Mamá siempre pensó que yo podría haber nacido muerto, pero nunca expresó ese temor ni antes ni después de mi nacimiento. Ella era una mujer embarazada de 41 años y yo un neonato de siete meses de gestación cuando nos conocimos.
En 1986 arruiné la carrera de Carmen, mi madre. Ella, que años atrás soñó con ser monja misionera para ayudar en el leprosorio de San Pablo, en la Amazonía peruana, había dado a luz a un niño de siete meses que pesaba menos de dos kilos y medio y medía casi 50 centímetros, es decir, el equivalente a una botella de Coca Cola mediana. El niño, vivo, fue alojado en una incubadora. Carmen no pudo ser monja pero que su hijo naciera vivo y después de una preeclampsia severa, el 29 de marzo de un sábado de gloria, si fue un milagro.
En la infancia de todos, y creo que hablo por las antiguas y nuevas tribus generacionales, alguna vez nos han pedido que caminemos derechos, que no encorvemos la espalda. Esa es la frase de mi madre que sigue resonando en mi cabeza, 35 años después de mi nacimiento. Y es que para ella, que mide 150 centímetros, que su hijo de 6 años camine derecho era una forma de libertad, un acta de independencia de la gravedad que la “condenaba” a la estatura baja.
En mi niñez pude ver a Carmen en varios ámbitos de su vida. En lo laboral siempre fue implacable. Trabajaba como jefa en el laboratorio principal de una conocida empresa transnacional de fotografía en Lima. Yo la acompañaba los sábados. Su llegada a ese lugar era el momento en que realmente los chicos —todos veinteañeros— arrancaban a trabajar. Su carácter potente y ágil convertía ese laboratorio en una pista de fórmula uno. Su felicidad contagiaba, su rectitud invitaba al trabajo serio y sus bromas relajaban el ambiente. Su presencia ocupaba todo el lugar; su escritorio, no más de dos metros cuadrados a un lado de las máquinas de revelados de fotos, en un espacio total que debió ser del tamaño de un campo de fulbito.
Fuera del trabajo, ella se la paso básicamente bailando. Bailaba en las reuniones desde la altura de sus tacos nueve, en casamientos, en domingos familiares, en la casa, mientras veía televisión o mientras regaba el jardín trasero. Todos los días en que la radio de aquellos años noventa marcara el volumen suficiente para que sus pies empiecen a moverse. Cuando Carmen intentaba sacarme a bailar, en la soledad de la sala de mi casa, yo corría ruborizado y disforzado a mi cuarto, asustado porque me daba mucha vergüenza bailar esa música extraña para mí. La canción ‘Caballo viejo’, un ballenato del autor venezolano Simón Díaz, conocida por medio mundo y que ha sido versionada por Juan Gabriel, Julio Iglesias, Gilberto Santa Rosa y un camión repleto de etcéteras, no dejaba de repetirse cada vez que mi mamá se quedaba en casa. Aprendí la letra contra mi voluntad y se quedó en mi cabeza como un tatuaje. Mi madre la olvida hoy de tanto en tanto, y yo se la recuerdo.
Carmen y yo no éramos cercanos. Más bien cada quien empezó a hacer su vida al final de mi etapa escolar. Ya para entonces me había ido a vivir fuera de casa, así que la veía muy poco. Ella por su lado siempre disfrutaba de su circuito de amigas y las charlas interminables se daban. Las últimas navidades de mi adolescencia, Carmen las pasaba en la iglesia, las doce de la noche nos encontraban siempre en lugares distintos y creo que eso nos gustaba.
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Recuerdo que era verano cuando llegó de una de sus travesías por quién sabe dónde, visitando amigas y haciendo compras de mercado. Había hecho una parada para ir al médico por una contractura muscular en el cuello de la que venía quejándose varios meses atrás y le habían dicho algo sin sentido: “Es muy probable que usted tenga párkinson”, dijo la doctora. Carmen subía y bajaba las escaleras de su casa como un chiquillo de 15 años y bailaba como una adolescente de 20 ¿Cómo era posible? No había temblores ni nada que se parezca a esa lejana enfermedad que conocíamos solo por el actor Michael J. Fox quien fue diagnosticado a los 29 años formando ese 10% de pacientes menores de 40 años.
Llegó a preguntármelo ella a mí, con asombro. “¿Cómo que párkinson?”, recuerdo que dijo, y pues lo tomé igual de ridículo que ella. Había que buscar otro médico. En ese momento fueron risas tensas, como quien te jala los labios con hilos de ventrílocuo. Tal vez era una forma de empezar a aceptar la enfermedad como una pequeña bola de nieve con un fututo prometedor.
Conocemos al párkinson como la típica enfermedad de los temblores, pero en realidad no es eso exactamente. Suelen haber temblores de manos o pies, pero no es lo único o lo más importante para detectar la enfermedad. En algunos casos los temblores se hacen notorios después de varios años de diagnosticada la enfermedad. “Tampoco todo lo que tiembla es párkinson”, dice el neurólogo Carlos Cosentino, jefe de la Unidad de Párkinson del Departamento de Enfermedades Neurodegenerativas del Instituto de Ciencias Neurológicas de Perú. “La muerte neuronal progresiva hace que falte una sustancia, un neurotransmisor que se llama dopamina. El tratamiento del párkinson es tan sencillo como devolverle la dopamina al cerebro, esa dopamina se devuelve a través de una sustancia que se llama Levodopa. El paciente con párkinson requiere ese medicamento desde que se lo prescriben hasta el resto de sus días”, dice el doctor Cosentino.
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Carmen se tambalea. No puede caminar erguida. Las medicinas como el Biperideno o la Levodopa ayudan mucho, pero también le dan náuseas. De noche, escucho sus pasos cortitos mientras se apoya en las paredes para dirigirse al baño y yo no voy a ayudarla, básicamente por cobarde, por miedo. No quiero aceptar que a mi mamá le cuesta caminar y salir al pasillo a encontrarme con esa realidad me aterra. Mi hija de 6 años teme que ella se caiga. Yo temo por ambas, aunque una salte a la piscina como una campeona olímpica y la otra intente bailar ‘Caballo viejo’ en un pacto con Newton y sus malditas leyes de gravedad.
Mi madre arranca a bailar con todo y sus casi 10 años con el diagnostico de párkinson. Cuando siente que el equilibrio le falla frunce el ceño, me mira y dice: “Agárrame chico, no ves que me puedo caer”, y sigue bailando mientras la sujeto de la mano izquierda. En cada movimiento esboza una sonrisa que demora en aparecer debido a uno de los síntomas de la enfermedad que comunmente llaman “cara de póker” haciendo alusión a los jugadores que no hacen gestos faciales para no revelar sus intenciones en ese juego de cartas. Los pacientes con párkinson pierden gestualidad.
A veces, Carmen no diferencia el día de la noche. Cualquier hora de un día soleado puede ser un motivo para que ella, en cámara lenta, se ponga un pijama y se meta a la cama. De tanto en tanto, al empezar la mañana en casa, desde el teletrabajo, ella ve el reloj y me dice: “Ya son las siete de la noche, descansa”. Ahora que vivo cerca, a ella la siento en las madrugadas, haciendo su vida como si fuera mediodía. A veces envidio su lucidez esquiva. También pienso en que tal vez ambos estamos enfermos, yo como el cuidador y ella como la paciente.
Junto con el alzhéimer, el párkinson forma parte del top de enfermedades neurodegenerativas más frecuentes. “El deterioro de las funciones mentales no es precoz en párkinson, aparece con los años de la enfermedad”, dice el doctor Cosentino y agrega: “Puede haber olvidos y en algunos casos —la minoría— puede haber una demencia que puede confundirse con Alzheimer, sin serlo”. Carmen tiene días en los que pregunta por mi segundo apellido, no lo recuerda. Solo el primero reaparece en la cabeza de tanto en tanto. Es cuestión de suerte.
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Extraño los gritos de Carmen. No los que me retaban, los que me puteaban por algo que yo había hecho, porque de esos fueron muy pocos en la niñez o juventud. Extraño los gritos que tenían que ver con: pásame el diario, tiende tu cama, dónde crees que vas si son las tres de la madrugada, ya no fumes más por favor. Todo esto mientras mi crecimiento se daba. La única persona que pudo hacerle bajar la voz antes del párkinson fue Julieta, mi hija. Con sus pocos meses de nacida, Julieta tenía la capacidad de hacer que Carmen bajara la voz de la misma forma que un Napoleón aparece en el campo de batalla y todo el ejército queda en silencio. Luego la enfermedad se encargaría de disminuir su fuerza en las cuerdas vocales. Eso no ha evitado del todo que mi madre siga gritando o riendo, de una forma menos efusiva y una vez más a contracorriente.
Hoy mido 170 centímetros, pero el cuerpo me pesa y me cuesta no encorvarme desde que recuerdo a Carmen de mis 6 años con su metro y medio, más alta que yo, mientras empujaba mi mentón hacia arriba murmurándome al oído su necesidad de mi rectitud corporal frente a la multitud. En el fondo creo que siempre me fastidió que, aunque niño, alguien esté pendiente de mí. Yo no sé si Carmen está aprendiendo algo con todo lo que hoy mismo le pasa, pero, a mí, cuidarla me enseñó a dejar que me cuiden.
Me cuesta mucho mantener la postura hasta ahora, fracasé en eso. Carmen, o Camucha para sus amigas, o Carmencita para sus familiares o mamá camu / “Aguagua” para su nieta, o señora Carmencita para sus vecinos, nunca logró que yo enderece mi postura. De lo que sí estoy seguro es que logró que camine derecho y feliz, que haga lo que se tiene que hacer sin dañar a nadie y, sobre todo, a seguir bailando, aunque las cosas no salgan como uno quiere. Es hasta hoy que no me alcanza para agradecerle todo lo aprendido; aunque yo haya empezado finalmente a conocerla cada vez más y ella me vaya olvidando, poco a poco.
Este texto se publicó el 9 de abril de 2022 en la revista sabatina Somos del diario El Comercio de Perú, a propósito del Día Mundial de la Lucha contra el Párkinson.