Julián Díaz, cocina argentina contra nieve y marea

Defensor de la mezcla de sabores, el restaurador es un referente de la gastronomía porteña. “Una comida con cariño siempre es una buena comida”, dice.

El restaurador y cocinero argentino Julián Díaz. CORTESÍA
El restaurador y cocinero argentino Julián Díaz. CORTESÍA

En la foto de WhatsApp de Julián Diaz aparece Manolito, un personaje de la historieta Mafalda creada por el genio de Quino. En la viñeta, Manolito está lustrando la caja registradora del almacén de Don Manolo, su padre. El arcón donde entra plata, se la protege, se acumula y vuelve a salir. Lo hace con esmero y, sobre todo, con una sonrisa. Manolito, al igual que el empresario gastronómico Julián Diaz, es argentino y familiar de inmigrantes españoles. La imagen de Manolito, un nene con cuerpo de adulto petiso, de cara cuadrada y con los pelos en punta hacia arriba, aparece cada vez que Julián manda un mensaje: se replica en teléfonos de amigos, proveedores, familiares, novia, clientes, desparramados en Buenos Aires.

“Manolito era el personaje menos romántico de Mafalda, pero me parecía un buen chiste, porque yo siempre laburé con la idea de hacer de la gastronomía algo un poco mejor”, dice Julián con los codos apoyados en una mesa del bar Los Galgos, uno de los comercios gastronómicos que fundó y conduce, además de la coctelería 878, la pizzería Roma y el bar La Fuerza. Continúa: “Manolito tiene ese espíritu comerciante, trabajador, del esfuerzo, al mismo tiempo lo hace con picardía pero sin maldad, con cariño en lo que hace”.

Los Galgos está ubicado a pocas cuadras del obelisco, en la esquina de Callao y Lavalle, Buenos Aires. Del otro lado de las ventanas que rodean al bar, pasan hombres y mujeres con caras brillantes de transpiración. A las doce del mediodía, la temperatura alcanzó a tocar la campana de la alerta roja en el Servicio Meteorológico Nacional. Sin embargo, el mundo al interior de Los Galgos parece funcionar en otro tiempo y espacio. En el salón suena un saxo tenor, que puede ser un solo de Sonny Rollins o una deriva nocturna del Gato Barbieri. Y el aire acondicionado, silencioso, parece desprenderse del revestimiento de madera que tiene cada lado. Julián gira un vaso de agua en la mano cuando habla. Detrás suyo, una barra larga recuerda al mostrador de la viñeta. Y arriba, sobre su cabeza, como una nube que lo acompaña donde vaya, un cartel fileteado que dice: “En Los Galgos somos orgullosamente argentinos y cocinamos todo lo que servimos”.

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La mitad de la familia de Julián Díaz llegó a la Argentina desde Italia y la otra mitad, desde España; “andaluces y gallegos”, dice, que, “como casi todo inmigrante español que llegó a la Argentina, se pusieron a trabajar en gastronomía”. Sus abuelos tenían un bar en la ciudad de La Plata, frente a la estación de trenes que unía a la capital de la provincia de Buenos Aires con la Capital Federal. El bar se llamaba El Tren Mixto, igual que el postre tricolor compuesto por pionono, merengue y cremas chantilly y frutilla. “Por un devenir medio trágico dejaron el negocio. Por alcoholismo, suicidios y cosas más oscuras ligadas a la gastronomía”, dice Julián, riendo, con la picardía del que sabe paladear el humor negro. “Un bar de estación siempre es un bar pesado, y en la década del cuarenta, en La Plata, pasaba de todo. Pero en los relatos de mis abuelos, sobre todo de mi tía abuela, siempre estaba presente El Tren Mixto. ‘¿Pero vos qué servís?’, me decía, Y ahí se largaba, ‘nosotros servíamos riñoncitos al jerez’, y no paraba hasta nombrar toda la carta”.

El relato medio mítico de El Tren Mixto estuvo siempre en la mesa familiar de los Díaz. También, en objetos sueltos por la casa que Julián fue recolectando y llevó a los diferentes locales gastronómicos que fue abriendo: “Una plancha que usamos en La Fuerza era de ese boliche, un cuchillo que usamos muchos años en El 8, hasta que se rompió, también. Yo siempre fui buscando retomar esa historia. Siempre me gustó una gastronomía que tuviera que ver con las raíces, con algunas tradiciones.”

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En la adolescencia, Julián Díaz cocinaba todo el día. Veía programas de cocina. Leía libros de comida. Hablaba de recetas con amigos y no frenaba a su tía abuela cuando se largaba a hablar de El Tren Mixto. Sin embargo, no tenía en claro que la cocina era una vocación. “Yo tenía el mandato de la carrera universitaria. Típico, mis abuelos muy esforzados sin instrucción, mis viejos profesionales, arquitectos, el sueño de la familia es que los hijos sigan ese camino. Mi hermano siguió estudiando y yo no. Creo que el mandato me terminó impulsando a hacer esto muy en serio desde chico.”

A los 18 años Julián empezó a trabajar en lo que define como un “restaurante olvidable”, pero que tenía una cocinera italiana como jefa de cocina que le enseñó el tríptico de profesionalismo, disciplina y esfuerzo que aún tiene incorporado. Maria Serventi, se llamaba. “No podía insultar adentro de la cocina, no podía correr, era buenísima, sabía un montón”, dice. El restaurante, como varias empresas y comercios de Argentina, fue devorado por la crisis económica y social de 2001, el golpe de gracia tras demasiados años de políticas neoliberales en el país. Julián recuerda que, uno de esos días, su papá lo llamó por teléfono al trabajo. “Me dice: ‘Te paso a buscar, hay estado de sitio’. Salimos y la calle estaba explotada. Un momento muy de nuestra generación, no hay futuro o estaba todo por hacerse. Y para mí fue una oportunidad”.

Buscando trabajo, preguntando a conocidos, enviando currículums, Julián empezó una conversación con un amigo de su hermano que terminó en la apertura de su primer bar. Juntos armaron Casa Chai, en Villa Crespo; una casa transformada en bar, con baño con ducha, dealers, y una caravana de hombres y mujeres que cantaban la coda de la fiesta de cocaína y convertibilidad del menemismo. “Aprendí mucho ahí, porque tuvimos que lidiar con la policía, con los faloperos, con la noche más under porteña que sobrevivía como un reflujo de los noventa.”

Cuando cerraron Chai, los socios se separaron. Julián y su novia Florencia salieron a buscar local para un nuevo bar. Ambos tenían 22 años. Julián le había pedido una camisa y un saco a su hermano para parecer más grande. Dieron con un local en Thames 878, en Villa Crespo. En esa época no existían la moda de los bares o de la cafetería especializada, ni de las cervecerías, ni nada parecido. Los bares de referencia en la noche porteña eran Mundo Bizarro y Gran Bar Danzón. “Yo quería hacer algo entremedio de los dos”, dice Julián. “Que sea un poco más noche rocanrolera como Bizarro, y un poco más de sofisticación como el Danzón, con coctelería. Una cosa rockera, joven, con un bar con nuestros valores: plural, abierto. Terminamos armando un boliche con dos mangos que fue un boom. Tenía una vibra joven de una generación que se empezó a interesar por la gastronomía desde otro lado; una noche más limpia, no pesada, una noche de los 2000.”

“Cromañón cambió el juego”, dice Julián. El 30 de diciembre de 2004, en el local República de Cromañón, en el barrio del Once, se produjo un incendio mientras tocaba la banda de rock Callejeros. El lugar, que no contaba con condiciones de seguridad adecuadas, estaba repleto de chicos y chicas. Tales condiciones derivaron en una de las tragedias más grandes de la cultura juvenil en Argentina, donde fallecieron 194 jóvenes y hubo más de mil heridos. El acontecimiento sacudió al país, generó cambios en los gobiernos nacionales y municipales, y procedió a un debate sobre las prácticas culturales de una generación que estaba entrando al nuevo siglo. Este proceso devino en un cambio cultural en la industria del entretenimiento y de la gastronomía, por lo tanto, de la noche. “Desaparece el under, los boliches ilegales, sin habilitación, de reviente. Empiezan los caminos de legalización”.

En ese contexto, Julián crea el bar 878, en referencia a la numeración donde está ubicado en la calle Thames. El escritor Rubén Mirá lo definió como “el primer bar nocturno sin cocaína de la noche porteña”. La cocinera Narda Lepes, como el bar donde iban los gastros cuando cerraban.  “Queríamos que fuera un bar para nuestros amigos y colegas. Después vinieron los bares exclusivos, que tenías que ir vestido de tal modo o pasar un password para entrar, que jugaban a la Ley Seca. Nosotros hicimos algo opuesto a eso. El nuestro era un bar escondido, a puertas cerradas, pero abierto para todo el mundo. Uno de los primeros speakeasy. Ese chiste este año cumple 20 años.”

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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A 878, le siguió el bar Florería Atlántico. Julián estuvo tres años y vendió su parte a los socios. “Me sirvió para darme cuenta que no quería estar más en una gastronomía nocturna, farandulera, falopera”, dice. “Ahí me di cuenta que quería otra cosa, una gastronomía más diurna, que sea para el resto de mi vida. No quería terminar de trabajar a las cuatro de la mañana, escuchando a un borracho”.

Su próximo objetivo fue reabrir Los Galgos, un bar histórico, notable como se los llama, de Buenos Aires, que estaba cerrado luego del fallecimiento de sus dueños originales, la familia Ramos. Julián, cuando era estudiante del Pellegrini, un colegio universitario donde va parte de la elite intelectual porteña, iba bastante a tomar café con leche y medialunas. Le gustaba que, en los noventa, en los años de mayor apertura comercial, no se había convertido en un Pizza y Café, como otros bares de la zona. “Cuando lo encontramos y lo vinimos a ver estaba como en 1930, yo me volví loco, dije ‘es esto’”.

Con ayuda de sus padres arquitectos lo remodelaron, para que conservara el ambiente original. Hubo que hacer varias reformas: la cocina; instalaciones eléctricas y sanitarias; baños nuevos, dejando las letrinas a un lado como huella histórica. “En un barrio con cada vez más competencia de cadenas de comida. Nuestra pregunta fue cuál es la identidad del lugar. La idea no era mantenerla por romanticismo, sino ver qué de lo malo hay que cambiar y qué de lo bueno de la tradición se puede mantener. Eso construye cultura e identidad y le da un valor a su comunidad.”

La reinauguración de Los Galgos fue en el 2015. La zona, en pleno centro porteño, no era parte del boom gastronómico de Palermo y aledaños. Por el contrario, el local estaba rodeado de pizzerías, casas de comidas rápidas y de bocas y piernas apuradas. Julián, con cierto orgullo, luego de saludar a un cliente habitué que se le quejó en broma porque no prendió el aire acondicionado en la vereda, dice: “Abrir Los Galgos fue una patriada. Se me cruzaron todas las cosas que tenía en la cabeza. Retomar una historia familiar, defender una soberanía gastronómica, salirme de la noche y defender un lugar que lo sentí una demanda generacional: si nosotros no hacemos cosas para mantener los lugares históricos y no transformarlos en museos para turistas, quién mierda lo va a hacer.”

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Comer en restaurantes y bares es uno de los goces que nos podemos dar en el capitalismo terapéutico, dice el ensayista Agustín Valle, amigo de Julián desde hace treinta años. En Argentina, tal mercantilización del goce generó un boom gastronómico con varias divergencias políticas en su interior. “Hay miles de batallas y diferencias”, dice Julián, coautor del libro de recetas Cocina porteña (Planeta, 2023).  “La primera, qué tipo de cultura queremos. La gastronomía es una parte central de la cultura. Es fácil verlo en Chile. El modelo neoliberal destrozó la identidad gastronómica, son todas cadenas multinacionales. Casi no tiene gastronomía propia, se fue demoliendo detrás de la idea de ser el primer mundo. Argentina tiene una resistencia a eso; tiene sus pequeñas batallas, por ejemplo, cómo le decimos al café. Que en Buenos Aires le digamos latte al café, y no le digamos café con leche o cortado, es un problema trágico y elemental al punto que cambiaron el lenguaje; o que en un café de cadena te quieran vender un bagel de salmón es una derrota cultural.

- ¿Qué entendés por gastronomía argentina?

- La cocina argentina es la mezcla, la mixtura, de las distintas corrientes migratorias con los productos y sabores locales que vienen desde el siglo XVIII. Nosotros trabajamos mucho con eso. Acá la carta la armamos con teóricos e investigadores, como Carina Perticone, para buscar recetas originales. Terminamos editando un libro de la primera gastrónoma argentina, de 1875; una señora de la alta sociedad que publicó con seudónimo La perfecta cocinera argentina, que habla de los ingredientes y sabores locales, donde la nomenclatura cruzan sabores europeos con localidades; Trucha a la Miramar, por ejemplo.

- ¿Sería una comida de varios idiomas?

- La gastro argentina sigue siendo una mezcla, hoy incorpora la arepa, u otras migraciones de los últimos cinco años. Está moviéndose, es recontra vital. Lo lindo de la gastronomía es que incluye a su trabajador. Es el primer integrador social que existe, como gran motor, cualquier inmigrante que llega a la Argentina trabaja en gastronomía, hoy en día como repartidor si se quiere. Pero siempre el inmigrante trabajó en cocina. Y eso hace que todo se acelere. Por ejemplo, vos llegas a la cocina y está todo el personal comiendo arepas, porque Brian quiso agasajar a sus colegas. Y eso pasa todo el tiempo, ese intercambio, esas mezclas que van contra lo puro. Que la arepa pase a ser parte de la gastronomía argentina es cuestión de tiempo.

- Tu formación proviene de la cultura de izquierda, ¿cómo se llevan tu concepción ideológica con tu lugar de dueño, de propietario?

- Me costó muchos años de terapia [risas]. Valle todavía me jode. La semana pasada me dice: “¿Sabés el nombre de todos a quienes les sacás el plusvalor?”. Fuera de joda, adscribo a lo que dice el Pepe [Mujica, expresidente de Uruguay]: el problema no son las empresas, es el capitalismo. Creo que la función social que nosotros cumplimos o el tipo de laburo que intentamos generar tiene más que ver con nuestros valores que con la posibilidad de buscar otras alternativas de organización.

- ¿Y qué forma de conducción tenés como líder?

- Intento tener otro tipo de vínculo con los empleados. Soy empleador, no es que me crea el amigo de la gente. Pero sí me propongo generar condiciones para que la gente se desarrolle, crezca, tenga un lugar de laburo que te dé mucho más que un medio para ganar dinero. Eso es lo que siempre me importa. No es el qué sino el cómo. La gastronomía hoy es una mierda, es un territorio hostil, muchos trabajadores están ilegales para bajar los costos y ser más competitivos. Nosotros buscamos otra cosa, generar un espacio de contención, que la gente que trabaja se sienta bien es importante.

- ¿Cómo campearon la pandemia?

- Durante la pandemia no despedimos un solo trabajador. Terminamos el contrato solo de los que estaban en el período de prueba, que habían entrado hacía menos de dos meses. Empezamos a generar redes de contención porque nos dimos cuenta que éramos parte de una comunidad que trascendía la relación empleador-empleado. Los empleados venían a buscar comida. Seguíamos produciendo morfi, no solo para los chicos que estaban trabajando, sino para su familia. Armamos bolsones de comida, para que puedan comprar una vez por semana a precios mayoristas. No creo que eso vaya a solucionar los problemas del capitalismo. Sí creo en el hecho de buscar diversidad, de que haya ese respeto, de buscar trabajadores que vengan del margen.

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El bar La Fuerza, en el barrio de Chacarita, fue uno de los últimos hits de la gastronomía porteña. En pleno auge y desarrollo de las cervecerías —que además de imponer una industria artesanal alentó un espacio de consumo intergeneracional, en un espacio y un horario donde se cruzan jóvenes con viejos, padres con hijos y solteras con amigas—, Julián, junto con amigos, creó una vermutería. Sin embargo, antes del local estuvo la uva, la idea de crear un vermut local.

“Soy sommelier y me interesa mucho el mundo del vino. Sabía que no iba a poder hacer un vino, aunque en algún momento estuvo la fantasía. Y pensé: tiene más sentido hacer un vermut. Somos amigos con Seba Zuccardi, de bodegas Zuccardi, desde hace más de dos décadas. Lo llamé para hacer una barrica para 878. Seba, que es un animal, me dijo dale, hagámoslo, pero hagamos mil litros. Ahí nos juntamos con otros dos amigos, Agustín Camps y Martín Auzmendi, que vienen del mundo de las bebidas. Lanzar un vermut al mercado es casi una tarea imposible si no tenés una estrategia. Y ahí apareció el bar. Salimos con una categoría de vermut que no estaba en el mercado. El bar era la mejor plataforma.”

El nombre La Fuerza llegó después de larguísimas sobremesas bien regadas. La propuesta final fue de Florencia, la compañera de Julián. Remite a la fuerza de la naturaleza, de los inmigrantes, de lo femenino. “Un producto argentino, con identidad local, soñado, pensado y elaborado en los Andes”, con hierbas locales, tanto en su variación malbec como torrontés. El vermut La Fuerza no solo se consigue en el bar porteño que lleva su nombre, sino que se exporta a otros países, como Chile, Estados Unidos, Perú, Alemania y España.

El vermut fue pensado y elaborado entre amigos, cerca de la cordillera andina, de la nieve; pensado contra la marea del boom gastronómico, de la internacionalización de los sabores, que, sin criterios, todo lo devora.

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En Buenos Aires solo nevó tres veces. La primera, en 1918; la segunda, en 1957, en El eternauta, la novela gráfica de Oesterheld; la tercera, el 9 de julio del 2007. La última vez, Julián tenía un asado programado con su amigo Agustín Valle, una de las primeras personas en detectar su vocación por la cocina; a los 18 años, recuerda Julián, en la edad simbólica donde podés entrar al mundo del alcohol, le regaló sus primeras copas de vino.

Valle, habituado a mirar el Servició Meteorológico, le dijo que ese día, el 9 de julio, feriado nacional que celebra el Día de la Independencia en Argentina, estaba anunciado una tormenta con lluvias fuertes. Julián, en un gesto grandilocuente y exagerado, le respondió: “Yo te hago el asado con tormenta y aunque nieve”. Cuando cayó el primer copo de nieve, en la parrilla ubicada en la terraza de la casa baja de Julián, ambos sonrieron y tiraron más leña al fuego, a unas llamas desmesuradas que los iluminó mientras tomaban vino y jugaban a embocar nieve en las copas. En la parrilla, un matambre de vaca cerrado como un libro, dorado por el lado de la grasa, los esperaba.

- ¿Fue una buena comida?

- Buenísima. Una comida con cariño siempre es una buena comida.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.

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