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La Navidad es un lugar

Ya sea en Córdoba, El Paso, Ciudad de México, Barcelona o Berlín, las fiestas permiten rescatar viejos rituales. Y conectar con los recuerdos.

El Paso
La Navidad es un lugar. ELENA CANTÓN

No tengo ningún recuerdo real porque era solo un bebé, pero los registros documentales, las fotos, sí se han quedado grabadas en mi memoria. Tienen ese filtro vintage con un espectro cromático entre rosa y azulado del que se abusa hoy en Instagram. Pero estas fotos realmente fueron tomadas en los años ochenta. Con cámara analógica, sin filtros digitales. A fines de diciembre de 1980. En una imagen en primer plano aparece mi hermana, que tenía seis años recién cumplidos. En la cabeza lleva una corona de margaritas y viste un camisón blanco, como si fuera una túnica. En la otra, con una perspectiva más panorámica, aparece un grupo de niños disfrazados en un pesebre viviente. Representan a los pastores y los reyes que celebraron el nacimiento de Jesús. Entre ellos aparece mi hermana de nuevo. Está en el centro del escenario.

En sus brazos carga a un bebé regordete en pañales cubierto con una manta. Era yo. Había nacido el 14 de septiembre de 1980 y en ese momento tenía poco más de tres meses de edad. Por precaución, mi hermana disfrazada de ángel me cargó en sus brazos y no la otra niña que hacía de la virgen María. Además, mi mamá me contó, décadas después, que aquella tarde húmeda de diciembre no paré de llorar a lo largo de todo el acto escolar, para incomodidad de todo el público asistente.

A pesar de la incipiente actitud iconoclasta de aquel llanto incómodo, las navidades de mi infancia en Córdoba, Argentina, no perduran en mi recuerdo como fotos vintage sino por los ruidos y los olores. El choque de los vasos de cristal siempre a medio llenar de vino tinto, el cloro de las piletas Pelopincho, el chisporroteo de los petardos, el aroma intenso de las costillas crujiendo a las brasas, varios perros ladrando en la lejanía y mi familia conversando a gritos mientras en un equipo de música enorme no paran de girar los cedés, los restos arqueológicos de la transición digital. Desde las míticas rancheras de Vicente Fernández a las óperas de Pavarotti, pasando el country rock de Credence Clearwater Revival y los intensos chamamés (un ritmo folclórico muy pegadizo con base de acordeón que es originario de Chaco y Corrientes, provincias al noroeste de Argentina, de donde proviene mi familia natal). Antes de que se los redujera al prosaico fin de colgar en los umbrales de las ventanas para que los rayos de sol reflejados en su superficie espanten a las palomas, una amplia colección de cedés configuró la ecléctica banda sonora de las navidades de mi infancia.

Diciembre en Córdoba, Argentina, es el trueno que antecede a la tormenta, y después la paz, de los tórridos veranos que se extienden entre enero y febrero. La inminente experiencia del estío en el Cono Sur choca con la globalizada Navidad invernal norteamericana. La Navidad augura allá veranos con temperaturas que se intensifican aún más por la crisis ecológica producto de la tala indiscriminada para el monocultivo de soja. Además, es una época intensa en clima social y político. La reciente muerte del expresidente Fernando de la Rúa trajo estos días recuerdos de otras navidades, allá por el cáustico 2001, cuando ese mandatario tuvo que huir de la Casa Rosada en helicóptero y cinco jefes de Estado se sucederían en menos de tres meses. La protesta social suele intensificarse en el mes de diciembre en Argentina, quizás por la sensación de balance político que trae el fin de año lectivo, pero también por las condiciones climáticas, con la humedad corroyendo las expectativas de gente que ni piensa llegar a mes porque ni siquiera llega al fin del día.

Esa humedad en el ambiente también se nota aquí, en la Ciudad de México, donde voy a pasar estas navidades, siguiendo una tradición que empecé en 2008, desde que me mudé de Córdoba a Barcelona. En esta última ciudad me pregunté durante más de 10 años cuál es el encanto de la sopa de galets y disfruté de los canelones de San Esteban. Como las migas o los malfatti italianos, me encantan las recetas que derivan de reciclar y volver a cocinar. Pero las navidades no son solo un lugar al que se va a comer.

Puesto de decoración navideña en el Mercado de Jamaica, en Ciudad de México. EFE/MADLA HARTZ

Por eso, estos días, comparto el asombro de mi novio teutón, recorriendo los mercados abarrotados de pinos de plástico y símiles de coronas de muérdago bañadas con nieve artificial. Y luego están las luces navideñas. Lamparitas diminutas, medianas y pequeñas. Las venden en todas partes. Poco antes de salir de El Paso, Texas, la ciudad también se llenó de luces. Sobre todo, en la plaza de San Jacinto, brillando como un oasis, como un espejismo navideño en medio del desierto chihuahuense.

Sin embargo, a pesar de que la amplitud térmica del desierto hace que sentir las garras del frío a la madrugada, el sol intenso que marca sus días hace eludir la conciencia de la cercanía de la Navidad en Sun City. Solo la decoración apunta hacia ese lugar. Porque la Navidad no es solo un período del año sino un espacio mental y el lugar del recuerdo donde la nostalgia de la infancia, de la esperanza en la generosidad y, sí, también el derroche, coinciden.

No todo son luces en estas navidades fronterizas. Enormes Santa Claus acompañados por sus renos y fastuosos muñecos de nieve decoran los balcones y los porches, esos típicos umbrales omnipresentes en las casas texanas, también intensamente iluminados. Pero lo que apaga el entusiasmo de la decoración son las mañanas en las que, después de haber sido vapuleados y arrastrados por el implacable viento nocturno, los muñecos amanecen asumiendo posiciones desencajadas, como exhibiendo un visceral instinto de escapatoria suicida.

Aunque la capital de los Estados Unidos Mexicanos también responda a las coordenadas del hemisferio norte, y ahora sea invierno, por gentileza del cambio climático nos da cobijo con un diciembre de una media diaria de 20 grados. Lo que me lleva de nuevo a la Navidad como ese lugar de la infancia. En el Cono Sur, la celebración navideña coincide con el solsticio de verano, a diferencia del hemisferio norte, donde se celebra el de invierno. Así es como el nacimiento de Cristo encarna un sincretismo con las tradiciones paganas que celebraban la vuelta del dios Sol a la Tierra.

Mis últimas navidades en este hemisferio transcurrieron en Berlín, acompañada en pijamas por una amiga en plena tercera ola de covid rampante por Europa, celebramos con salmón con papas al horno. Una tradición propia. Me gusta pensar que con el paso del tiempo y los países de residencia y la autoconsciencia de esta vida de expatriada estoy creando un ritual particular en estas fiestas. Pero no es así. Si estuviera en El Paso, seguro que me sumaría a alguna barbecue, o lo que sea que hagan allá, en Texas, el estado que aún contiene en su nombre la letra “X”: las huellas de la fascinante lengua nahuatl que aquí leo en todas partes. Como la X gigante que uno se encuentra a la entrada de Ciudad Juaréz, construida por el escultor Sebastián, oriundo de Chihuahua. Hay algo fascinante en esas dos letras, la X, y sobre todo el sonido “ch”. Enchiladas. Chilaquiles. Ponche. Chilpachole. Chinicuiles. Aguachiles. Huitlacoche. Chimichangas. La oferta de platos que empiezo a descubrir es infinita e hipnótica como un trabalenguas.

Por todo esto, en México DF me siento a medio camino entre ambos hemisferios, y aún no sé cómo acabaré el 2021. Supongo que engullendo unos célebres tacos al pastor, ese clásico de esta ciudad. Y brindando a medianoche con Glühwein, un vino tinto cocinado con canela, típico del sur de Alemania, que mi novio compró en el Tax Free del aeropuerto de Berlín con entusiasmo. El mismo entusiasmo que venimos compartiendo en nuestras largas caminatas y encuentros con amigos chilangos por la capital de la antigua Tenochtitlan.

Quizás por la descolocación de no sentir el invierno, estos días vuelvo a la Navidad como un lugar. El invernadero donde cultivo ese recuerdo implantado en mi memoria por esa foto analógica vintage en la que mi hermana mayor disfrazada de ángel me carga en brazos durante mi atribulada representación del niño Jesús (creo que hoy tendría más sentido que nunca, que una niña hiciera de Jesús, de la mesías prometida). Hoy de nuevo estoy plantada, aunque por decisión personal, en un escenario que no me pertenece. En otro continente. En otra latitud. En otro huso horario. Aún lejos pero un poquito más cerca del jardín de la infancia. Porque estas celebraciones son un poco eso, una conexión con el recuerdo, el ritual encarnado en esa vieja tradición, cada vez más secularizada.

Por eso, volveré a vivir una Navidad prestada, con decoración artificial en las calles de la capital mexicana que este año recordó los cinco siglos de la caída de una civilización que hizo sentir a los conquistadores unos provincianos, ante la soberbia de lo que ellos después redujeron con el nombre simplista de pueblo mexica. Sin embargo, intuyo una pequeña resistencia en el banquete de la victoria cristiana. El mito guadalupano abre y cierra esa icónica aureola de rayos de sol que rodean su silueta de forma oval. Nos guiña el ojo sin párpados que contempló pasivo los siglos y siglos de devastación. Late con la esperanza de que esto solo sea otro disfraz. Otro sincretismo. Otra Navidad prestada en el invernadero de la memoria.

Escritora. Colaboradora de medios como El País, Letras Libres y El Mundo, entre otros. Autora del libro de poemas Este es el momento exacto en que el tiempo empieza a correr (2015), el libro de relatos Constelaciones familiares (2020), el ensayo Érase otra vez. Cuentos de hadas contemporáneos (2021) y las novela La puerta del cielo (2018) y Hemoderivadas (2022).