Marcela está atenta a los movimientos en la casa de enfrente. Se hace un rodete de rulos negros sobre la nuca y mira de reojo, mientras se agacha para juntar las piñas que caen de los tres pinos de su jardín, inmóviles como centinelas dormidos o drogados. El calendario marca 15 de enero, fecha de recambio turístico en Argentina, quiebre de la temporada alta donde las viviendas en alquiler mutan, cambian de piel. Es una temporada distinta, con protocolos, barbijos y capacidades limitadas en los bares. El municipio de Villa Gesell —una ciudad costera de 45.000 habitantes— habilitó el ingreso de turistas para meter algo de plata en los bolsillos de los comerciantes locales, vacíos por la sequía que generó la pandemia durante el largo 2020 que parece no tener fin.
En la ruleta de la vecindad pasajera, Marcela, nacida y criada en la ciudad, busca alguna señal del recambio de veraneantes en la casa de la esquina de 306 y 206 bis, en el corazón del corazón del bosque. Por experiencia de veranos anteriores, sabe que el azar la puede hacer convivir por una quincena con una pareja de jóvenes con cinco perros, con una abuela y sus nietos o, su peor pesadilla, con una docena de adolescentes que cierran los ojos y apagan los parlantes cuando el sol llega a la cima.
La primera quincena de 2021, la casa de la esquina la habitó Jimena Parmisano junto a Silvio, su pareja, y su hijo Demian, de tres años. Marcela ve llegar el auto de los vecinos y demora la recolección de piñas, disimulando la sorpresa de que aún no hayan cerrado la casa para volver a Buenos Aires. Jimena estaciona sobre la calle de arena. Baja del auto de un salto y saluda a Marcela con un gesto en la mano. Abre el baúl: en lugar de llenarlo con valijas, saca varias bolsas del supermercado y de la carnicería que cuelga sobre sus dedos como anillos grotescos.
Jimena percibe que Marcela, de pie, la está mirando desde la vereda de enfrente.
—Nos quedamos —le dice, levantando el tono de voz—. Vamos a pasar la pandemia acá. Es nuestra oportunidad.
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Jimena tiene 30 años y es psicóloga; desde el inicio de la pandemia, atiende a sus pacientes vía Zoom o Meet. Silvio, de 31 años, le dio el ok para mudarse a la costa cuando el teatro en el que trabajaba como sonidista suspendió las actividades, siguiendo la normativa nacional para disminuir la circulación del virus. En Buenos Aires vivían en un departamento de tres ambientes, con un balcón de 4 metros cuadrados por donde podían sentir el viento o el sol en la piel.
—Pasamos la etapa dura del confinamiento yendo de la cama al living —dice Jimena sonriendo por videollamada, en referencia a la canción de Charly García, un hito del rock nacional—. No aguantábamos más, Demian la estaba pasando mal.
Jimena y Silvio son parte de las cerca de 2.000 familias que desde marzo del 2020 eligieron Villa Gesell como lugar de residencia; con cambio de domicilio, escuela para sus hijos, paisaje, gastos cotidianos y amigos incluidos. La precisión en el conteo fue posible gracias a una medida que dispuso el municipio para habilitar la temporada: les pidieron a los turistas que completen una solicitud de ingreso, indicando el periodo de permanencia y, a la vez, debían firmar una declaración jurada para dejar constancia de la ausencia de síntomas de la covid-19.
Según Emilio Felice, secretario de Turismo de la ciudad, en una entrevista al diario Página/12, “desde marzo los formularios [de ingreso a la ciudad], en un 40%, solicitaban permisos de estadías más largas que un turista normal: de 30 días, o incluso de 8, o 12 meses”. Villa Gesell, como otras ciudades pequeñas o pueblos rurales, se reinventó durante la pandemia: de ser un destino históricamente de ocio, pasó a ser un lugar de residencia permanente o semipermanente. El fenómeno no sucedió solo en la costa atlántica ni, mucho menos, exclusivo de Argentina. La tendencia fue global. Pueblos del estilo de Madarcos en la Comunidad de Madrid, o Blanes en Girona, vieron incrementarse las visitas que llegaban para no irse. Incluso desde el Ayuntamiento de Fasano, en la región italiana de Puglia, se estimuló la repoblación con el eslogan-anzuelo: “La belleza tiene otra velocidad”.
La contraparte fue el vaciamiento o merma, mejor dicho, en las grandes ciudades. El Instituto Nacional de Estadística de España muestra con datos que Barcelona y Madrid, las cabezas bifrontes del goliat español, tuvieron una baja de residentes en favor de municipios rurales o costeros que notaron un crecimiento significativo. Lo mismo sucedió en otras metrópolis como San Francisco, Londres, París, Toronto, Milán, Tokio o Nueva York, según un informe realizado por la ONG Observatorio Metropolitano. La crisis del denominado “coronaéxodo” es tan profunda que el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, ante la migración interna de los ciudadanos de la “capital del mundo”, como un amante despechado salió a declarar: “No voy a rogarle a la gente que se quede. Sé que esta ciudad se recuperará. Y sé que vendrán otras personas. Lo han hecho durante generaciones”.
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La fantasía de una casa frente al mar o de una cabaña en una montaña o de una finca con terreno para plantar tomates y criar patos no surgió con la pandemia. Es un sueño recurrente que todos, o casi todos los urbanitas, nombramos alguna vez ante el agobio de las grandes ciudades, que consumen demasiada vida para sostener la vida. El valor del metro cuadrado de las viviendas, el smog y el ruido permanente, el amontonamiento en las calles y en el transporte público, las largas distancias y demoras para moverse, el anonimato y la dificultad para armar comunidad con colegas que hoy están y mañana quizás no, son algunos de los motivos que alimentan la ilusión del éxodo.
El deseo de migrar a un pueblo tiene elementos de la ética de la salvación, de “hacerla bien”, de estar bien. “Conceptos de una nueva teología terrenal”, los llama el sociólogo Andrés Fuentes. En sus palabras, “salvarse permite correr el cuerpo del desgaste urbano y todas sus demandas infernales. Es una redención terrenal”. Al paraíso se llega tomando la ruta, aquí y ahora.
El confinamiento por la covid-19, las limitaciones de la vida social como medidas de cuidado, el recorte del perímetro de movimiento, los interiores estallados en los hogares, la posibilidad de trasladar la alienación laboral a cualquier lado mediante el teletrabajo, fueron algunos de los motivos que llevaron a muchos a ensayar otros modos de vida.
—Acá, trabajo la misma cantidad de horas que en Buenos Aires —dice Celina, especialista en tecnologías educativas, que se mudó junto a su novio Danilo a la cabaña de veraneo de la familia, en Mar de las Pampas, un pueblo boscoso de la costa atlántica argentina—. La diferencia es que por la ventana no veo cemento o balcones de edificios a cinco metros del mío, sino pinos, acacias y hojas, muchas hojas sobre las calles de arena. Y si me aburro, para despejar puedo ir a caminar y tocar el mar. Aunque la verdad es que voy poco —agrega con una sonrisa grande llena de dientes.
El contacto con la naturaleza, la posibilidad económica de tener una vivienda grande y con más comodidades, el silencio y las distancias cortas, en sí, una vida con escalas más pequeñas, son algunos de los valores que le adjudican los migrantes internos a su decisión. O, al menos, lo que confiesan que van a buscar. La pregunta, en todo caso, es si encuentran aquello que van a buscar. O mejor, ¿qué encuentran?
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Hace más de tres décadas que el escritor Guillermo Saccomanno vive en Villa Gesell. En el 2012 escribió la novela Cámara Gesell, su obra magna, con la cual obtuvo el Premio Dashiell Hammet 2013. Con una prosa seca y salvaje, construye y destruye una ciudad costera demasiado parecida al territorio que habita. Una ciudad balnearia desértica en otoño e invierno, con persianas bajas crujiendo por sudestadas, con ventanas tapiadas y casas ocupadas solo por fantasmas. Una ciudad que hacia adentro continúa llamándose pueblo, de calles desoladas, comercios empobrecidos y habitantes corroídos y turbios que podrían entrar y salir de Twin Peaks, la serie de David Lynch.
En la primera páginas de Cámara Gesell, como si fuese el reverso del cartel que da la bienvenida a la “Ciudad soñada”, escribe:
“Lo primero que le decimos a una parejita joven que tantea venirse a vivir: Este es un lugar ideal para criar chicos. El paisaje. Donde van a encontrar un paisaje que reúna el bosque, el mar y, ahí nomás, a nuestra espalda, el campo, la pampa en toda su extensión. Ideal para afincarse y formar una familia.
Pero lo que no nos cuidamos de informar es que ignoramos qué hacer cuando los pibes crecen. Que las tres escuelas del Estado, donde van los hijos de los laburantes y los del asentamiento, dan lastima y están llenas de malandras. Que el Nuestra Señora, el privado, donde el chetaje manda a sus herederos, es un reformatorio de privilegiados. Que a los doce los pibes están limados. En invierno, cuando anochece, mirá el piberio que se junta en la esquina de Acid: birra, coca con Bernet, faso y pepas. En 3 y 106. También en Pibeplay, el galpón de los juegos electrónicos. Dados vuelta se mandan al bosque. Los ves cruzar las alamedas con botellas. No se te ocurra cruzar el bosque de noche, donde la pendejada practica sus rituales. Y por la noche, la playa. Pueden verse las fogatas, oírse los gritos en el viento. Pasada la medianoche, los de La Virgencita, dados vuelta, salen de caño. A un colectivero lo pusieron ya dos veces. Son los mismos pibes que a la mañana paran el colectivo para ir a la Media”.
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Detrás del idilio de sol y playa que los veraneantes se llevan para fantasear el resto del año, al momento de tomar la decisión de ir a “probar suerte” deben considerar qué se van a encontrar y qué no. Además de las posibilidades laborales, los citadinos tienen que aprender a prescindir de la expansión cultural, de la variedad gastronómica, la conectividad a la velocidad de la luz, la cercanía de clínicas y hospitales y, sobre todo, la socialización.
—Nosotros no conocíamos a nadie de nuestra edad que esté viviendo acá —dice Celina, 37 años—. Solo a una chica que trabajaba en un bar al que íbamos todos los veranos y charlábamos bastante. Cuando nos instalamos la invitamos a comer un asado. Enseguida se puso a hablar de “los negros del otro lado de la avenida”. Decía que eran todos chorros, que ahora se estaba llenando de bolivianos que les sacaban el trabajo, que ya no había tranquilidad, que el bosque parecía una estación de subte por la cantidad de porteños que había. Horrible todo. Nos queríamos ir corriendo de nuestra propia casa —dice Celina con un gesto que pendula entre la gracia y el espanto.
Celina y Danilo aún no consideraron volver a Buenos Aires. Ambos, por separado, dicen que les gusta la vida en la costa, que volvieron a leer literatura, a caminar por el bosque, incluso a tener más y mejor sexo. Aún no saben si van a prolongar la estadía, pero el paréntesis, la experiencia, en lo personal y como pareja les está haciendo bien.
—Ninguna ciudad, chica, grande, mediana, va a colmar tus expectativas por lo que tiene para ofrecer —dice Celina mientras camina junto a su perro sin correa por el bosque—. Más que tener en cuenta qué venís a buscar, tenés que evaluar qué podes y qué querés sacrificar. Esa es la ecuación que aconsejo hacer a los que quieren ir a vivir a un lugar más chiquito.
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Los meses más duros son los del invierno. En los pueblos costeros se vive de espaldas al mar y en las zonas rurales salir a caminar por la campiña deja de ser una buena opción. La dejadez, el silencio y la soledad, con el frío y la llovizna, revelan su rostro cutre de viento y arena. Los días son cortos, brumosos; las noches húmedas y largas, según el tamaño del vaso de whisky que se tenga cerca.
—Los paisanos —dice Silvio— te cuentan los inviernos que llevás en el pueblo como si fuesen las rayas de una cebra. Cuantos más inviernos tenés encima, más te respetan. Esto no es gratis —dice apuntando la mano hacia el mar, hacia el murmullo del mar.
Salvarse tiene su precio.
Vivir en un pueblo también cuesta vida.