En Argentina tirás una semilla y crece un tomate, se suele decir apelando a ciertas virtudes fértiles y mágicas de nuestra tierra. A la misma canasta de frases populares, podríamos agregar: soltás una idea y se arma un debate. O una grieta, retomando una figura que se volvió business mediático-partidario más que combustible de praxis y pensamiento.
El pasado 9 de junio, en las escuelas de gestión pública y privada de la Ciudad de Buenos Aires, empezó a girar una idea, un rumor que, como una pelota embarrada, dejó manchas en cada rincón que tocaba. El Gobierno de la Ciudad, comandado por Horacio Rodriguez Larreta, figura presidenciable de la coalición de derecha Juntos para el Cambio, iba a prohibir el uso del lenguaje inclusivo en las escuelas. El potencial del rumor, a las pocas horas se convirtió en letra escrita en una resolución oficial. Con firma de la ministra de Educación, Soledad Acuña, se comunicó que se prohíben las expresiones que incluyen la “e”, la “x” o el “@” como “chiques”, “bienvenidxs” o “alumn@s”, tanto a las escuelas públicas como privadas de la Ciudad, en los tres niveles educativos: inicial, primaria y secundaria.
En particular, la prohibición puso el foco en la enseñanza propia de lxs docentes, en las comunicaciones institucionales y en las carteleras que componen el paisaje de cada institución. Esa misma semana, sumando frases a la misma partitura, en distintas entrevistas radiales la ministra Acuña dijo, o dio a entender, que si había docentes que no respetaban la medida iban a ser sancionados. Luego, volvió a subrayar los motivos de la decisión, al menos los oficiales.
El argumento central de la resolución, entre varios puntos, decía: “Resulta fundamental estudiar correctamente la gramática y la función lingüística ya que permite a los/as estudiantes mejorar el uso de la lengua en aspectos como la ortografía y la fonética, como así también comprender mejor la estructura de las palabras (morfología) y organizar y combinar correctamente las palabras en la oración, entendiendo que la deformación del uso del lenguaje tiene un impacto negativo en los aprendizajes, máxime considerando las consecuencias de la pandemia”.
Gabriel Cortiñas, poeta y profesor de literatura en escuelas y universidades de CABA, en un texto que escribió a pedido de una de las instituciones en las que trabaja, reconoce que el diagnóstico “es real y doloroso”; es decir, la forma en que la pandemia afectó a la sociedad, en particular a la educación y al aprendizaje. Pero señala que lo triste es que derive en una “consecuencia falaz aunque no inocente”. En sus palabras, que determine que “los jóvenes no tienen buena comprensión lectora porque el inclusivo es una traba más.” Y, con una pregunta retórica, agrega: “¿Hace falta que tengamos que destinar tiempo de nuestro valioso día para responder esto? Parece que sí”.
Entonces, junto a escritores y escritoras, ahí vamos.
* * * *
Antes de continuar, para tirarles un salvavidas a aquellos que recién están cruzando el océano de la RAE, detengámonos unas líneas para contar qué es el lenguaje inclusivo.
Desde hace varios años, en la Argentina se viene dando un fenómeno lingüístico que viene asentándose con fuerza y volumen en las aulas, en particular; y en otros espacios artísticos, sociales, políticos, en general: el uso del lenguaje inclusivo, sobre todo por parte de las generaciones más jóvenes.
Para no meter a todos los enunciados en la misma bolsa, es importante saber que el lenguaje inclusivo es un uso del lenguaje que intenta visualizar las desigualdades entre géneros y reparar la omisión de todas aquellas identidades de género que no sean la masculina en los modos de designación y configuración escrita y/u orales.
Existen muchas formas de lenguaje inclusivo, por ejemplo, el denominado lenguaje no sexista, que incorpora distintas estrategias para evitar el uso del masculino genérico. También puede ser el género femenino sumado a la referencia masculina, el empleo de sustantivos genéricos o colectivos, el uso de la arroba, la metonimia, la omisión de artículos y pronombres, entre otras.
Sin embargo, como comentan lxs investigadores Sandro Ulloa y Ana Carou, “el lenguaje inclusivo propiamente dicho es el lenguaje inclusivo no binario, es decir, una forma que reemplaza las vocales que permiten asignación de género binaria por letras como la ‘x’ o la ‘e’, ya asociada en el castellano al género neutro. Este último caso es el que más se ha discutido porque se incorpora también en el habla, más allá de la escritura, y ha sido muy difundido en algunos espacios y contextos y, a su vez, muy discutido por las instituciones normativas.”
* * * *
El lenguaje verbal, sus transformaciones, atraviesa la totalidad de las prácticas sociales, no solamente las que se desarrollan en instituciones educativas. Por eso, atender a la dimensión lingüística no debe ser pertinente a un grupo de funcionarixs o lingüistas o referentes mediáticos, sino responsabilidad de toda la sociedad.
El ensayista Agustín J. Valle, que acaba de publicar el libro Jamás tan cerca. La humanidad que armamos con las pantallas (Paidós), reconoce que le dio bronca la medida porque está hecha desde la saña y el castigo. En sus palabras, “no están persiguiendo solo a la gente, sino a un acontecimiento que se da en el plano del lenguaje; pero también que se teje en una correlación estrictamente política, es decir en la relación de los sujetos, de los cuerpos en una sociedad, y la distribución de sus derechos. Qué derechos tiene cada quién. Incluso, quién tiene derechos sobre el lenguaje. No se está usando al poder público, al poder normativo, para defender la vida, para defender a nadie, digamos; sino para restringir”.
Cuenta Valle, con los codos apoyados en una mesa del bar notable Los Galgos, su centro de operaciones gastronómicas y sociales, que la normativa le hizo acordar el libro Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Un texto que le avisa a la ley lo que le puede pasar con los cuerpos. Valle, recordando la novela, dice: “Adriano le advierte a su sucesor: ¡ojo!, que las leyes y las normas que quedan demasiado vetustas, desfasadas respecto de los usos y costumbres de la sociedad, deben ser erradicadas, porque incluso caen en el desprestigio y pueden contaminar el conjunto del sistema normativo”.
* * * *
Santiago Llach es un escritor extraño dentro del panorama de la literatura argentina de las últimas décadas. Es un escritor con poca obra si nos referimos solo a sus libros. Sin embargo, como un escritor-performance, su obra también se puede contar por fuera de sus libros. Fundó dos editoriales, colaboró en medios, trabajó como freelance en Emecé/Planeta, tradujo libros del inglés al español. Y, sobre todo, creó un taller de lectura y escritura que se volvió una comunidad en sí misma. Llach no es un escritor de escritores, sino que es un escritor para escritores: los forma, ayuda, acompaña, hasta que abandonan la casita de sus viejos con un libro propio bajo el brazo.
Llach tiene una visión disidente a lo que el microclima literario local cuece en las redes respecto al lenguaje inclusivo. Una disidencia que se encarga de marcar cierta distancia a las almas sensibles que habitan —en sus palabras— esta “época muy literaria, de sensibilidades meméticas, de identidades ofendidas llenas de viralización en los puños, de ideologías colgadas de la foto de perfil como máscaras asépticas de nuestra deformidad interior”. Ante la consulta de COOLT, su primera respuesta reflejo fue “prefiero eludir el compromiso urgente de pronunciarme a favor o en contra” de la normativa. Sin embargo, pronto agregó: “No estoy a favor, pero estoy en contra de estar en contra”.
En un largo correo, del que solo hay espacio para reproducir un botón, completa:
“Es una polémica llena de equívocos. El lenguaje inclusivo no es un lenguaje ni es inclusivo: incluye pero también excluye: hay gente que se autopercibe incluida y otra (equivocada, razonable, quién tiene autoridad para decirlo) se siente excluida. La Organización para las Naciones Unidas dice que no hay que confundir el género gramatical, el género como constructo cultural y el sexo biológico. Puede que el plural genérico castellano en masculino tenga que ver con modos machistas históricos, pero eso es incomprobable. Los cambios propuestos, por otro lado, son difícilmente aplicables si se generalizan. Algunas personas, algunos sectores sociales o etarios, usan algunas expresiones en plural con la e, casi como un gesto. Ninguna gran organización gubernamental puede usar coherentemente y en su totalidad los cambios en los morfemas del plural. La llamada prohibición del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, si bien expone en sus considerandos una idea del lenguaje un poco confusa (la idea de que el lenguaje puede ser tergiversado, como si el español fuera un tesoro inamovible contenido en un baúl) no difiere en espíritu demasiado de las recomendaciones de la ONU, más melódicas a oídos de cierto sector de la opinión: ‘no usar expresiones discriminatorias, visibilizar el género cuando lo exija la situación comunicativa, no visibilizar el género cuando no lo exija la situación comunicativa’”.
* * * *
Ana Ojeda fue una de las primeras escritoras en Argentina en utilizar el lenguaje inclusivo en su literatura. En su novela Vikinga Bonsái, editada en 2019 por Eterna Cadencia, consolidó un proceso de experimentación que fue elaborando y creciendo desde sus libros anteriores. Recientemente acaba de publicar Furor fulgor, por Random Mondadori. En la primera página se puede leer:
“(...) El lenguaje inclusivo, que la juventud adoptara por principio y la decrepitud en chiste, fue inicio de una crisis terminal de la lengua en tanto código común a la cuerpa social. Cada una empezó a significar lo que quiso con palabras que alguna vez habían hablado de otras cosas. Estadio último del capitalismo (vale decir, del patriarcado), el deseo personal, su designio caprichoso, atacó como vih novedoso la lengua, socavándola, agujereándola, volviéndola imposible. Cortado lo compartido del sistema, quedó solo lo individual, a la deriva. Proliferaron modos de decir insulares, los famosos “idiolectos” de otras épocas. Desbocada polisemia imperó convertida en hegemón, virus pululante anhelante de cuerpas por ocupar para, muy enseguidamente, descomponerles el hablar.”.
En Furor fulgor, con elementos de la sátira y de la distopía, Ojeda construye un universo, un territorio, una ciudad demasiado parecida a la Buenos Aires actual, mejor dicho, a la mixtura de capas geoideológicas que la componen. En la novela, tal como anuncia la contratapa, el Gobierno Argentino de Tipo Ornamental (GATO) obliga por decreto el uso del lenguaje genérico femenino para todo el territorio nacional. Una medida proselitista, que busca sumar adhesiones de la marea de mujeres que sacude las calles y redes, pero que, como le dicen las voceras del Partido del Cambio a la vocera de la RAE, Artura Páraz-Ravarta, es un cambio para que “todo siga igual”.
Ante la consulta de COOLT sobre el debate en torno al lenguaje inclusivo, Ana Ojeda responde:
“Lo que deja en evidencia la disputa acerca de si debemos o no incorporar el lenguaje inclusivo (entendiendo por este el uso de la ‘e’ como morfema de género neutro: todes, bienvenides, etc.) a nuestra práctica discursiva es la idea subyacente de que existe una manera ‘correcta’ de hablar, que a su vez tiene gradaciones: habla mejor quien más reglas respeta. Esto lleva nuestra atención, necesariamente, hacia las reglas: quién las hace, cuándo, cómo, etc. Surge en este punto la sombra opresiva de la Real Academia Española, que se entiende como entidad prescriptiva de usos (cuando sus tareas son descriptivas: ‘Esto existe, funciona así’): ‘La RAE no lo acepta’. Como en el cuento de Kafka, nos encontramos ‘Ante la ley’: todes repiten que el lenguaje es un organismo vivo, pero nadie sabe cómo se operan los cambios, si van a quedar. Siguiendo a Brigitte Vasallo, creo que lo importante del inclusivo es que la inquietud se haya planteado, que estemos discutiendo el lenguaje (y lo que hace y su vínculo con lo que no es lenguaje), más allá de su destino. La mera discusión de este asunto marca un momento de crisis en el statu quo que deberíamos apreciar”.
* * * *
Los escritores y escritoras consultados valoran o señalan que la lengua está pateando las patas de la mesa. Sin embargo, dan cuenta que sobre la tabla queda una pila de preguntas: ¿Una ley puede contener las mutaciones de la lengua? ¿Las instituciones deben estar atentas a lo contemporáneo o conservar la historia de la comunidad? ¿Un decreto anula o alienta lo que proscribe? ¿El uso del lenguaje inclusivo dificulta el aprendizaje de la lectoescritura? En sí, ¿quiénes hacen a la lengua? ¿Cómo se conserva? ¿Por qué se transforma? Y más, la lista sigue. Preguntas que no apuran respuestas, que boyan entre escritores y escritoras, y también en las aulas, las calles, las sobremesas. Preguntas que no buscan cerrar una conversación que, en Argentina y en otros territorios, día a día, noche a noche, continúa abriéndose.