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El jardín de los senderos que se bifurcan

Buenos Aires alberga el jardín japonés más grande fuera de Japón. Un lugar que, tras su apariencia armoniosa, oculta una historia de conflictos.

Buenos Aires
Visitantes del Jardín Japonés de Buenos Aires cruzan el Taiko Bashi, el icónico puente curvo de color rojo. CARLOS ZITO CC BY SA 3.0

A un costado de los Bosques de Palermo, el pulmón verde, marrón y celeste de la ciudad de Buenos Aires, está el Jardín Japonés: tres hectáreas de estilo y aire nipón que homenajean al país insular de Asia Oriental. Una isla japonesa dentro de una ciudad sudamericana con complejo europeo. Al predio lo rodean las avenidas Figueroa Alcorta y Carlos Casares, dos arterias transitadas a diario por cientos de autos y camionetas de gama baja, media y alta. Frente al puente de entrada al Jardín Japonés se detiene una camioneta Toyota con la chapa blanca marcada. En la cabina van tres hombres que vienen de trabajar la tierra: sus brazos y manos continúan largando olor a pasto recién cortado. El conductor tiene una remera blanca gastada y anteojos de marco grueso con mucho aumento. Gira la cabeza hacia el Jardín Japonés y dice:

—Trucho todo eso. No más Jardín Japonés. Todo colorinche. Como cabaret.

La escena la reconstruye el cineasta y escritor Fernando Krapp en Una isla artificial, su imprescindible libro de crónicas sobre japoneses en Argentina. El conductor se llama Yasuo Inomata, el ingeniero paisajista que en 1977 rediseñó el jardín japonés más grande del mundo fuera de Japón y ahora, casi medio siglo después, como si fuese un hijo díscolo, es una casa donde no desea volver a entrar.

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Antes del encuentro de Yasuo Inomata con su obra magna, vayamos un poco más atrás. La historia del Jardín Japonés en la Argentina es, sobre todo, la historia de Bunpei Uno; al menos, esa es una de las tantas historias del jardín de los senderos que se bifurcan.

En su libro de memorias —compilado por Cecilia Onaha, historiadora y directora del Archivo sobre Inmigración Japonesa en Argentina—, Bunpei Uno cuenta que a los 27 años, tras recibirse con el título de médico por la Universidad de Hokkaido y de haber tenido un pasaje militar durante la Segunda Guerra Mundial, señaló un punto en el globo terráqueo. El punto quedaba al otro lado del mundo. Debajo de su dedo figuraba el Instituto de Biología y Medicina Experimental de Buenos Aires, dirigido por el argentino Bernardo Houssay, Premio Nobel de Medicina en 1947. En sus oídos el llamado desde Argentina afinaba como el canto de una sirena. Aprovechando los contactos políticos y comerciales de su familia, Bunpei envió una carta a Houssay mostrando interés en sus investigaciones sobre endocrinología. Al poco tiempo, Bunpei estaba residiendo en Argentina, investigando junto al premio nobel en pésimas condiciones (se alimentaba con la comida de las ratas que usaban en los experimentos) y, lo que importa en esta historia, construyendo lazos con la colectividad japonesa local.   

Vista aérea del Jardín Japonés de Buenos Aires, una isla nipona en la capital argentina. UNSPLASH/JAVIER SAINT JEAN

En Argentina, además de desarrollarse en investigaciones científicas, Bunpei hizo negocios con empresas farmacéuticas. Su carrera económica y social fue ascendente. Y su nombre, acompañado de un aura tozuda, disciplinada y carismática, un anzuelo de prosperidad para los japoneses que residían en Argentina. Así fue que, a principios de los setenta, lo convocaron de la Asociación Japonesa en la Argentina (AJA) para ofrecerle la presidencia. Inmediatamente dijo que sí. La propuesta era un escalón más para alcanzar su sueño: crear un Hospital Japonés para fortalecer lazos entre la comunidad japonesa y la argentina y, en especial, para financiar sus investigaciones e incentivar a los jóvenes médicos nikkei.

El proyecto requería de una inversión monumental que excedía la ayuda que podía brindar el Estado. Al mando de la AJA se propuso buscar distintos modos de financiamiento. En otras palabras, rascar-dónde-sea para sacar la plata que necesitaba para levantar el hospital anhelado. Entre la paleta de recursos que pensó Bunpei, apareció la oportunidad de rescatar un emblema abandonado en 1967; un lugar ideal, simbólico en sí, una mina de oro y tradición para explotar culturalmente. El lugar era el Jardín Japonés, inaugurado por primera vez en 1967, cuando Bunpei aún no soñaba en castellano. Desde entonces, el jardín, un bypass de agua, aire y flores en el corazón de Buenos Aires, estaba entregado al abandono y a las intervenciones vandálicas del paso del tiempo.

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Vamos un poco más atrás.

La inauguración formal del Jardín Japonés en Argentina fue en 1967. Ese año, cuenta la página oficial, el príncipe heredero al trono imperial, Akihito, y la princesa Michiko, anunciaron que iban a visitar a las colectividades nikkei en Sudamérica; en particular, el triángulo que condensaba a los japoneses que escaparon del hambre de la posguerra: Brasil, Perú y Argentina. El problema era dónde recibirlos. Era un acontecimiento sin precedentes, la primera vez que un miembro de la familia imperial visitaba al país y, sobre todo, que iba a encontrarse con sus compatriotas desperdigados por el mundo. La solución fue construir en 50 días un territorio insular parecido a Japón: el Jardín Japonés.

La cinta de inauguración la cortaron los homenajeados el 17 de mayo de 1967, en pleno gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía. La obra la realizó el paisajista Luis Ichiro Yamada y, según crónicas de la época, contaba con tres sectores: uno frente al lago, cubierto de césped; una isla artificial, unida a una isla principal por un puente estilo japonés de 18 metros de largo, y un espacio con una cascada de 4 metros de altura. Akihito y Michiko fueron los primeros en atravesar el puente hacia la isla artificial, donde había una placa conmemorativa en agradecimiento a “la generosidad del pueblo argentino”.

Un grupo de aves en el Jardín Japonés de Buenos Aires. GOBIERNO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

La inauguración fue un momento tan esplendoroso como fugaz, el pico de una montaña que por delante solo tenía rocas, fango y un descenso sinuoso. Cuando los príncipes volvieron a su isla, el Jardín Japonés entró en desidia. Dice Cecila Onaha en Una isla artificial:

—Ese primer jardín se abandonó. Durante 10 años la colectividad no hizo nada con el trabajo realizado con tanto esfuerzo. Cuando Bunpei Uno asumió la presidencia de la AJA, vio la potencialidad de ese espacio. Para él, era una fuente de recursos posibles.

Un jardín con senderos que se abren, se abandonan y se bifurcan.

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Así llegamos a Yasuo Inomata.

Como tantos aventureros, Inomata llegó a la Argentina sin otra búsqueda que ver lo que encontraba en el camino. Egresado de la Universidad de Agricultura de Tokio, tuvo como primera parada California, la meca del paisajismo occidental en el siglo XX. Pero no pudo estacionar: el problema de los norteamericanos con los japoneses continuaba latente y tuvo que buscar alternativas. Así fue como llegó a la Argentina; precisamente a Escobar, en los suburbios de la Provincia de Buenos Aires.

Al paisajista lo contactó Bunpei Uno en 1979 para que rediseñara al jardín representativo de la cultura japonesa. Cuenta Onaha que Inomata solo aceptó el trabajo porque se lo ofreció Bunpei. Yasuo Inomata desconfiaba de sus delirios, del exceso de dinero que necesitaba, de la monumentalidad de sus sueños. Sin embargo, lo escuchó atento, seducido por la personalidad de un issei demasiado parecido a él. Ambos habían participado en la guerra y eran parte de los inmigrantes privilegiados que habían pasado por la universidad. La idea lo entusiasmó. Hizo traer piedras de la provincia de Córdoba y plantas de Misiones. También construyó una casa de té, emblemática en la cultura japonesa, y, cuando sus ideas y desarrollo excedieron el presupuesto que había conseguido Bunpei, fue capaz de persuadirlo para que ponga plata de su propio bolsillo.

El paisajista japonés Yasuo Inomata, en el documental 'Inomata y el jardín'. BOSQUE CINE/JOAQUIN NEIRA

Yasuo Inomata tomó el proyecto como propio, una oportunidad para estar en su país a miles de kilómetros de distancia. En palabras de Fernando Krapp, para Inomata “los elementos dispuestos en un jardín no solo representan sino que además simulan cosas: una roca en la arena es una montaña, un estanque es el mar, y así. Por ejemplo, la piedra en un lago es varias cosas a la vez. Es una isla artificial que simula la de Japón que dejó atrás. Es también la isla en la que se les rinde tributo a los dioses. Es la isla que nace en tierra firme, la isla dentro de la isla. Y, al mismo tiempo, es el kokoro, su corazón y su alma”.

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Yasuo Inomata “es el padre del Jardín Japonés”, dice Cecilia Onaha. Y, sabemos, no hay paternidad sin conflicto.

Las críticas que recibió el Jardín Japonés desde su refundación no fueron hacia el paisajista, sino hacia Bunpei Uno, la cabeza del proyecto. Desde la colectividad japonesa lo acusaron de gastar mucha plata en un proyecto inabarcable, de que el sueño del Hospital Japonés era imposible, de que había pedido fondos al Estado argentino para saciar su angurriento narcisismo y, por último, pedían su renuncia. El runrún de críticas se materializó en una carta pública del Embajador japonés Saiki, poniendo en duda la legitimidad y honestidad de Bunpei Uno al frente de la AJA. El desgaste fue tan insistente que Bunpei Uno terminó dando un paso al costado de la AJA y, en un juego de cálculos e intereses, el Jardín Japonés quedó en manos de quienes habían apoyado la carta del embajador Saiki a fines de la década de los ochenta.

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Uno de los puentes del Jardín Japonés de Buenos Aires. FLICKR/FABIÁN KOPETSCKNY CC BY-NC-ND 2.0

En las visitas guiadas que se hacen en la actualidad en el Jardín Japonés, se cuenta que en el siglo XIX esas tierras eran barro del Río de la Plata, que luego fueron adquiridas por el militar y político argentino Juan Manuel de Rosas en 1840, que llenó el barro con arcilla y construyó su casa. También cuentan que, en 1870, el presidente Domingo Faustino Sarmiento quiso construir en ese sitio un parque similar al Central Park de Nueva York, y llamó a estos parques Tres de Febrero, en referencia a una batalla de 1852 que hizo caer a Rosas ante el ejército de Urquiza. También cuentan que en 1978 se le ofreció al paisajista Carlos Tahys la elaboración del parque. También cuentan que en 1933 concluyó el diseño y la construcción de los “bosques de Palermo”, donde el terreno del jardín japonés está anexado.

El recorrido histórico que hace la guía llega hasta 1967. Desde ahí salta hasta 1989, cuando se formó la Fundación Cultural Argentino Japonesa que desde entonces se hace cargo de la administración del Jardín Japonés. El paréntesis que va desde 1967 hasta 1989 es un sendero fantasmal que aún recorren Bunpei Uno y Yasuo Inomata. Un puente dinamitado por el relato oficial; una isla artificial en el interior de una isla artificial que, según Inomata, no existe más.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.