En enero de 2021, pocas horas después de que seguidores de Donald Trump invadieran el Capitolio en Washington porque no aceptaban la derrota ante Joe Biden, Jair Bolsonaro, alineado con el millonario exjefe de la Casa Blanca, disparó: “Si no evitamos el fraude en las elecciones de 2022, si no logramos auditar las elecciones, tendremos en Brasil un problema peor que el que vive Estados Unidos”.
Dos años después, el domingo 8 de enero de 2023, a una semana exacta de la asunción, por tercera vez, de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente de Brasil, la profecía se concretó con un ataque a las instituciones democráticas del país por parte de miles de seguidores de Bolsonaro que no reconocen la derrota del ultraderechista en las elecciones del pasado octubre. Durante unas horas, los asaltantes ocuparon el Palacio del Planalto (sede de la presidencia), el Congreso Nacional y el Tribunal Supremo. Todo ello con la complicidad de militares en servicio y de la policía encargada de garantizar la seguridad en Brasilia, una capital diseñada a puro vidrio y concreto tamaño XXL por el arquitecto Oscar Niemeyer.
Fue como el asalto al Capitolio en versión tropical, con una resolución menos sangrienta y expeditiva, sin muertos, y con el refuerzo de un frente amplio democrático liderado por Lula. El presidente brasileño ha salido robustecido políticamente de este episodio, pero deberá convivir los próximos cuatro años con una ultraderecha inédita que no tiene vergüenza de ser golpista y con bolsonaristas presentes en las Fuerzas Armadas, algunos de los cuales sabían de la invasión y no hicieron nada para impedirla.
El 8 de enero, los miles de asaltantes de Brasilia —de los cuales cerca de 1.500 han sido enviados a prisión por sedición y actos antidemocráticos— pusieron de relieve el legado de caos del bolsonarismo, convertido en un movimiento que mezcla las saudades de la dictadura militar, el neofascismo, el poder de las oligarquías regionales del agronegocio, el neoliberalismo económico y la realidad paralela retroalimentada, en la palma de la mano, por la pantalla del teléfono móvil.
El país está polarizado como nunca. Si bien el 93% de la población rechaza el ataque bolsonarista, según revelaba el miércoles una encuesta de Datafolha, este Brasil versión 2023 es producto del resultado más ajustado de la historia. Lula venció en la segunda vuelta de las elecciones con el 50,9% de los votos frente al 49,1% de Bolsonaro, primer presidente de la democracia que fracasó en su reelección. A los 77 años, el exmetalúrgico que conoció el hambre, el trabajo infantil y las desigualdades del país top 5 en desigualdad logró recabar el apoyo de un amplio frente político. Pero el presidente que gobernó entre 2003 y 2010 en la gestión más exitosa social y económica de Brasil no minimizó en ningún momento a su contendiente. “Podemos derrotar a Bolsonaro, pero el bolsonarismo seguirá”, alertó el día anterior a su elección. No se equivocó.
Para entender un poco el movimiento que ha desembocado en este Capitolio tropical es necesario recurrir al archivo de los cuatro años de Bolsonaro. El líder ultraderechista llegó al poder en 2018 luego de que Lula fuera proscripto y preso ese año por una condena del exjuez Sérgio Moro por corrupción en el marco de la Operación Lava Jato. Moro luego fue ministro de Bolsonaro, y la Corte Suprema determinó que el exmagistrado —hoy un senador ultraderechista— había manipulado los procesos para encarcelar a Lula y matarlo políticamente. En 2018, bajo el Gobierno de Michel Temer, el entonces jefe del Ejército, el general Eduardo Villas Boas, amenazó por Twitter a la Corte Suprema con una reacción militar si liberaban a Lula. La Corte, por 6 votos a 5, decidió mantener a Lula preso. Renacía allí el poder militar que estaba sumergido desde 1985, tras 21 años de dictadura.
En sus cuatro años de gobierno, Bolsonaro entregó el manejo de la economía a Paulo Guedes, un economista del mercado financiero que trabajó para la dictadura de Augusto Pinochet en Chile —la cual todavía reivindica—, y cedió parte de la agenda política a la derecha tradicional en el Congreso. A cambio, Bolsonaro se transformó en un líder de masas inédito, que siguió el recetario de Steve Bannon, el gurú de Trump: pactar una agenda de costumbres con el poder evangelista para penetrar en las clases bajas, enarbolar un discurso anticomunista para las clases medias y otorgar todos los beneficios a las clases altas, sobre todo al agronegocio antiambientalista. Y, de fondo, la flexiblización del armamento, que permitió que, en menos de cuatro años, un millón de personas pudieran adquirir y portar armas de fuego. “El pueblo armado jamás será esclavizado”, decía uno de los lemas de campaña de Bolsonaro.
El 8 de enero brasileño nació el 1 de noviembre, justo después de las elecciones, cuando los bolsonaristas evitaron reconocer la victoria de Lula e iniciaron el bloqueo de las principales carreteras del país. Bolsonaro pidió a los manifestantes que liberaran las vías, pero al mismo tiempo advirtió que “la justicia electoral había sido parcial”. Eso incendió más a los ultras, que decidieron montar campamentos frente a los cuarteles del país para pedirles a los generales un golpe contra Lula. Los campamentos crecieron y se transformaron en verdaderas ciudades con comedores, baños, tiendas... y mucho dinero para mantenimiento. La alimentación principal de la protesta eran las redes sociales. Las cadenas de WhatsApp anticipaban un autogolpe de Bolsonaro, pero lo cierto es que nada de ello ocurrió y el líder ultraderechista abandonó el país dos días antes de la toma de posesión de Lula con rumbo a Orlando, Estados Unidos.
Desactivar los campamentos de bolsonaristas era una de las cuestiones más complicadas para Lula, ya que el Ejército nunca quiso sacar a sus propios seguidores a la fuerza. La protección de los militares hacia los golpistas se ha convertido ahora en el principal desafío para el presidente: el 8 de enero, la tropa de elite del Ejército que defendía el Palacio del Planalto no actuó y la policía de Brasilia dejó hacer a los manifestantes. “Ningún general se movió para sacar a estos golpistas, eso no puede ser”, criticó Lula.
Brasil nunca procesó ni juzgó a los responsables de los crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura iniciada en 1964 y terminada en 1985. El pactismo de la época ha impedido llevar a los tribunales a los militares que, con o sin Bolsonaro en el poder, hoy todavía reivindican el golpe de Estado que sumergió al país en 21 años de represión.
Para Alcides Costa, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Brasilia, que Lula, como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, pueda sacar a los militares de la política “requerirá de tiempo y de un proceso”. Según este analista, “será contraproducente ir ahora directamente y rápido contra los militares, será parte de un proceso. Confundir Fuerzas Armadas con bolsonarismo puede ser un error grave”. Por el otro lado, el Partido de los Trabajadores y sus aliados de izquierda presionan para descabezar rápidamente al Ejército de los bolsonaristas y los prodictadura.
Para Lula, un fundamentalista de la negociación, será una prueba inédita. Por el momento ha logrado unir a las instituciones e incluso a gobernadores bolsonaristas e imponer su ritmo de agenda. Pero su Gobierno quedará marcado por la relación de fuerzas entre civiles y militares, un proceso que ya muchos llaman la “desbolsonarización” del país.