Una vez más, los argentinos asistimos al despliegue de una de nuestras faenas culturales más arraigadas y excesivas: la construcción de una enorme catedral de ilusión mundialista, anhelo cuyo tamaño no se explica solo por el hecho de ser una nación adicta al fútbol y de contar, esta vez, con un equipo competitivo y con una estrella inigualable (Lionel Messi), sino también por nuestra vocación por concentrar en esas citas un potaje de ilusiones cercano a la desesperación, como si solo fuera posible la victoria para conservar no ya la felicidad, sino la pura existencia, como si no hubiera otra manera de atravesar esa experiencia si no es ardiendo de pasión.
Convergen para que esto ocurra una serie de factores colectivos e individuales que sería ocioso enumerar, por inaprensibles o relativos, imprecisos y hasta infinitos. Pero además de haber sido campeón dos veces y de contar con cracks legendarios, no hay duda de que ese comportamiento es un reflejo implacable de nuestro carácter como sociedad, como si todo el Mundial —desde el primer partido— fuera una epopeya agónica y sublime, un episodio dramático en el que todo vale, en el que solo se puede vivir “a lo Calamaro del 99”.
Hace unos días, en el marco del relanzamiento de su disco doble Honestidad brutal, Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1959) le concedió un reportaje al diario El País de Madrid en donde, 23 años después, reflexionaba sobre la desmesura de aquel trabajo hemorrágico y excelso que bien puede sintetizarse en dos cifras relacionadas a él: 37 canciones grabadas en nueve apocalípticos meses; 57 kilos que terminó pesando al finalizarlo. En el medio, la peripecia sangrante de un artista en vena que solo podía atravesar el desierto quemándose la piel. Una exégesis de la pasión argentina, irracional e inolvidable.
Ese tipo de exageración individual y social, rayana con el disparate, se manifiesta hoy en la televisión, radio y plataformas locales, de la que emerge una cabalgata ingente de publicidades —no exentas de talento— que humedece nuestra cotidianidad y que inflama los corazones nacionales —nos pone “manija”—, convirtiendo a la selección de Scaloni en el unívoco tema nacional, por encima de la inflación o los desmanejos de la justicia.
Nada importa al momento de rodar la pelota. No importa la crisis económica, siempre interpretada como terminal o abrumadora tanto puertas adentro como en el exterior, a esta altura casi una forma de vida en la Argentina. Sorprende desde afuera, claro, que viajen, según la AFIP (el ente recaudador de impuestos), cerca de 40.000 argentinos a Qatar, un destino que no es de los más económicos, ni de los más cómodos. Sin embargo, allí estará el público argentino para conformar, muy probablemente, la hinchada más numerosa e intensa, a caballo de sus cantos ingeniosos, racistas e hiperbólicos.
La historia muestra que, si bien el fenómeno creció en los últimos años —Mundial 78, sendos reinados de Maradona y Messi—, ese tipo de vínculo con los torneos es de largo aliento.
En una de sus deliciosas y habituales columnas también en El País, Jorge Valdano reflexionaba hace unos meses sobre la pasión del ser nacional y recordaba un episodio vivido en el Mundial de España de 1982, adonde viajó como jugador del equipo dirigido por César Menotti. Ya en Barcelona, y a la salida de un entrenamiento —en aquel momento no eran inaccesibles como los de ahora—, se puso a conversar con un hincha, de nombre Mario, que había llegado desde Argentina para ver el Mundial, y que él ya había divisado en Alicante, ciudad en la que se hospedó, al comienzo, el entonces campeón del mundo.
Recuerda Valdano:
«Como pasar un mes en España no está al alcance de cualquier economía, le pregunté a qué se dedicaba. No recuerdo la respuesta, pero supe que el oficio no llenaba el precio de esa aventura futbolística. “¿Ahorraste para venir?”, pregunté. Y la respuesta empezó a complicar la conversación: “Qué voy a ahorrar si yo no tengo un mango”, contestó. Había un misterio que desvelar y como Mario era transparente, no dudé en preguntarle: “¿Y entonces cómo hiciste?”. El estupor no necesita muchas palabras: “Vendí mi casa”, me dijo. Como soy de los que siempre anda midiendo las consecuencias, empecé a asustarme.
—¿Y cuando vuelvas? —pregunté.
La respuesta me desacomodó hasta hoy.
—No tengo ni idea —contestó con toda tranquilidad y golpeándose la cabeza con el dedo índice—, pero lo que estoy viviendo, de aquí no me lo quita nadie.
Aunque uno ya sabe que los hinchas hacen cosas de hinchas, hay decisiones y reacciones que nunca son fáciles de interpretar porque a los impulsos pasionales no los alcanza la razón. Pero esta vez la desproporción me rompió los esquemas. Curioso, porque cuando en privado reposé la historia no me apiadé de él. “Una casa a cambio de un recuerdo”, pensé, y me dio pena de mí mismo por no llegar a entenderlo».
Como explicaba el sociólogo Horacio González (1944-2021), uno de los intelectuales que más estudió las pasiones del campo popular nativo, “el fútbol es un espectáculo de raíz teatral y el espectador de fútbol es heredero del espectador trágico”.
En simultáneo, claro, ese espectador trágico también despliega una especie de comicidad tribal que lo enfervoriza. Lo demuestran los hinchas con su encendido aliento y sus cantos, algunos de ellos verdaderas piezas de creatividad e imaginación, a veces desproporcionadas. En Brasil 2014 todavía se recuerda un canto de la afición argentina cuya letra, cima del absurdo estadístico, clamaba, burlona: “Brasil, decime qué se siente, tener en casa a tu papá…”. Durante el mes del Mundial, aquellas estrofas, repetidas a modo de mantra, adquirieron categoría de himno. En fútbol, se sabe, las paternidades tienen que ver con el dominio abrumador de un equipo sobre el otro. Huelga decir que, aun cuando Argentina es probable que haya tenido a los dos mejores jugadores de la historia, las magníficas performances de la selección de Brasil en los Mundiales no tienen parangón.
Pero, además de la crisis económica, al momento de viajar tampoco importa —menos aún— que Qatar sea un país medieval en términos de libertades individuales —sobre todo, para mujeres y minorías—, y que haya sido designada sede en 2010 cuando en aquel entonces rankeaba en el último lugar como candidato, en una elección arbitraria y poco limpia, sospechada de haber ocurrido como consecuencia de retornos a los altos directivos de las federaciones nacionales que conforman el Comité Ejecutivo de la FIFA. Esa dudosa designación, sumada a su historial de decisiones antojadizas, disparó el FIFAgate, la rocambolesca investigación iniciada por el FBI —recordemos que Estados Unidos era candidato a ser sede y perdió—, y que terminó con varios dirigentes de América Latina y del Tercer Mundo expulsados del paraíso de la organización. De todas formas, aun cuando quedaron bajo sospecha los manejos turbios de la FIFA, el escándalo no alcanzó para revocar la elección de Qatar, como tampoco alcanzó para desplazar a los directivos de las naciones europeas, algunos de ellos sospechados de corrupción y de haber vendido su voto. En una entrevista reciente a un medio de su país, el expresidente de la FIFA, el suizo Jossep Blater, que debió renunciar como consecuencia de esa investigación, dijo que la elección de Qatar había sido un error. Si bien sorprendió al mundo, ese tipo de declaraciones de Blatter no fueron reveladoras, ya que el suizo siempre se opuso a la elección del país árabe como sede.
Todo ese cúmulo de decisiones polémicas, sumadas a las condiciones de vida en Doha, que restalla por sus rascacielos, pero también por sus leyes casi tan férreas como la de cualquier dictadura, despertó una buena cantidad de voces en contra, antes de que el país anfitrión y Ecuador dieran por iniciado el torneo.
Como narró el periodista argentino Ezequiel Fernández Moores:
“La TV con derechos nos muestra en estos días tus hermosos estadios refrigerados con forma de tienda del desierto o concha marina, material reciclable, techo retráctil, ascensor privado para el Emir y hasta sector sensorial para niños autistas. Tu notable red de subterráneo de casi 30.000 millones de dólares. La ‘pequeña Venecia’ del barrio La Perla. Tu Museo Olímpico con Ferrari de Michael Schumacher y camiseta de Pelé. Tus camellos y halcones. Tus playas con cabañas flotantes y tu viejo puerto de los buscadores de perlas. Pero a buena parte del mundo, ya te has dado cuenta, ni siquiera le interesan Messi, Neymar o Mbappé, sino tus obreros maltratados. Saber cuántos murieron en nombre de la modernidad. Si los gays podrán tomarse de la mano sin que se enojen los 3.000 policías turcos que vigilarán el Mundial. Y si echarás a los periodistas que ‘dañen’ tu imagen”.
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Ahora bien, al momento de hablar de fútbol y de favoritos, es difícil pensar que haya lugar para las sorpresas. Los candidatos son los de siempre: Francia, el campeón; Brasil, el candidato eterno; Alemania, cuya prosapia lo convierte en amenaza; Inglaterra, España y… OK, Argentina.
Es cierto, hay una realidad implacable: el equipo de Messi llega con 36 partidos invictos y, mucho más importante, la consolidación de una personalidad futbolística —más que un estilo de juego—, cuyas raíces son difíciles de precisar, ya que en verdad estaba todo dado para que esto no ocurriera. Tras la debacle del último Mundial, torneo que vio eyectar de su cargo al siempre crispado José Sampaoli, una contingencia del calendario hizo que uno de sus ayudantes, Lionel Scaloni, se hiciera cargo interinamente del equipo para hacer frente a un puñado de partidos amistosos previamente contratados. El paso del tiempo, cierta renovación del plantel, algunos indicios de tranquilidad dentro del vestuario, la buena sintonía con el técnico y, sobre todo, un par de resultados positivos, hicieron que la suplencia de Scaloni mutara en un “estado de prueba” que, consagración en la Copa América mediante, finalmente se convirtió “en un ciclo”.
De todos esos factores, acaso el más importante, o el más tangible, es que este plantel es superior al del Mundial de Rusia. Argentina tiene mejor arquero (Emiliano Martínez le saca una luz de ventaja a Armani), mejores zagueros (Cristian Romero y Lisandro Martínez probablemente sean los mejores defensas centrales de los últimos 20 años), mejor mediocampo (De Paul y Paredes sino son superiores seguro que no son menos que Mascherano y Pérez), y un centrodelantero de elite mundial como Lautaro Martínez. A eso se suma el genio de siempre (Messi, en la que seguramente será su despedida de los Mundiales) y un súper crack como Di María que en Rusia 18, al margen del mal clima interno, no jugó en las mejores condiciones físicas.
Sobre esa piedra se erige y se talla la ilusión albiceleste, una roca de esperanza empujada por una nación que, al menos durante un mes, no conoce la elegancia o la razón, la medida o la discreción, que pierde la forma humana para convertirse en una masa ardiente en estado de estallido permanente. Que vive, de acuerdo a Calamaro (‘Clonazepán y circo’), “con los párpados pegados, por un sueño postergado”.