido chocaran contra la dura realidad de un electorado que le dio la espalda. Macri perdió las elecciones ante Alberto Fernández, un dirigente histórico de la ciudad de Buenos Aires que recibió la bendición de CFK, su vice, “dueña” de los votos y del capital simbólico del peronismo, y que gracias a eso alcanzó, impensadamente, el despacho principal de la Casa Rosada.
En medio de una sociedad crispada y polarizada, Fernández, vindicador del legado del radical Alfonsín, aparecía como una posible figura contenedora o componedora entre las posiciones irreconciliables de peronistas y antiperonistas (“Juntos por el cambio” es el nombre del partido de derecha que lidera Macri). Más temprano que tarde, esa opción se reveló como improbable, habida cuenta de las tensiones internas de la coalición gobernante —hoy Fernández y CFK están distanciados—, la crítica permanente y por momentos irracional de los factores de poder financiero y mediático y los errores propios, elementos que, sumados a la mala fortuna de la covid-19, algunos hechos escandalosos y su consecuente crisis económico-social, confluyeron en un panorama de creciente descontento, que se prolonga hasta hoy.
Dos años y una pandemia después, el ciclo da muestras tempranas de agotamiento y hartazgo social. El pasado lunes 21, y como consecuencia de la orden presidencial de volver a hacer un exhaustivo control de precios —y así combatir la inflación—, una enorme cantidad de comercios denunciaron faltantes de productos. Las conductas especulativas de las que hablaba Fernández. Por esas mismas horas, un grupo de intelectuales identificados históricamente con las banderas del kirchnerismo hacía pública una carta en la que señalaba su decepción por el rumbo del Gobierno.
¿Podrá Fernández en estos dos años que le quedan enderezar el destino de su mandato o será, él también, absorbido por el agujero negro de la historia y de la mala memoria, ese abismo que todo lo muele y degrada? Al igual que su inflación, la Argentina parece condenada a vivir en estado de zozobra permanente, arrojando su realidad a una hoguera crepitante en la que es siempre su propia leña.