Un grupo de jóvenes se ha reunido en el puente San Marcos Lempa, la emblemática infraestructura que permite cruzar el ancho caudal del río Lempa, que riega de norte a sur El Salvador. El tráfico de vehículos, desde camiones pesados hasta bicicletas, es incesante sobre la carretera principal que conduce hacia el extremo occidental del país. El puente divide los municipios de Tecoluca y Jiquilisco, en los departamentos orientales de San Vicente y Usulután, en la zona próxima a la desembocadura del río. Son las horas del atardecer y el sol, como cada día, esconde su brillo tamizando un sereno paisaje que extiende sus destellos hacia la manta verde del bosque de Nancuchiname, admirable pulmón que forma parte de la Reserva de la Biosfera.
Las chicas y los chicos de ambos municipios se han reunido conscientes de la importancia de proteger la diversidad biológica que alberga su territorio, en torno a la Bahía de Jiquilisco, un área de humedales que abarca cerca de 400 kilómetros cuadrados. En 2005 fue declarada sitio Ramsar por ser el hábitat de la mayoría de aves marino-costeras de El Salvador. Los jóvenes conocen los peligros y amenazas que sufre este entorno natural, producto de la contaminación, la cual se observa discurrir por el río en forma de botellas de plástico o de espumas viscosas que navegan a sus anchas, como consecuencia de vertidos incontrolables de fertilizantes agrícolas y otros desechos.
Por esa razón, los jóvenes han decorado los muros del puente que permiten separar la parte vehicular de la peatonal con pinturas y leyendas hechas por ellos mismos. Son mensajes multicolores, que aluden a un sentido ecológico, a la necesidad de preservar los recursos naturales que les permiten disfrutar de una vida sana. Pero, sobre la base de ese propósito, subyacen otros anhelos plasmados en pintura, anclados a la necesidad de cultivar una cultura de paz basada en la igualdad, la inclusión social y la participación. El objetivo final es alcanzar un diálogo constructivo y democrático con las autoridades locales y nacionales en la búsqueda de soluciones duraderas para el futuro de la zona.
“El deseo de emigrar no ha desaparecido en el Bajo Lempa”, dice América Morales, una de las jóvenes activistas que hoy coordina al resto para sacar brillo a los murales y quitar la basura acumulada en los linderos de la carretera que atraviesa el puente. “Existe la cultura generalizada de que si no te vas del país no tienes la suficiente dignidad para sostener a tu familia. Eso es precisamente lo que queremos erradicar las personas jóvenes que nos organizamos para realizar este tipo de actividades. Creemos que otro futuro es posible y hay mucho por hacer, como, por ejemplo, defender nuestros recursos naturales y, sobre todo, el agua. Si conservamos el entorno, llegarán otros beneficios”.
Su compañera Cecilia Ayala, lideresa de otras jóvenes en la defensa de los derechos de las mujeres, pone énfasis en la experiencia de la sociedad en el Bajo Lempa para coordinarse y luchar por sus intereses. “La base organizacional es muy fuerte. Hemos heredado la lucha de nuestros padres y abuelos, quienes sufrieron los embates del conflicto armado interno en los años ochenta. La capacidad organizativa que demostraron les permitió salir adelante”.
Un pasado de conflicto y éxodo
Aquellos hombres y mujeres del Bajo Lempa a los que se refiere Cecilia tuvieron que emigrar cuando estalló la guerra civil en El Salvador, en 1979. Muchos marcharon a Nicaragua, donde pudieron establecerse y progresar, hasta que la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, les permitió regresar a su país y ocupar las tierras en las riberas del gran río.
“Empezar de cero no fue fácil”, dice Marvin Morales, el padre de América. Hoy, a su mediana edad, recuerda los momentos en los que aquellos retornados construyeron la aldea Nueva Esperanza, en el término municipal de Jiquilisco, “donde solo había selva”. Ahora es una comunidad asentada, en la que viven unas 50 familias. La ventaja, según él, es que la base social de la comunidad se mantuvo en todo momento. “Veníamos organizados con comisiones de salud, de educación y de otros temas esenciales, relacionados con la construcción de casas y el cultivo de la tierra para producir los alimentos que pudieran sostener a la comunidad”.
Producto de esa herencia, el Bajo Lempa cuenta actualmente con numerosas organizaciones juveniles que intentan motivar a otros jóvenes a trabajar y luchar por su tierra, porque el amor a sus raíces permanece latente en esta zona húmeda y calurosa. Se nota en la impronta de su gente, en la música festiva, en el mantenimiento de tradiciones artesanales como el cultivo de camarones o la producción de la semilla del marañón, una actividad que, pese al aumento de los precios, ofrece un ejército de vendedoras en los márgenes de la carretera principal, agitando los empaques como señuelo para los vehículos que transitan por la vía.
Y de fondo, el constante problema del agua. Edwin, otro joven líder, explica: “Además de los vertidos y el plástico, en el Bajo Lempa es común ver maquinaria para regar las plantaciones de caña, algo inusual en este tipo de sembradíos. Y no hay que olvidar que, previamente, para levantar esas extensiones de cultivo, se han talado miles de hectáreas”. Esta circunstancia, unida al uso indebido de tramos del río para obtener el recurso hídrico, provoca una alteración en el suministro de agua para la mayoría de la población. “Hay hogares que apenas cuentan con dos horas de agua al día”, recuerda Edwin.
Los jóvenes han asumido la lucha por la defensa del agua como un bastión para su desarrollo y arraigo en el lugar. Algunas organizaciones internacionales y ONG les apoyan en esa demanda, conscientes del valor del agua como derecho humano. El agua parece convertirse en un recurso caprichoso en el Bajo Lempa. Esta es una región de lluvias irregulares, producto de cambios climáticos repentinos, en los que largas sequías son quebradas súbitamente por aguaceros que inundan la zona, afectando la habitabilidad de las comunidades y la producción agropecuaria.
Hacer las paces con la naturaleza
La violencia que vive El Salvador a nivel social no se desliga aquí del componente ambiental. La naturaleza vive amenazada y con ella, sus pobladores. Pero estos no quieren volver a épocas pretéritas de conflicto y diáspora. Quienes apoyan la organización social en el Bajo Lempa apelan a un nuevo concepto: hacer las paces con la naturaleza. Esta denominación no pretende ser un simple reclamo poético. Por el contrario, busca transformar la mentalidad, convertir a los jóvenes en agentes de cambio, en educadores, en promotores de un futuro diferente, inclusivo y sostenible. En juego están los bienes comunes del territorio, como el acceso al agua, al aire, el mantenimiento del bosque, de los suelos, de la fauna. En definitiva, se trata de saber interpretar la naturaleza, para entender cómo cuidarla, cómo preservarla.
Hacer las paces con la naturaleza motiva a los jóvenes a organizar caminatas interactivas por el bosque de Nancuchiname, el cual recibe su nombre de una voz náhuatl que significa “cerro de flores y nances”. El bosque, área natural protegida de aproximadamente 1.000 hectáreas de extensión, conforma un refugio para miles de especies de flora y fauna, manteniendo la calidad de agua al brindar funciones de protección contra la erosión, los desbordamientos y las inundaciones. Un grupo de guardarecursos se afana por mantener intacto este resquicio de naturaleza desbordante, en el que, después de sortear la espesura, el caminante alcanza la vista majestuosa del río Lempa. Tristemente, la bella panorámica convive con resquicios de basura arrastrados esta vez por incautos visitantes cuya ignorancia reniega de cualquier sentido conservacionista.
“A pesar de los restos de basura que vemos en medio de la vegetación, no me cansaré de seguir luchando por nuestros derechos ambientales a partir de la organización juvenil”, reitera Edwin, cuya alocución gana vehemencia cuando se refiere a los logros que poco a poco han ido conquistando en la zona. “Cada vez más jóvenes apuestan por participar en nuestras actividades y comprobar ese resultado no tiene precio”.
A varios kilómetros de allí, en la comunidad Santa Mónica, en el municipio de Tecoluca, otro grupo de jóvenes trata de organizarse para resolver poco a poco los problemas de una aldea muy alejada de servicios hoy considerados básicos, como el acceso a una buena señal de internet o a una adecuada infraestructura vial. “La carretera está en mal estado y casi no hay servicio de autobús para desplazarnos a otras comunidades”, dice José Elías Morales, uno de los líderes de esta población rural. El aislamiento provoca que los jóvenes se frustren, pero José Elías pone el acento en la creatividad artística de los habitantes y sus ganas de superación. Cada semana se reúnen y, con los materiales que tienen a mano, organizan títeres o “tamborradas”, que aquí conocen con el nombre de “batucadas”. Con estas iniciativas animan a la participación de otros jóvenes y en ellas incorporan los mensajes de conservación ambiental y derecho al agua.
Educación a los niños
América redunda en la importancia de apoyar a la juventud de estas comunidades para que no decaiga en su lucha. Y ello pasa, en su opinión, por la inducción a los niños y niñas. De hecho, es una de las actividades que más le gusta desarrollar. Mediante la lectura de cuentos y la realización de actividades lúdicas, transmite la importancia de la conservación y el respeto por el medio ambiente. “Es un doble reto ser mujer y vivir en zona rural”, dice, “pero ese desafío me motiva, sobre todo cuando veo a algunas niñas que a su temprana edad muestran signos de liderazgo”.
Cecilia apuntala el pensamiento de su compañera. No cejará en continuar con este trabajo de motivación hacia los jóvenes desde el discurso ambiental, a pesar de la falta de recursos u otras dificultades que puedan adolecer. “Hay que seguir con esta lucha, porque es la única vía. Los ríos se están secando y es un hecho que no podemos obviar. Es verdad que tenemos apoyo de algunos proyectos, pero finalmente esos proyectos se acaban y la lucha en el territorio permanece. No podemos aflojar”.
Así es la fuerza de la juventud en el Bajo Lempa, algo admirable en un país, El Salvador, casi siempre entendido desde los estereotipos que imponen las maras y los perpetuos problemas de violencia. Una fuerza distinta subyace entre ese ambiente devastador para trazar un nuevo futuro, un nuevo sueño de paz y diálogo en armonía con la naturaleza. Así lo indican los coloridos mensajes pintados por los jóvenes en el gran puente sobre el río Lempa. Cada tarde el sol los realza con sus rayos oblicuos antes de sumergirse en el muro frondoso del Bosque Nancuchiname.