Ha cruzado el desierto del Sáhara en jeep, ha explorado la selva del Perú en busca de una ciudad inca perdida, ha dormido en palacios de maharajás y en monasterios tibetanos, ha asistido a rituales chamánicos en aldeas remotas de Oceanía, se ha adentrado en el África negra para conocer a los surma, mursi, hamer y bororo.
Pero, si tiene que elegir el momento más emocionante de su vida como viajero, probablemente sea la primera vez que abrió una tumba egipcia inviolada.
—Sentí un aire denso, cálido, un olor muy profundo... No huele a cerrado, es una cosa seca, un olor como el del alquitrán —dice Jordi Clos (Barcelona, 1950), empresario hotelero, coleccionista de arte y apasionado del Antiguo Egipto.
Sucedió en 1992, en el yacimiento arqueológico de Oxirrinco, unos 160 kilómetros al suroeste de El Cairo. La noche antes de la apertura la pasó en vela, custodiando la puerta del sepulcro, soñando despierto con lo que le esperaba ahí dentro.
—Encontramos el sarcófago perfecto, la momia… Era de la época ptolemaica, de alguien anónimo. Claro que después ha habido hallazgos de más valor, pero la primera vez es la más emocionante —cuenta Clos en su despacho, donde se acumulan estatuillas de piedra, libros de arte de tapa dura, fotografías de sus expediciones y paletas de subasta de la casa Sotheby’s. Desde esta oficina, situada a dos pasos del Paseo de Gracia de Barcelona, en el meollo del Ensanche burgués, Clos gestiona su empresa, la cadena hotelera Derby, con más de una veintena de establecimientos en la capital catalana, Madrid, Londres y París; y atiende los asuntos del Museo Egipcio de la ciudad, que fundó en 1994 y el cual, con sus cerca de 1.300 piezas, constituye la mayor colección privada abierta al público de Europa.
—No podía imaginarme llegar a eso —dice el empresario al recordar aquel día en Oxirrinco.
De hecho, en los inicios de su trayectoria vital, todo parecía ir en contra.
Clos se crio en la madeja de callejuelas del barrio del Raval, en la Barcelona gris de la posguerra. A los dos años contrajo la polio, una enfermedad que causó estragos en la España franquista y que a él lo dejó postrado en la cama, conectado a un pulmón de acero. El pronóstico de los médicos era funesto: en el mejor de los casos, no podría caminar.
Su padre, Miguel, policía en la época de la República y represaliado con cárcel tras la guerra civil, murió cuando Clos tenía cuatro años. Su madre, Francisca, se convirtió en su salvadora. Cada día le daba masajes, convencida de que así recuperaría la movilidad. Además, como medicina, le preparaba sopas con la grasa de los callos que compraba en el mercado de La Boquería. El tratamiento funcionó. La única secuela de la polio sería una leve cojera que el hotelero todavía arrastra.
—Hasta hace poco, jugaba cuatro partidos de pádel a la semana. Mis médicos se asombran —dice sonriente.
A ese giro de guion le siguió otro.
Con nueve años, Clos dejó su barrio natal para mudarse a Sarriá, en la zona alta de Barcelona. Se fue a vivir con una de sus hermanas mayores, Olga, recién casada con un aristócrata, Ramon de Dalmases y Olabarría, marqués de Mura, quien asumió su educación. De la noche a la mañana, Clos se había infiltrado en la alta sociedad.
—Pasé a un ambiente diferente, a ir con camisa y corbata para cenar.
En la escuela —los Escolapios de la calle Balmes—, Clos ya dio muestras de su olfato para los negocios, organizando viajes turísticos para los estudiantes y montando con sus amigos una empresa de ventas que consiguió engatusar a una compañía papelera —“Hacíamos unas cartas de presentación muy buenas, vendimos papeles por un tubo”—. Ahí también descubrió su fascinación por Egipto: a los 12 años, tuvo que hacer un trabajo sobre antiguas civilizaciones, y eligió la tierra de los faraones.
—Me sonaban las tumbas, las pirámides, las momias, los tesoros… y ya está. Pero me cogió una afición brutal por el tema. Saqué una nota altísima en el trabajo, y eso que yo no era buen alumno. Empecé a estudiar la cultura de Egipto. Entonces había cuatro libros, muy poca cosa: Sinuhé el egipcio; Dioses, tumbas y sabios... Cuando me pude meter de verdad, en serio, fue a los 15 ó 16 años. Un día, en el mercado de antigüedades de Sant Antoni encontré a una señora que tenía un cajón lleno de documentos de Egipto: cartas, fotos, mapas, postales, libros, recortes del New York Times del descubrimiento de la tumba de Tutankamón… Quedé flipado. No tenía dinero y me ofrecí comprarlo a plazos. La señora aceptó, y durante meses estuve pagando.
Eran mediados de los años sesenta, Clos ya se había emancipado y trabajaba como botones en una agencia inmobiliaria. Luego, tras ascender al rango de comercial, daría al salto a una empresa de muebles, experiencia que le serviría para montar su propio negocio a finales de la década: Roberts. Una firma de mobiliario moderno para una Barcelona que comenzaba a respirar aires pop. La marca llegó a contar con 12 tiendas.
-Y, a los 19 años, su primer viaje a Egipto. ¿Qué se encontró? ¿Era como lo imaginaba?
- Fue emocionante, tenía todo idealizado por los libros y las películas. Quedé impresionado, disfruté. Y el Egipto de los años sesenta no tiene nada que ver con el de ahora. Antes era muy Indiana Jones, una aventura. Ahora vas al Valle de los Reyes y está todo asfaltado, hay una guagua. Entonces todo era tierra, ibas por donde querías, podías subir a las pirámides… Los trenes eran los trenes victorianos de los ingleses, de caoba, pero destrozados por el paso de los años. Los camareros iban con gorros rojos, guantes agujereados, sudando por el calor... En Luxor, me alojé en el Hotel Winter Palace, donde había un anticuario. Entré y me volví loco. Encontré un ushebti, una figura de terracota. Era la única pieza que podía comprar. Estuve varios días mercadeando. Cuando la conseguí, dormí con ella, pensando qué pondría en sus inscripciones.
En un nuevo viaje a Egipto, en 1975, Clos conoció a la que se convertiría en su esposa, Montse Casellas. “Una niña pija, iba en un viaje organizado con un grupo de señores con sus hijos”. En la pirámide de Keops, a ella le dio un ataque de claustrofobia y él acudió al rescate. Después, cuando el tren que los llevaba a Luxor se estropeó, Clos volvió a erigirse en el héroe de la jornada. “A partir de ahí empezamos a salir. Es grande que Egipto nos haya unido así”.
La relación con Montse trajo la enésima carambola en la vida de Clos: su entrada en el negocio hotelero. Se produjo de la mano de su suegro, el empresario Joaquín Casellas, quien, en 1979, le pidió ayuda para decorar el Hotel Derby, en la calle Loreto de Barcelona, del que era copropietario.
—Hice la decoración, pero vi que la gestión del hotel era un desastre. Mi suegro entonces me pidió a ver si podía arreglarlo un poco. Y le empecé a encontrar la gracia a lo de los hoteles. Luego uno de los socios del hotel se fue y pude comprar su parte. Eso me permitió entrar en el negocio.
Tras ayudar a reflotar el Derby, Clos puso en marcha el proyecto del Hotel Gran Derby, situado en la misma calle. Ahí aplicó sus conocimientos del diseño de interiores desarrollados al frente de Roberts para crear un hotel revolucionario para la Barcelona de la época, con suites para todos los clientes y habitaciones dúplex. “Traje de bólido a los inspectores porque hice cosas que no estaban contempladas”, recuerda.
Después llegarían más hoteles, como el Claris —la joya de la corona de la compañía, y el primero de Barcelona en abrir su terraza al público—, el Bagués, el Urban, el Caesar o el Banke. Todos ellos ubicados en edificios singulares, y decorados con piezas procedentes de la colección de Clos: desde obras de Picasso y Miró a mosaicos de la época romana, pasando por esculturas budistas, objetos precolombinos y tallas africanas. El arte, en definitiva, como gran reclamo comercial.
—El Hilton y el Sheraton eran conocidos, mi único elemento diferencial que los otros no podían tener era el del arte y la arqueología. Que cada hotel tuviera una sala-museo permanente, que cada uno estuviera dedicado a una cultura. Eso nos catapultó.
Las cifras respaldan la apuesta de Clos por fusionar lujo y arte: el grupo Derby cerró 2022 con una facturación de unos 74 millones de euros. Con vistas a garantizar la continuidad y estabilidad futuras, Clos ya hace unos años que cedió a sus dos hijos mellizos parte de las funciones ejecutivas del negocio: uno, Joaquim, ha asumido la dirección general; otro, Jordi, se ocupa del diseño interior de los hoteles. Pero el hotelero todavía sigue a pie de cañón como presidente de la compañía, combinando el trabajo con sus viajes por el mundo.
—Hay gente que juega al golf, y mi pasión es esta. Lo compagino bien. Mis aventuras las procuro hacer en vacaciones, porque yo también tengo vacaciones, que intento respetar.
Una de sus aventuras recientes más memorables fue una expedición a Papúa Nueva Guinea. Ahí el hotelero recorrió el río Sepik, explorado por primera vez por europeos a finales del siglo XIX. Un territorio casi virgen, de selva y manglares, donde subsisten tribus que hasta hace poco practicaban el canibalismo y que todavía hoy conservan algunos ritos chocantes, como el que lleva a los hombres a cortar su piel para dejar cicatrices similares a las escamas del cocodrilo, su animal sagrado. En una de las aldeas indígenas que visitó, Clos quedó cautivado por un tótem de madera inmenso. Y le hizo una oferta al jefe de la tribu.
—Estuve cuatro días negociando. El jefe, cuando ya nos hicimos colegas, me dijo: “Te enseñaré a mis enemigos”. Y me mostró una colección de calaveras de tíos que había matado y se había comido. Entonces, él me preguntó: “Y usted, con sus enemigos, ¿qué hace?”. Cuando le dije que no los mataba, me miró con lástima...
Clos pudo cerrar el trato —“Le dimos joyas, medicinas, un reloj que no sé para qué querría, comida y no sé cuántas cosas más”— y ahora el tótem forma parte de la colección de piezas de Papúa Nueva Guinea que se expone en el Hotel Urban de Madrid.
Hoy el hotelero sigue visitando con asiduidad Egipto, ya sea por placer con su familia o para participar en los trabajos arqueológicos de la fundación que lleva su apellido. Y no deja de pensar en nuevos destinos: “Me gustaría hacer un recorrido por la zona de Corea del Sur y una serie de islas en el mar del Japón”, dice. “Hay algunas tribus y alguna ceremonia que todavía se conservan bien, estoy cocinando ese viaje”.
- Y, después de tantos años, ¿cuál es la pieza más especial de su colección?
- Posiblemente, por lo complicado que fue, la tumba de Iny, que tenemos en el Museo Egipcio, hecha de siete fragmentos. La he conseguido a lo largo de 20 años en distintas subastas: un trozo en Nueva York, otro en París… La parte que falta la tiene una fundación japonesa; nos hemos intercambiado fotografías y aquí hemos hecho la recomposición. Es una pieza imposible, hoy no encontrarás jamás una tumba egipcia.
- ¿Y la pieza que se le resiste, esa que se le aparece en sueños?
- Es una tontería. Un sonajero de cerámica egipcio, con la cabeza de la diosa Hathor. Estaba con Montse en Londres, en Jermyn Street, cerca del Ritz, y en un anticuario vi esa pieza, muy bonita. Estábamos conformes con el precio, pero decidimos ir a dar una vuelta a la manzana y comprarlo luego. Al volver, ya lo habían vendido. Voló.