Toda historia de amor tiene dos partes. O tres. O cuatro. O millones. Como tal, puede ser narrada desde distintas perspectivas, ángulos, voces, situaciones. Incluso, luego de varios años, suele pasar que hasta los mitos fundacionales difieran: cada parte cuenta su comienzo. La historia de amor de River Plate, de sus hinchas, con Marcelo Gallardo, el técnico más exitoso del club argentino, también puede tener varios inicios según qué ciudadano de este “país menos algunos”, como decía el inmenso Ángel Labruna, la cuente.
Puede empezar con el debut de Gallardo como jugador, a los 17 años, con el número 10 en la espalda, el 18 de abril de 1993, frente a Newells Old Boys. O en su segunda etapa en River en 2003, luego de haber brillado en el Mónaco de Francia, o en su segundo regreso al club como jugador en el 2009. O, en cualquiera de los 300 partidos que vistió la camiseta con la banda roja, el manto sagrado, como se dice en lenguaje riverplatense. También existirá el hincha que diga que el 27 de julio de 2014, cuando debutó con un triunfo como técnico, se le despertó una confianza devota en Gallardo y, cual profeta, empezó a idolatrar en perspectiva por los ocho años y medio de gloria que vendrían. Seguro, una gran mayoría, elegirá el 9 de diciembre de 2018, el día de la final eterna, donde River logró derrotar al rival de toda la vida cuando ambos respiraban por igual.
Aunque pensemos y miremos hacia adentro, a los lados de nuestro cuerpo que vibran como tribunas, cuesta encontrarle un comienzo preciso a esta historia hermosísima. En todo caso, para lograr una aproximación, habría que seguir el consejo del escritor norteamericano Sam Savage en la maravillosa novela Firmin. Ante un dilema similar, dice: “Buscar el principio de un acontecimiento es como perseguir la fuente de un río. Por lo tanto, para tener algo parecido a un principio hay que hacer como el cartógrafo: clavar la aguja del compás en el pasado y ahí, en ese punto azaroso, será donde comienza el Amazonas.”
La aguja del compás de mi historia de amor con Gallardo, la parte íntima y chiquita que me toca en este bordado de millones, cae en un día, un horario y un meridiano que, si cierro los ojos como alguna vez él nos pidió, puedo verlo, tocarlo, olerlo.
La fecha: diciembre de 2016. River acaba de ganar la Copa Argentina en una final —para volver a ver mil veces— contra Rosario Central. Al terminar el partido, Gallardo, también conocido como Napoleón, se quedó parado en el medio de la cancha contemplando su futuro. Y, claro, su pasado: ese contínuum de acontecimientos que, como técnico de River, incluía seis copas, dos eliminaciones directas a Boca Juniors en torneos internacionales, decenas de masterclass de fútbol, carácter cuando no se jugó bien y, en particular, la noche que empujó a que su archirrival, de local, le tirara gas pimienta a los jugadores de River, como hace la policía ante manifestantes, y abandonaran el juego ante un resultado que les era adverso en la Copa Libertadores de 2015, que luego obtuvo River. Con esos pergaminos en su espalda, Gallardo, de pie en el medio de la cancha, mientras sus jugadores festejaban en un arco, contemplaba su futuro. Un futuro que ni él podía llegar a soñar, como dijo luego.
En los días siguientes, se especuló que no iba a continuar como técnico de River. Sabio, apretó pausa cuando todos le pedían vértigo: se tomó una semana para decidir. La conferencia de prensa en que iba a comentar su decisión me sorprendió manejando. Iba por una avenida que llaman La Colorada, en la zona sur de la provincia de Buenos Aires. En la radio tenía puesto el dial en AM, en uno de esos programas donde cuatro gordos hablan de fútbol. Cuando anuncian que Gallardo iba a hablar, estacioné en la banquina. Roto el aire acondicionado, tenía la ventanilla baja para suavizar el calor de diciembre. Entre el murmullo de los colectivos que me pasaban cerca y el dial mal sintonizado, llegué a escuchar: “Me quedo un año más”. Como si hubiese escuchado los goles que continuaron llegando, empecé a tocar la bocina hasta dejarla sin voz.
Lo dicho sucedió en la mitad exacta de su ciclo como técnico de River. No era consciente dónde empezaba mi amor por Gallardo ni su dimensión, hasta que lo vi alejarse, hasta que vislumbré una vida sin él.
Lo dicho: una capa geológica más de esta historia hermosísima entre Gallardo y millones.
Lo dicho: aún faltaba lo mejor.
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Luego de la final del 9 de diciembre de 2018 en el Estadio Bernabéu entre River y Boca, desde la comunidad River —comisiones de hinchas, peñas, dirigencia, etc.— surgió una propuesta: hacerle una estatua a Marcelo Gallardo para colocar en la entrada al estadio, al lado de la de Labruna, otro de los máximos ídolos de la historia del club. Se espera que el próximo 9 de diciembre se inaugure. Es de bronce, pesa 6,7 toneladas y mide 7,20 metros de altura. Tendrá al “Muñeco” levantando la Copa Libertadores, con su respectiva medalla de oro, y el saco negro que lo caracterizó como Director Técnico. Los hinchas aportaron miles de llaves para recolectar el bronce necesario para su elaboración. Un Gallardo gigante a los pies de la cancha, hecho con pedazos, con partes, con un grano de bronce de cada hincha.
Sin embargo, sabemos, un ídolo no se valora por el tamaño de su altura ni por el brillo del bronce ni por la suma de triunfos. Un ídolo se hace y se valora por lo que genera, por los cuerpos que toca, las tristezas y alegrías que despierta, los escenarios que ayuda a armar. Las historias hermosísimas con nuestros ídolos tienen dos caras, dos dimensiones paralelas que se tocan solo con un nombre propio. La historia con mayúscula, hecha de títulos, copas, goles y atajadas extraordinarias. Y la historia menor, la chiquita, la de cada uno y cada una, íntima y familiar, que amplía y constituye emocionalmente la historia grande, la historia del más grande.
Entre tantas, cuento dos.
Octubre del 2017. La semifinal de la Libertadores me encontró de viaje por Europa. Había llevado una mochila pequeña, con lugar para dos mudas de ropa, un kindle y una computadora de 10 pulgadas para trabajar online y ver los partidos de River. El segundo partido contra Lanús lo vi en un hostel en Split, Croacia, en el lado dalmático del país que había dejado mi abuela cuando aún pertenecía a Yugoslavia. Por la diferencia horaria, el partido comenzó a las dos de la madrugada. A un costado había encendido la computadora, en el otro el celular. En una pantalla, brillaba el partido. En la otra, más chica, aparecían entrecortados mi papá, hermanos, sobrinos y primos que se juntaban en Argentina a ver el partido, en un sillón gastado que en la liturgia familiar fue clave en el éxito de Gallardo. Dos pantallas, dos espejos, dos historias distorsionadas que se fueron hilando, enredando, alrededor de un amor que excede los motivos. Ese partido lo perdimos de un modo non sancto. El día después, no había mar, paisaje, cerveza, baldosa croata que me saque la tristeza de la cara.
Segunda historia. Breve. 9 de diciembre de 2018. River sale campeón de la Libertadores sin haber jugado de local en ninguno de los partidos de la final, ni de ida ni de vuelta. Nos juntamos con el mismo equipo familiar que un año antes aparecía en la pantalla del celular. Después del gol de Pity Martínez, la alegría era tan grande, reparadora, dionisiaca, que debíamos ensayar nuevos modos de festejo. Salimos a la calle. De fondo, gritos, cantos, estallidos de petardos. Arriba nuestro, en el cielo, las nubes se abrieron. Entre medio, armando una parábola, apareció un arco iris, una sonrisa de colores —algunos dicen que solo vieron rojo y blanco— que coronaba la tarde. En las fotos se ve que llega hasta el estadio Monumental. Un hilo, una rampa, un arco, un puente de colores que caminamos todos y todas los hinchas de River; abrazados, cantando, saltando, desde Madrid, Chaco, Salta, Longchamps, por arriba de los mortales, por el cielo, hasta llegar a nuestro estadio, nuestra casa.
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El domingo pasado fue el último partido de Gallardo como técnico de River. Ya no había más lugar para las especulaciones. Su ciclo tenía punto final. Él mismo lo dijo durante la semana, en una conferencia de prensa. Luego de dar la noticia y de zapar algunos motivos, hablándole a los hinchas, dijo: “Ha sido una historia hermosísima”. Una frase más del acervo cultural que nos dejó a todos los hinchas, no solo para entrar a la cancha sino para salir a la vida, al día a día.
Cuando Gallardo salió del túnel, el cielo se iluminó de rojo y blanco. De las tribunas, repletas, bajaba una única canción: “Che Muñeco, te queremos decir / Sos eterno, como lo de Madrid / No te vayas, pensalo una vez más / Te lo pide todo el Monumental”. Gallardo saludó una y otra vez, con los ojos mojados; igual que los de Enzo Perez, el capitán del equipo; que los de Enzo Francescoli, ídolo y manager del club; y que los de miles de hinchas que lo fueron a despedir y otros tantos que lo seguían por pantallas desde varios agujeros del mundo.
Las banderas también hablaron. “Que la gente crea porque tiene en qué creer”. “Abrázame hasta que vuelva el Muñeco”, “Árbitro no pite el final que Gallardo se nos va”, “No me alcanza la vida para agradecerte”. “Muñeco eterno”. Otras, rodeado de los ídolos de River: Ortega, Labruna, Alonso, Carrizo, Francescoli, Ramón Díaz. Otras, con el sombrero de dos picos de Napoleón. Otras, levantando la Copa Libertadores. Otra que decía: “La vida son momentos, y vos nos diste los más felices”.
Al finalizar el partido, Gallardo no podía hablar. Le pasaron el micrófono y lo movía en la mano como una varita mágica agotada. Daba pasos cortos en el medio de la cancha, adentro de un círculo que le habían armado con los 14 trofeos que obtuvo como técnico, entre copas y torneos. Tardó varios minutos en desenredar el nudo. En cada abrazo con un jugador, con un alcanzapelotas, con un hijo, con un compañero del cuerpo técnico, se le volvía a tensar. Cuánto amor puede aguantar un corazón. Antes de la última tanda de fuegos artificiales, dijo unas palabras. Un regalo que nos dio para que atesoremos, para que guardemos en un cajón y lo vayamos a ver cuando pensemos en él. Dijo: “Los quiero, ya nos volveremos a ver en esta vida”.
Los clubes siempre son más grandes que los nombres, pero hay nombres que hacen a los clubes más grandes. Gracias Muñeco eterno. Como dice el poeta: ¡hasta la Libertadores siempre!