El salón es enorme, pero sus pocos muebles, los techos altísimos y el silencio espectral lo hacen todavía más grande, intimidatorio. Antes de ingresar, a Marcos Cytrynblum (Buenos Aires, 1938), además de revisarlo, le indicaron que camine hasta la mitad del lugar y que una vez que distinga una marca estampada en el piso, se detenga allí, que no la pase. Cytrynblum, o “el Ruso”, como le dicen en la redacción de Clarín, de la que es el director, siente el cosquilleo de los momentos cumbres, esos a los que todo periodista aspira pero que no tantas veces experimenta y, tras avanzar decidido, se detiene justo antes de la señal. Vestido con un traje gris, dentro de unos mocasines negros que lustró antes de llegar, se queda parado allí, ansioso y algo inquieto, en el medio del Palacio Real de Bucarest, Rumania. Si lo filmaran desde una esquina y lo tomaran con todo ese ambiente imperial escapándose por detrás probablemente esa imagen sintetizaría la pequeñez de un hombre, por más que mida 1,88 como en su caso, ante el curso de la Historia. Es el jueves 19 de octubre de 1978 y el Ruso está por entrevistar a Nicolae Ceaușescu (1918-1989), amo y señor de los Cárpatos, el dictador que lleva más de 10 años cabalgando sobre los destinos de Rumania. Es el primer reportaje que le dará a un medio latinoamericano y es, en una época de escasa narrativa audiovisual como aquella, poco menos que un mito, mucho más que un misterio.
Ceaușescu atraviesa un buen momento: además de aspirar a ser uno de los grandes líderes del mundo y de no ser considerado un halcón de la Guerra Fría sino, en apariencia, el rostro humano del régimen que regula Moscú, hace solo tres meses, en lo que significó la primera visita de un presidente del bloque comunista a Occidente, la reina Isabel II de Inglaterra le otorgó, apoyándole un sable sobre el hombro, el título de Caballero. Por supuesto, nadie sabe que se lo quitarán dos días antes de ser fusilado, poco tiempo después de que sus tropelías y sus purgas queden al descubierto. El mundo vivía equivocado. Pero para eso falta mucho; aquí, los minutos pasan y el Ruso lo sigue esperando, parado en medio de la inmensidad. “¿Vendrá este tipo?”, se pregunta ojeando el reloj, ¿habrá valido la pena todo el esfuerzo, los formularios llenados, las horas de incertidumbre, la espera muda en el cuarto de hotel, las preguntas al borde de la interrogación del oficial de inmigración, las advertencias del embajador argentino en Bucarest que le sugirió no hablar con nadie, que le aseguró que había micrófonos escondidos en su habitación?
Pero sí, valió la pena, porque de pronto una puerta se abre y Ceaușescu aparece, su jopo, sus ojos azules, el traje igual de gris, igual de homogéneo. El líder se acerca y se detiene del otro lado de la marca en el suelo, a casi un metro suyo y, desde su escaso 1,68, extiende su mano derecha lo suficientemente poco como para que Cytrynblum, largo como es, tenga que inclinarse, casi sucumbir, para estrechársela. Ceaușescu —que no está solo sino que lo acompañan su esposa Elena (diputada nacional), un fotógrafo, un secretario y un traductor— señala con su brazo un rincón del enorme salón donde dos sillones y una mesa, bajos y desangelados, los esperan para sentarse y conversar. El encuentro durará una hora y hablarán de política internacional, del rol de Ceaușescu como garante de la paz en Medio Oriente y de las relaciones rumano-argentinas.
“No me acuerdo mucho de la nota, pero sí de que salió en la tapa del diario con un dibujo de Sábat, habría que buscarla. Yo no la tengo”, sugiere Cytrynblum en su casa de Pilar, un suburbio ubicado a 45 kilómetros del centro de Buenos Aires dominado por los countries, circuito cerrado de casas opulentas con servicio de vigilancia propia. En uno de ellos estamos ahora. Desde su living, el verde primaveral del jardín estalla desde el otro lado del ventanal.
A los 83 años, además de conservar su cabellera intacta, Marcos Cytrynblum sigue activo: maneja una fundación y una cooperativa que funcionan en esa zona del norte del Gran Buenos Aires. Desde que dejó la dirección de Clarín, y pese a que participó de otros proyectos atractivos (dirigió el relanzamiento del diario La Prensa y fue director en Canal 9, entre otros), prácticamente desapareció de la escena pública. Desde entonces ha rehusado a hablar de su pasado. Cuando COOLT llega a su casa, Cytrynblum dialoga por teléfono con uno de sus empleados, al que le informa, entre otras cosas, que será promovido.
Desde que se separó de la madre de sus hijos a comienzos de siglo, el periodista vive solo, rodeado de jaulas con pájaros variados y coloridos —son más de 20— que emiten sonidos agudos y exclusivos, sonidos que no llegan a constituir una pieza musical sino más bien una suerte de gorgoteo fluvial, a veces vacilante, a veces experimental, como inflexiones de una melodía anhelante. “El gusto por los pájaros lo empecé a desarrollar de grande, cuando me vine a vivir acá hace 20 años, y es probable que sea la forma de estrechar un vínculo con mi padre, que adoraba los pájaros, pero con quien nunca hablé demasiado. Él era un inmigrante polaco que escapó del nazismo, pero que nunca me habló de eso. Nunca. Jamás”.
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Durante 15 años, desde 1975 hasta 1990, Cytrynblum fue el secretario general de redacción del diario Clarín, el más importante y masivo de la Argentina. En el país, aun hoy, “secretario general de redacción” es un eufemismo de matriz sindical que sirve para nombrar al director de un diario, al jefe máximo. En ese lapso en el que “Cytryn”, o el Ruso, manejó la tropa de la cuadra, como se conocía a la redacción del diario (porque tenía la dimensión de una cuadra), Clarín pasó de vender 312.000 ejemplares de promedio diarios a más de 600.000, llegando a circular más de 1 millón los domingos, ubicándose, pese a pertenecer a un país periférico como la Argentina y escasamente poblado (25 millones para la época de la entrevista con Ceaușescu), como el octavo diario del mundo en venta de ejemplares, hito que nunca más fue alcanzado por otro medio en Latinoamérica. Periodista de Clarín desde 1959, Cytrynblum, que se fue de la empresa en malos términos cuando ésta estaba por iniciar su arrolladora expansión y convertirse en un multimedio, fue el factótum de esa notable transformación.
Aquellos tiempos están cargados de mitología, bohemia y también oscuridad. A los pocos días de asumir el cargo, Cytrynblum comenzó una serie de cambios en el diario y en la redacción, cambios que confluían en un objetivo claro e inapelable para él: seducir al ciudadano común, al hombre de a pie. En primer lugar, decidió que Clarín abriera cada edición con temas de política nacional y no de política internacional, como sucedía hasta entonces. Agrandó las secciones de Deportes, Policía y Espectáculos. También conformó una “mesa de notables” integrada por escritores o “plumas” que narraban, con talento y gracia, las vidas y las peripecias de la calle y de la gente común. Descollaron allí Daniel Giribaldi, un joven Jorge Asís (contratado especialmente por Cytryn), Emilio Petcoff, Carlos Marcelo “el Negro” Thiery y Jorge “el Alemán” Göttling. Pero algunos de esos cambios se vieron obstaculizados o cercenados por un acontecimiento que marcaría para siempre el destino del país: el golpe militar de marzo del 76 y la instalación de una dictadura sangrienta que impuso un régimen de censura y de prohibiciones en todas las manifestaciones culturales del territorio, incluida, por supuesto, la prensa. Al día siguiente del golpe, Cytrynblum y el resto de los directores de los diarios nacionales fueron informados de que cada noche la portada del día siguiente de los matutinos debía ser enviada para que ellos, los milicos, la aprobaran. “Esa situación finalmente duró muy poco, por impracticable, pero te da la pauta de lo que fue hacer periodismo en ese tiempo: no se podía. No se podía hablar de la actualidad nacional, y mucho menos al comienzo”.
- ¿Cuándo fue que se enteraron que sucedía lo que realmente sucedía, o sea, de que desaparecían gente?
- Al principio eran solo rumores, gente conocida que te decía “se llevaron a tal”, “lo agarraron a fulano”, pero era eso: “se lo llevaron” o “lo agarraron”. De a poco se empezó a decir que los chupaban, pero no más que eso. Nadie, en esos primeros tiempos —te diría, dos años— podía imaginar ese espanto. Hasta que en diciembre de 1978 nos llega la noticia de que en las playas de San Clemente del Tuyú habían aparecido unos cuerpos. Mandé a un periodista a cubrirlo, pero cuando llegó los milicos ya se habían llevado los cadáveres. El periodista habló con la gente del lugar, y le contaron lo que habían visto. Era un horror. Cuerpos mutilados, sin los brazos, un desastre. No pudimos publicar nada. No se podía publicar nada.
- ¿Les decían concretamente qué podían publicar y qué no?
- No, no es que teníamos que preguntarles o consultarles a ellos cada noticia, pero convivíamos con el régimen, con esa censura impuesta desde el primer día. Lo único que podíamos criticar era la política económica [del ministro José Alfredo Martínez de Hoz].
- ¿Qué personaje de los que trató entonces le pareció el más temible?
- Uno de los peores era [Ramón] Camps. Un día de comienzos del 78, creo, en medio de las tensiones por el tema del Beagle con Chile, me reuní, citado por él, en su oficina del Comando Mayor, sobre la calle Paseo Colón. Me recibió con su pistola sobre el escritorio. En un momento me dice: “¿Cómo es que se llama usted?”. “Cytrynblum”, le digo. Y él repite: “Cytrynblum… Cytrynblum… ¿de qué origen es?”. “Judío polaco”, le digo. Y él agrega, con gesto agrio: “Qué difícil, ¿no…?” Era un asesino, un miserable…
- ¿Lo conoció a Videla?
- Lo vi una sola vez, fui a pedirle si el Estado podía transmitir un partido de fútbol que Clarín iba a organizar en conmemoración al primer aniversario del Mundial del 78. Me dio la mano blanda, y me pareció un hombre gris, amargo. Estuve no más de 15 minutos y me dijo que sí, pero después no entregó la plata.
En marzo de 1979, a Cytrynblum se le ocurrió un plan. “Era lo único que podía hacer: como casi no se podían dar noticias locales, lo que quedaba era pensar ideas, convertir a Clarín en un generador de noticias”.
Una mañana calurosa se reunió, gracias a la gestión de los jefes de Deportes del diario, con César Menotti, técnico de la selección que menos de un año antes había salido campeona del mundo tras derrotar 3-1 a Holanda en la final. Se juntaron en una cervecería a escasos metros del Obelisco. Además del gusto por el tabaco, a Cytryn y a Menotti los unía cierta corriente de empatía ideológica y cultural: ambos eran amigos de Joan Manuel Serrat, fanáticos del tango y del fútbol ofensivo. También de las sobremesas largas. “¿Qué tiene pensado la AFA para celebrar el primer aniversario del título?”, le preguntó el Ruso. “Que yo sepa, nada”, respondió Menotti. “¿Por qué no jugamos la revancha con Holanda…?”, propuso el periodista. “La revancha no, porque ya está pautada para mayo en Suiza, pero juguemos un partido contra un equipo integrado por los mejores del mundo”, retrucó el DT. “Hagámoslo. Y que lo que se recaude sirva para construir el predio de la AFA en Ezeiza”. Faltaban menos de tres meses. ¿Podía ser posible organizar un partido invitando a más de 20 estrellas europeo-sudamericanas en ese lapso de tiempo? ¿Podría funcionar semejante evento organizado por gente no habituada a ese tipo de iniciativas? ¿Y si fallaba? Gracias a los oficios de un representante italiano amigo suyo, Cytrynblum, con la ayuda de su equipo de gente, logró que todos ellos pudieran llegar a tiempo.
Finalmente, en la fría y ventosa noche del 25 de junio de 1979 un equipo integrado por los grandes cracks de la época (Zico, Platini, Paolo Rossi, Boniek, Tardelli, Krol, entre otros) derrotó 2 a 1, en una repleta cancha de River, a la selección nacional, equipo que a su ya enorme categoría le había sumado un atributo descomunal: la aparición de Diego Maradona, considerado el nuevo genio del fútbol mundial. De hecho, Maradona, con solo 18 años, marcó el gol del equipo de Menotti, un zurdazo y un festejo que se recordarían por siempre. Una vez terminado el partido, la propietaria del diario, Ernestina Herrera de Noble, ataviada con un tapado de piel blanco, le entregó la Copa Clarín al holandés Ruud Krol, capitán del ganador. A su lado, además de Julio Grondona (presidente de la AFA), con una media sonrisa entre siniestra y burocrática, Jorge Rafael Videla, el ominoso dictador, completaba la escena, constituyendo, allí, una imagen icónica del Proceso.
“Otras iniciativas fueron los Magistrales de Ajedrez, gracias a los cuales algunos de los mejores jugadores del mundo vinieron al país. Karpov, Korchnoi, Larsen, y todos ellos. Y una de las más atractivas fue la organización de la Semana del Cine Francés…”
En marzo de 1980, Lino Ventura, Jacques Doillon, Roman Polanski, Nastassja Kinski, Daniele Delorme, Veronique Jannot y algunas otras figuras de la actuación visitaron Buenos Aires para la Semana del Cine Francés, otra idea de Cytryn. El plan había generado cierta resistencia en la prensa progresista de aquel país, que se oponía a que sus artistas llegaran a una nación que prohibía a muchas de sus propias figuras. Finalmente vinieron.
Cytrynblum recuerda con cariño aquellos días, sobre todo porque pudo entablar una intensa amistad con Lino Ventura (1919-1987), vínculo que duraría varios años, hasta la muerte del gran actor. También acuerda la tarde que, como cierre del evento, el embajador de Francia en Buenos Aires invitó a toda la delegación y a los organizadores a su casa en San Isidro, una mansión victoriana que daba al río. “Después del brindis nos dijo, como al pasar, que quien quisiera podía meterse en la pileta (piscina). Yo no había llevado malla (traje de baño), es más, supuse que nadie… En un momento, miro para el costado y pasan la mujer del embajador, una señora muy elegante y liberal, y la misma Natasha Kinski [entonces con 19 años], ambas completamente en bolas, para meterse.”
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El barco que trajo a Benjamín Cytrynblum (1896-1973) desde Polonia amarró en el puerto de Buenos Aires en julio de 1936. Con 40 años, Benjamín arrastraba una tristeza que no entraba en su modesta valija. En Mordy, la aldea suburbana en la que vivía, había dejado no solo su casa y su vida, sino también el recuerdo insoportable de una esposa, un hijo y seis hermanos capturados por los nazis, que hacía poco habían iniciado su desquiciada cacería. Ese Holocausto interno lo marcaría para siempre. “Mi padre escapó de pedo… era un tipo muy duro, nunca me habló del tema. Nunca”. En el barco, lo sabría poco tiempo después, también viajó, pero en otra clase, Sofía, su futura esposa, la madre de Marcos. Se conocerán un mes más tarde, en una cena organizada para los pasajeros.
Por aquel entonces, Buenos Aires estaba terminando de contornear su espíritu cosmopolita, esa abigarrada constelación de razas y de culturas que cinceló su rica impronta social. En ese ecosistema nació Marcos, en abril de 1938. “Vivía en el barrio de Villa Crespo, donde había inmigrantes italianos, españoles, otros polacos, árabes… de todo un poco”. En su casa, con su padre, solo hablaba en idish, de manera que la calle y la escuela le sirvieron para su castellano. Como Benjamín estaba enojado con Dios, no le permitió a su hijo que hiciera la ceremonia del Bar Mitzvah, al que su madre —cuyos padres y hermanas también habían escapado del espanto nazi— sí lo había querido preparar.
Esa fue la atmósfera de su infancia; un padre hermético, una madre generosa, solidaria, de buen vínculo con los vecinos. Como muchos de su generación, y las posteriores, Cytryn jugó al fútbol entre los adoquines. Se hizo hincha de Argentinos Juniors, uno de los equipos de la zona que, varios años más tarde, cobijaría al deslumbrante Maradona.
A los 10 años, signado por la necesidad económica familiar, Marcos comenzó a trabajar durante los veranos en una fábrica de cinturones. Ya mudados a La Paternal, un barrio cercano, a los 12 ingresó en una curtiembre, donde cerca de los 15 empezó a manejar una maquinaria. En esa compañía conoció a un capataz, Horacio Tarrio, que además de enseñarle el oficio le contagió el gusto por la lectura. En poco tiempo, el joven Cytryn se hizo adicto a las novelas de aventuras, a las históricas, a la literatura norteamericana contemporánea —Faulkner, Dos Passos, Hemingway— y, sobre todo, a la bibliografía anarquista. En boga por aquellos tiempos, el anarquismo empezó a ganar su corazón. Ya a mediados de los cincuenta, y pese a que no había terminado el colegio secundario, ingresó en la Escuela Argentina de Periodismo, que admitía alumnos sin el secundario completo con la condición de que cursaran cinco años en el instituto para obtener el título. El lugar fue el espacio que le dio a Cytrynblum las herramientas y los contactos para definir su vocación. Un Profesor de la escuela, Antonio Bella Castro, poeta, entusiasmado con su prosa —Cytryn había ganado un concurso de cuentos—, lo ayudó a ingresar a Clarín, donde él trabajaba.
Ahí es donde comienza todo.
Trabaja como cronista en Información General, en Política, en Interior. El diario crece, el mundo también. En Clarín, por supuesto, empieza una vida, otra vida, el escarceo con gente diferente, parte de la burguesía social, gente que decide. La redacción es un mosaico de la Buenos Aires de entonces. Hay protopolíticos (peronistas, radicales y “gorilas”), intelectuales cínicos o decadentes, poetas lunfardos, anarquistas románticos, existencialistas módicos, algún service del Gobierno de turno. Es divertida, además: gritan, ríen, fuman, se hacen bromas entre ellos; hay mística, parecen socios de un club. Hablan de deportes, de guita, de música, está naciendo el rock.
Cytryn mira todo, aprende, es astuto, es rápido. Logra un par de “exclusivas”. Asciende, asciende mucho. Dicen que le cae bien a Roberto Noble, el fundador. También al que será su “sucesor”, Rogelio Frigerio, un hombre importante en la política nacional. Y al hijo de este, Octavio, que pronto será secretario general. En el llano, se hace íntimo de un petiso ancho —en realidad no es tan bajo, pero al lado del Ruso todos lo parecen— de origen alemán. Se llama Osvaldo Bayer, y es uno de los jefes de Política. Comparten el compromiso anarquista y el fanatismo futbolero, eso basta para que se hagan hermanos. Todavía no lo es, pero pronto Bayer será un icono de la historiografía argentina. Autor de obras canónicas como La Patagonia rebelde, le consigue un trabajo extra a Cytryn en Segba, la compañía de electricidad. El Ruso es ambicioso, descarado: para ingresar en Segba le exigen saber alemán. Miente, tanto cuando se lo preguntan en la charla como cuando le toman el examen de ingreso, que se copia entero. Como antes y después, ser cronista de un diario, aun de uno grande, brinda algún respeto, algún roce social, pero no alcanza para llenar la heladera con holgura. Más con una familia detrás: el Ruso se casa en 1961. Enseguida empieza a agrandarse la familia.
Pasan los años, las dictaduras blandas, el peronismo proscripto, la muerte de Noble, la llegada del hombre a la Luna. Cytryn acelera el galope, se enamora del oficio, alimenta ilusiones, repta por las entrañas de la ciudad.
En 1972, en una visita del embajador de Polonia a la redacción de Clarín, un compañero le comenta que el funcionario dejó una invitación abierta para que un periodista del diario visite Polonia. Al Ruso se le encienden los ojos, se le abre una ventana. Ya tiene un cargo, es editor, entonces tiene cintura para pedir, para que lo asignen. Y lo logra. El viaje es para recorrer Varsovia y Cracovia, pero Cytryn tiene un objetivo claro: conocer Auschwitz y llegar hasta Mordy, el pueblo rural del que escapó su padre. Se cita con el embajador polaco en Buenos Aires, le comenta su deseo. “Al tipo no le gustó demasiado la idea. Me dijo que eso era el campo, que no era fácil ir. Me dije: lo gestiono allá”. Cytryn viaja con un par de periodistas argentinos. Conoce Roma, Berlín occidental, Berlín oriental, ingresa a Varsovia. Es el apogeo de la Guerra Fría. En Varsovia, a la que todavía no llegó el progreso, le dice —le exige— a la intérprete que quiere conocer Mordy, que lo ayude. La intérprete le pone reparos, tiene dudas. Si algo no caracteriza al sueño socialista, al menos al soviético, son las libertades individuales. Son su pesadilla. Pero lo consigue. Un domingo al mediodía, un tren lo deposita en Mordy, adonde llega con la intérprete. No hay nadie, parece un pueblo fantasma, empujado a la diáspora. “Fui a la dirección que me había dado mi viejo, en donde era su casa. Adelante, había un precario cine de chapa y la casa de mis abuelos estaba al final de un pasillo. En la casa vivía una pareja. Me contaron que habían ocupado la casa después de terminada la guerra. Que cuando llegaron no tenía techo y que ellos se lo pusieron”. Cytryn saca fotos. Es un lugar desolado, lúgubre, atravesado aún por los aullidos silenciosos de su drama. Conmovido, cuando deja la casa y vuelve hacia el modesto centro del lugar ve cómo todo el pueblo sale de la iglesia. Estaban todos dentro, en la misa del domingo.
Cytryn vuelve a Buenos Aires, a Clarín, hay noticias que lo impactan. El secretario de redacción, Octavio Frigerio, que de a poco se va convirtiendo en su compinche, le dice que lo van a nombrar prosecretario de redacción. Acepta. Ya pertenece al patriciado periodístico del diario, está en carrera, le dan un 0 Km, se muda a una casa, construye poder, su palabra importa, el naranjo está en flor. Pero hay más, los temblores se suceden. Le cuenta a Benjamín que sacó fotos de Mordy, que se encuentren, que las vean juntos. El padre llega a la casa, se saludan, la misma distancia de siempre, el mismo callado rigor. Cytryn proyecta las diapositivas en una pantalla. Le cuenta, le explica. Cuando enciende las luces, una lágrima recorre la mejilla de su padre. Se hace un silencio espeso, incómodo, nadie dice nada. Nunca hablarán del tema, nunca dirán algo. “Fue la única vez que lo vi llorar. Me hubiera gustado alguna vez hablar de todo eso, me quedé con ganas, pero era algo muy doloroso para él y elegí respetarlo”. Benjamín murió al año siguiente. Tenía 77 años.
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“Jefe carismático, imponente y controversial, tenía una capacidad notable para percibir los humores sociales y la sensibilidad del lector, y lograr que la combinación no colisionara con la línea editorial de la empresa. Durante 15 años, cada tapa surgió de sus intuiciones y las de su partenaire, el jefe de diseño, Tomás Dagnino, al que Cytryn convirtió en su lector arquetípico: le atribuía sintonía con el medio millón de argentinos que miraría la tapa al día siguiente”. En su libro Clarín, la era Magnetto (Planeta, 2015), el periodista Martín Sivak describe de ese modo, tras seis años de investigación, los entretelones de la edición cotidiana del diario. El libro es el segundo volumen de un trabajo exhaustivo que reconstruye el crecimiento y el auge de Clarín como dispositivo de lectura del desayuno nacional por antonomasia, primero, y como empresa todopoderosa después, ya convertido en un pulpo implacable y multimediático.
Ese salto exponencial comenzó, paradójicamente, poco tiempo antes de que Cytryn dejara la empresa por sus diferencias con la cúpula directiva, encabezada por Héctor Magnetto, accionista y CEO actual, uno de los empresarios más influyentes y temidos de la Argentina. De bajísimo perfil durante muchos años, tildado de despiadado por propios y extraños, el nombre y la posición de poder de Magnetto quedaron expuestos para la opinión pública tras un largo y descarnado enfrentamiento de su Grupo con el Gobierno kirchnerista, iniciado en 2008 y continuado hasta hoy. Durante la jefatura de Cytrynblum, Magnetto era el gerente general de la empresa —que además del diario también era accionista mayoritario en Papel Prensa, fabricante del insumo esencial para los medios gráficos—, pero su influencia en la toma de decisiones de la redacción, neutralizada por Cytryn, era, sino irregular, al menos inorgánica. Una vez que Magnetto se deshizo de él, la convirtió en su doncella.
Pero volvamos a los tempranos años ochenta. A fines de marzo de 1982, Cytryn se encuentra de viaje en París, su ciudad favorita. Allí vive François Le Pot, seudónimo de Enrique Oliva, que además de corresponsal de Clarín en la ciudad es un amigo al que Cytryn envió allí para que no lo chupara la dictadura. Culto y expansivo, Oliva era una ardiente militante peronista. “Salvando las distancias, tenía el fuego revolucionario del Che”, recuerda. “Durante un tiempo lo refugié en mi casa, hasta que lo pudimos sacar del país. Todavía tengo la imagen del avión que lo llevaba al exilio levantando vuelo en Ezeiza”.
La excusa de tener un amigo en París le sirve a Cytrynblum para visitar esa ciudad cada año (algunos años más tarde, Francia le retribuirá ese cariño nombrándolo Caballero de la Legión de Honor). Y allí estamos, en abril de 1982, cuando en el mediodía del viernes 2 una noticia lo sacude: Argentina recuperó las Islas Malvinas. Después de hablar con Joaquín Morales Solá, su segundo en el diario, Cytryn arma las valijas y se sube a un taxi hasta el aeropuerto Charles De Gaulle, donde se toma el primer vuelo hacia Buenos Aires. La Guerra de Malvinas, que duró hasta el 14 de junio de ese año y que, tras la muerte de 650 soldados argentinos, finalizó con la rendición de las Fuerzas Armadas a manos de los ingleses, trae recuerdos no menos ominosos para el periodista.
“En medio de la guerra, fuimos con Ramón Andino, otro gran amigo y jefe de cierre del diario, a ver al Brigadier [Basilio] Lami Dozo, jefe de la Fuerza Aérea. Estábamos reunidos y él salió por un momento. Cuando volvió, en la mano traía un télex con una propuesta del presidente peruano [Fernando] Belaúnde Terry para destrabar el conflicto. Blandiendo el documento nos dice: ‘Miren lo que rechaza el hijo de puta de Anaya’. [Jorge Isaac] Anaya era el jefe de la Marina. ‘Está rechazando la propuesta de tres banderas en Malvinas’, gritaba Lami Dozo, sacado. Ahí mismo también lo criticó a [el presidente Leopoldo] Galtieri, del que dijo que era un imbécil y un borracho. Con Andino nos quedamos estupefactos”.
Paradojas de un país convulsionado, aunque lógico tratándose de una guerra que fue tomada como una gesta popular, durante la contienda de las Malvinas Clarín alcanzó picos de ventas. Su postura y cobertura durante el conflicto —para la cual no contó con un periodista propio en el frente, de manera que debió reportar valiéndose de la información oficial—, osciló entre cierta euforia al comienzo, producto de la recuperación, cierta “neutralidad patriótica” durante algunas semanas y un optimismo ligero que se convirtió en negador después, al punto de no aportar datos de la inminente rendición argentina hasta horas antes de que ocurriese. Ese optimismo, es cierto, fue mucho mayor en otros medios (La Razón, Crónica o la revista Gente), que batieron el parche del triunfalismo durante los más de 70 días de batalla.
Pasado Malvinas, se inició el lento deshielo. Comenzaba a hablarse de transición. A mediados de 1982, el diario publicó por primera vez en su portada una foto de las Abuelas de Plaza de Mayo, prácticamente ignoradas hasta ese momento por todo el arco mediático local, a excepción del Buenos Aires Herald (diario escrito en inglés, el único que, pese a apoyar el Golpe, publicó las atrocidades del régimen). “Clarín fue muy cagón, tengo que admitirlo. Recuerdo que cuando se llevaron a Timerman [Jacobo, mítico editor argentino], nos vino a ver su hermano, furioso porque no habíamos publicado nada. Después de mucho hablar con el tercer piso [donde estaban los gerentes], logramos convencerlos y escribimos un editorial donde reclamamos por él”.
- ¿Siente que podía haber hecho más por él o por otros colegas o conocidos?
- A veces me pregunto si hice todo lo que pude para mitigar el dolor de tantos. Lo pienso mucho. Le doy vueltas, es algo que me aparece por las noches… Hice todo lo que pude por mucha gente. Sí, siempre se puede hacer más, pero estoy tranquilo con eso.
- ¿Además del corresponsal en París, hubo otros casos?
- Sí, también secuestraron al corresponsal en Neuquén, Enrique Esteban, que era un muchacho joven que ni siquiera era militante. En el diario publicamos la noticia varias veces, pero lo que hice fue distribuir su ficha en todas las agencias internacionales de noticias que tenían sede en Buenos Aires. Me aseguré que su caso tuviese difusión. Fui a ver al general [Roberto] Viola, y él me derivó con [Reynaldo] Bignone, antes de que fuera presidente. Pero pasaba el tiempo y no aparecía. Hasta que un día, tres meses después, llamó Bignone al diario para decir que estaba en Tres Arroyos. Lo habían torturado. Un horror. Lo “legalizaron”, y tres meses después lo largaron.
- ¿Había pedidos de auxilio espontáneos, gente que aparecía para pedirles ayuda?
- Una vez vino Haroldo Conti [legendario escritor argentino, desaparecido], a pedirme plata, asustado. Él colaboraba en el suplemento cultural. Le di plata, porque su idea era irse. Al tiempo me enteré que no aparecía por ningún lado. Hasta hoy. También nos movimos por Antonio Di Benedetto, cuando lo chuparon. Logramos que lo largaran. No tenía un peso, además, así que le di plata y se fue del país. Vivió seis años en Madrid. Desde el exilio le publicábamos artículos y le girábamos la plata.
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Tanta oscuridad, tanta pulsión baja debía atemperarse de algún modo, sostenerse en algo que pudiera servir de bálsamo entre todo ese miedo, toda esa prohibición. Cualquier redacción de aquellos años, por más pequeña o grande que fuera, era un ámbito de dispersión, con su liturgia propia, su costado lúdico. La de Clarín prácticamente no tenía mujeres, y entre sus integrantes contaba con un buen puñado de tipos noctámbulos y arrabaleros, sujetos dados a la libación, al vicio hedonista, al descenso a lo profundo de la noche. Cytrynblum era uno de ellos. Para él, la calle Corrientes y, sobre todo, los restaurantes de moda entre la farándula eran algo así como la continuación de su despacho. Casi todos los días, después del cierre, junto a su secretario Medrano, Rolo Andrés —a cargo de la revista dominical— y el jefe de fotografía del diario, José Bairo, iba a comer a Edelweiss, Fechoría o Los Años Locos, reductos emblemáticos de esa época.
La noche porteña tenía su encanto, sus risas, sus curvas, sus secretos. En esas mesas, entre volutas de Benson&Hedges o Jockey suaves y vino blanco premium, Cytryn se hizo amigo de Alberto Olmedo, célebre cómico argentino, un personaje quintaescencial de la Buenos Aires de aquellos años, una parte de su alma. “Nos hicimos muy amigos. Alberto era un tipo muy reservado, era capaz de caminar mirando para abajo, así no cruzaba su mirada con nadie, pero lo hacía de tímido que era. Una vez me confesó que a su padre lo había conocido cuando estaba preso… Me acuerdo que tenía un sketch que se llamaba ‘Alvarez y Borges’ junto con Javier Portales, en el que ambos estaban en una especie de sala de espera, sentados. Era muy divertido. Las primeras veces decía: ‘Vengo a ver a Marquitos’. Se rumoreaba que el sketch lo fue pensando mientras me esperaba a mí en el diario cuando venía a visitarme. Por las dudas, le pedí que no dijera más mi nombre. No quería tener problemas”.
No eran pocos los privilegios del Ruso por esos días. Para 1982, estimulado por los generosos premios que a fin de año le daba el diario, además de un sueldo mensual que cotizaba en dólares, se mudó con su familia (esposa y tres hijos) a un piso que compró en la calle República Árabe Siria, distinguido pliegue de Buenos Aires en el que la ciudad puede confundirse con Greenwich Village o cualquier rincón residencial de Londres o Madrid.
Su cargo le permitió acercarse a gente admirada, artistas a los que escuchaba en su Winco o veía en la pantalla. Así fue como conoció a Serrat, con quien fue empatía a primera vista. El músico catalán visitó la redacción del diario una tarde para una nota y Cytryn pidió que se lo presentaran. Serrat entró en su despacho cerca de las ocho de la noche. Se fueron a las doce, después de tomarse tres Dom Perignon que gentilmente, aunque de forma subrepticia, le bajó John, el mozo austríaco que atendía a Ernestina, la propietaria. Siguieron la noche durante algunas horas más, tanto que Serrat, que al día siguiente debía dar un show en la provincia argentina de Córdoba, suspendió un vuelo que tenía programado. Desde entonces, cada vez que el español viene a la Argentina se ven. “Como ser humano es superior a su obra… así que imagínate la clase de persona que es”, indica. Una foto en la que a ambos se los ve sonrientes, tostados por el sol y con muchas menos canas que ahora, decora el living de la casa del periodista.
Tanguero empedernido, ni bien se hizo cargo de la redacción a Cytryn se le ocurrió crear una sección fija semanal que se ocupase de la actualidad del género. Era una manera de sostener la presencia de una cultura que él amaba pero que solía sucumbir, entre las nuevas generaciones, ante el ascenso de otros ritmos. Nombró de encargado a Jorge Göttling, otro prócer del periodismo local, un cronista que, además de rozar el genio con su prosa, condensaba, en su cuerpo y en su sangre, buena parte de la bohemia de entonces. “Un periodista y una persona extraordinarios”, dice. Esa doble página de los jueves le permitió conocer a un gran número de músicos que lo fascinaban: Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, Roberto Goyeneche, Horacio Salgán, entre otros.
Mientras tanto, el deshielo continuaba.
Acorralados por una crisis económica colosal, jaqueados, cada vez más, por los organismos de derechos humanos que contaban con apoyo internacional y, sobre todo, desprestigiados por la derrota en Malvinas, finalmente los militares convocaron a elecciones generales, que se celebraron en octubre de 1983. La larga noche de los siete años llegaba a su fin. Clarín, o Cytrynblum, entendieron la importancia histórica del acontecimiento. “Llegamos” tituló grande en la tapa del 30 de octubre. Una vez más, con una sola palabra, el hombre nacido y criado en Villa Crespo que no había terminado el secundario, que no sabía inglés, que no leía prensa extranjera o apelaba a focus groups para saber qué quería el lector, pero que tenía un don para capturar los humores de su tiempo, interpretaba con precisión el sentido trascendental de ese día, su épica. Empezaba una nueva etapa. Y, como tal, Clarín empresa, que hacía un año se había desprendido del frigerismo de su directorio y había dotado, por tanto, de más poder a la figura de Magnetto, también iniciaba otra fase, la fase de la expansión. Una expansión espeluznante.
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En democracia el diario no detuvo su empinado crecimiento. Al contrario, acentuó su condición de líder, de fuente de energía y de poder. Y de ingresos, muchos ingresos. En aquel tiempo, el suplemento de avisos clasificados de los domingos pesaba casi medio kilo. Toda compañía que quisiese contratar a un empleado, jerárquico o no, debía hacerlo colocando un aviso en esas páginas. Era la aduana del trabajo argentino. O al menos de todo Buenos Aires, que es como decir su espina dorsal. Fábula o no, se cuenta que era tan elevada la facturación global de esos avisos que solo con lo que ingresaba por ellos alcanzaba para cubrir toda la masa salarial de la empresa.
Una de las primeras decisiones que tomó el diario para ampliar su red corporativa fue ingresar como socio en Radio Mitre, una de las emisoras más importantes del país. Paradojas del destino, la chance de poner un pie allí llegó a través del mismo Cytrynblum. Por ley, un diario —u otro medio— estaba impedido de hacerlo, pero, como ocurriría con frecuencia en el futuro, las reglas nunca fueron un obstáculo para que el Grupo —en rigor, para casi todo el establishment vernáculo— alcanzara sus objetivos y ampliara su poder. En mayo de 1986, un amigo de Cytryn, Domingo Cutuli, un hombre de negocios que, entre otras actividades, llegó a representar comercialmente a Carlos Reutemann, le comentó que quería vender el porcentaje de acciones (menor al 10%) que tenía de Radio Mitre. “Le dije que yo lo contactaba con el tercer piso, con los directivos, que conmigo eso no lo tenía que hablar. Y así hice”. Pasó el tiempo. A Cytrynblum no le comunicaron nada. Se enteró, de nuevo por su amigo, que Clarín ya era socio de la emisora. Fue uno de los primeros indicios que tuvo de que no contaban con él como hombre de confianza, que ni siquiera le comentarían los pasos a seguir.
Y así fue.
Dos años antes, un libro había provocado un escándalo en el seno de la redacción y de la empresa. Jorge Asís, un escritor que Cytryn había contratado en 1976 y que se había convertido en uno de los columnistas estrella del diario, dejó la compañía a fines de 1982, en medio de un conflicto gremial desatado por el despido de tres periodistas de deportes, en una situación que generó tensión entre Cytryn y algunos compañeros del diario. En 1984, siendo best seller, Asís publicó una novela en la que reveló y desvirtuó una buena cantidad de detalles, sobre todo defectuosos e incluso vergonzantes, de sus compañeros. Cytrymblum, que es uno de los protagonistas de ese relato, se sintió estafado por Asís, como muchos de sus compañeros. “Es un personaje menor, pero que hizo mucho daño”, dice, lacónico.
Pero el verdadero beso de Judas llegó un tiempo después. En 1988, también a través de un conocido, esta vez un político radical, Cytrymblum supo que Magnetto había hecho un acuerdo con el precandidato Carlos Menem, un peronista oriundo de La Rioja que contra todo pronóstico alcanzaría la presidencia en 1989. El pacto consistía en que Menem, una vez que llegara al poder y abriera la licitación para privatizar los canales de TV del Estado, le adjudicase uno de ellos al grupo. El preacuerdo se firmó en La Rioja.
Cytrynblum resignaba relevancia. Sabía, se enteraba, que los periodistas de economía y de política hablaban con Magnetto. Que la información que le interesaba al CEO se filtraba, era publicada. En la jerga periodística, que lo operaban. Comenzó a verse rodeado, a desgastarse, a pensar otras opciones.
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—¿Así que son directores técnicos de fútbol? ¿Y dónde entrenan?
Cytryn charla con los dos hombres, padre e hijo, que le están reparando la cerradura de la puerta de la casa que acaba de comprar en un country.
—No tenemos un lugar propio, así que lo hacemos en un potrero público.
Es 1987 y esa es la chispa que enciende todo. Cytryn hace rato que quiere dar una mano, ponerle el cuerpo a la desigualdad: el tiempo —Clarín, la vida, el capitalismo— sosegó la llama anarquista, pero el eco de alguna utopía todavía deambula, todavía titila, lo suficiente para alivianar la desdicha de algunos. Le caen bien padre e hijo, siente compasión, les pide más detalles, se queda pensando que algo lo convoca. Su cargo en Clarín ayuda, mueve algunos contactos y organiza una cena-subasta para recaudar fondos. Invita a algunos empresarios de buena billetera y a una decena de actores. Los mangea descaradamente. “Les hice poner 500 dólares a cada uno. Vinieron el vicegobernador de la Provincia de Buenos Aires, Luis Macaya, y el intendente”. Junta 15.000 dólares, pero como sabe que con eso no alcanza, le pide al intendente que le ceda una hectárea, algún terreno vacío dentro del distrito. Lo consigue, y con el dinero recaudado, arma el resto. Funda un club: nace Argentinos de Del Viso. La camiseta, igual a la del equipo del que es hincha, Argentinos Juniors, que para alegría suya hace dos años salió campeón de América.
Allí comienza la otra aventura, una que no provoca excitación en la opinión pública, que el sistema no considera glamorosa o palpitante, que no se la relaciona con el poder, o al menos no con el costado más atrapante del poder: el trabajo social, la solidaridad.
Por más que vive en un country, Cytryn toma contacto con el alrededor: la Zona Norte del Gran Buenos Aires es un territorio brutalmente desigual, tal vez el más asimétrico de todo Buenos Aires, con estándares de vida del Primer Mundo en los barrios privados y marginalidad africana afuera de ellos, dos realidades antitéticas separadas por metros y por cercos. En la zona no hay escuelas municipales —pese a que Argentina tiene una larguísima tradición de escuela pública—, tampoco jardín de infantes, menos una universidad. Los chicos humildes tienen que viajar dos horas en transporte para ir a un colegio. La deserción escolar es aplastante. Cytryn cavila: tiene medios, contactos, sabe cómo buscar capital, sabe moverse. Y acciona. Ese mismo año, nace la Fundación Del Viso. El objetivo inmediato, recaudar dinero para comprar una propiedad y abrir el primer jardín de infantes gratuito en la zona. Lo hace: compra una casa, reacondiciona tres ambientes que se usan como aulas y lo inaugura. Es el primer paso. Le siguen varios más. En Argentina es el fin del alfonsinismo, que no llegó solo, sino con hiperinflación, una de las últimas de Occidente en ese siglo. Es una catástrofe social. La crisis se lleva puesta empresas, bancos, ahorros, sueños. Hay saqueos en la zona. La Fundación Del Viso organiza colectas para repartir comida.
Al primer jardín de infantes le sigue otro, y luego otro, y después uno más. La Fundación crece, consigue subsidios, apoyos, donantes mensuales. Nace la escuela del niño, también un hogar para chicos diferenciados. Tampoco hay colegio secundario en varios kilómetros a la redonda. Los chicos de la zona se tienen que ir hasta Escobar, que queda a una hora y media en autobus. Cytryn se reúne en La Plata con el director general de Escuelas de la Provincia. Consigue su “ok” y también el aporte oficial. Es octubre de 1989. Diecisiete meses después, el 14 de abril de 1991, se inaugurará el colegio secundario N1 de Del Viso.
Pero en el medio pasan cosas.
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París es una fiesta. Es el soleado miércoles 14 de julio de 1989 y se celebran los 200 años de la toma de la Bastilla. No del todo ajenos a esa fanfarria, Marcos Cytrynblum y Robert Maxwell (1923-1991), gigante de los medios, británico de origen checo que escapó del horror nazi, se reúnen en un hotel del barrio La Défense. Maxwell no lo sabe, pero Cytryn planea una revolución. Para eso, llega a la cita con su amigo Oliva, el corresponsal del diario en la ciudad. Barón de los medios en Europa —tiene ocho diarios, nueve hijos y más de 20 revistas—, Maxwell abriga planes de inversión en Latinoamérica. Al parecer, el nuevo presidente, Carlos Menem, un riojano simpático que acaba de asumir, aspira a que la Argentina sea el destino de todos los capitales posibles. Maxwell está pensando en fundar un diario popular y a color, característica para la que es necesario contar con una máquina rotativa que nadie tiene. Él sí. Cytrynblum lo entusiasma, le dice que debe desembarcar en la Argentina. Maxwell se sorprende por el número de ventas de los matutinos en ese país sudamericano, y sabe que él, ese “polaco” que tiene enfrente que no sabe hablar inglés pero derrocha energía y convicción, es uno de los responsables del notable crecimiento del “gran diario argentino”. Cytrynblum, por su parte, cree que la llegada al poder de Menem significará, por su alianza con Magnetto, su eclipse, e intuye que allí puede haber un asalto al cielo, una fuga hacia adelante: irse con la cúpula periodística de Clarín y ponerse al frente de un diario más audaz, tal vez más popular, más moderno. Es un anhelo arriesgado, pero él es arriesgado. Le excita ese plan, confía en su talento, cree que puede afrontarlo. Se repite para sí, y lo dice entre sus íntimos, que él es el responsable de que Clarín sea un fenómeno de masas. Acaso algo de su espíritu anarquista, iconoclasta, lo empuja a subirse a esa montaña, y a saltar. El hecho de que en la reunión Cytrynblum y Maxwell hablen en ídish colabora para que Cytryn crea que tiene un aliado, alguien de su tribu, alguien que no lo va a traicionar. Se comprometen a mantener todo en el más estricto secreto.
Ya de vuelta en Buenos Aires, algo comienza a torcerse, a cambiar. La política se mete en el medio. Maxwell le informa a Cytryn que el plan sigue, pero que va a comprar La Razón, un vespertino que todavía tiene buena tirada. Cytryn lo desalienta, le dice que los vespertinos están en baja en todo el mundo. Tiene razón, pero Maxwell no le hace caso: llega a Buenos Aires, donde le arman varias reuniones, entre ellas una con Menem. Rápido de reflejos, el riojano se saca una foto. Es un metamensaje: para el mundo corporativo, porque implica que el país es confiable para las inversiones; para Clarín, aun cuando ya tiene un pacto con el Grupo, porque significa la llegada de un tiburón mundial de los medios (un fantasma recurrente para el Grupo); para Cytryn, porque se da cuenta de que Maxwell tiene interlocutores encumbrados, y por lo tanto el plan puede o va a cambiar, ya no es igual al del principio.
En diciembre, los apoderados de Maxwell arman un encuentro en el hotel Plaza de Buenos Aires entre un puñado de banqueros locales y su jefe. Unos minutos antes, el británico se reúne en otro salón con Cytryn, pero ambos cometen un error casi amateur: a instancias del magnate, el periodista pasa por la reunión. Son dos segundos nomás, suficientes para desmantelar un sueño. Uno de los banqueros lo reconoce. El ardid se esparce a velocidad de rayo. Se habla de sabotaje, de traición. La redacción del diario se convulsiona, no sale de su estupor. Las versiones se disparan, el despacho de Cytryn es “allanado”. Cae la noche. Es la caída de Versalles.
“Arreglé una indemnización jugosa, sí, pero menor en relación a todo el dinero que les hice ganar”, razona Cytryn. “Estaba rodeado”. Lo reemplaza Roberto Pablo Guareschi, un hombre que él contrató 15 años antes. El arreglo, firmado en febrero de 1990, contempla que por cinco años no podrá dirigir ningún otro medio.
¿Y ahora?
Ahora se sigue, como sea, pero se sigue, a pesar de que el propósito de Maxwell naufraga, como también naufraga la economía argentina, que vuelve a caer en la alta inflación. Son tiempos duros: unos meses antes, dos grandes amigos suyos, Alberto Olmedo y Rolo Andrés, mueren trágicamente. Cytryn vende su piso, conserva la casa que compró hace dos años en Pilar, se muda a un departamento más chico, se reconvierte.
Es joven aún: vivió tres vidas, pero todavía no cumplió 52 años.
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En aquellos tiempos sin redes, el precipitado final tuvo una repercusión relativa, de ninguna manera el escándalo que hubiera sido en otros tiempos. Cytrynblum tenía contactos y reconocimiento, pero el hecho de que no pudiera trabajar en el país parecía un escollo insalvable. No lo fue del todo, porque su perfomance en Clarín le había dado reputación continental: a los pocos meses, en agosto de 1990, mientras se ocupaba de la Fundación Del Viso —había abierto una oficina en Palermo—, recibe un llamado de Alberto Ulloa, miembro de una tradicional familia de Perú, propietaria del diario El Expreso. Ulloa, cuyo padre y hermano mayor fueron miembros encumbrados de distintos gobiernos, le ofrece hacerse cargo de la reestructuración de su periódico en Lima. Firman un acuerdo y Cytryn se lanza a trabajar. El romance dura casi dos años, desde noviembre de 1990 hasta agosto de 1992. En ese período, Cytrynblum pasa, intermitentemente, largos períodos de tiempo en Lima. Allí conoce la inigualable gastronomía peruana, que está comenzando a ganar fama mundial. Y también a un buen número de cronistas talentosos, a los que apoya y alienta en sus carreras. A uno de ellos, Umberto Jara, ya durante este siglo, le dará refugio durante varios meses en su casa en Del Viso luego de que este fuese amenazado por sus investigaciones contra el fujimorismo en Lima.
“Fue una muy buena experiencia y cumplido el contrato me volví a Buenos Aires”. Otra vez en el país, Cytryn retorna a la Fundación, que no paraba de crecer. Pero no por mucho tiempo. En la ciudad, un nuevo proyecto está amaneciendo. Centenario y en su momento prestigioso, a mediados de 1994 el diario La Prensa es adquirido por Amalia Lacroze de Fortabat, otra viuda millonaria que, acaso para emular a Herrera de Noble —la propietaria de Clarín—, aspira a tener influencia en el círculo rojo del establishment con un medio propio. Cytryn y Amalita, como se la conocía, son vecinos: viven a 40 metros de distancia. Se reúnen en el departamento de la viuda, un imponente piso con vista al río sobre la principesca Avenida del Libertador. La Prensa es un medio considerado ultraconservador, con una audiencia elitista y de edad avanzada. Cytrynblum le propone hacer un cambio profundo: cambiar el logo, abandonar el formato sábana, incorporar color, descontracturar las coberturas, ampliar el universo de lectores. “Debía ser un proceso, porque [los cambios] no los podíamos hacer bruscamente, no se nos podían ir los lectores mayores. Yo pensaba en las nuevas generaciones”. El diario es relanzado el 22 de noviembre de 1994 y agota 50.000 unidades. Hasta ese momento no llegaba a los 10.000 diarios. “Se me ocurrió que podíamos hacer publicidad no convencional en un programa de TV del mediodía muy exitoso de entonces, Nico, que conducía Nicolás Repetto. Me reuní con él y nos pidió 200.000 dólares mensuales para leer el diario al aire, mientras comía algo. Pero el directorio de la empresa que manejaba el diario no lo aprobó. Ofreció la mitad. Y Repetto lo rechazó. Fue una lástima, porque eso podía haber cambiado el destino del proyecto”.
Cytryn, que tiene algunas diferencias con Amalita sobre determinadas coberturas —en especial con la del atentado a la AMIA de 1994—, también contó con algunos viejos secuaces de Clarín para sus nuevas andanzas. Pero el diario nunca vuelve a perforar el techo de esa venta inicial. La novedad se va apagando. También, como ocurre muchas veces, la competencia —su conocido exempleador, que a esa altura también era dueño de los derechos de TV del fútbol argentino— apela a todas sus artimañas para resistir la posible embestida. “Por alguna razón nunca del todo esclarecida, el diario tuvo problemas de distribución, sobre todo hacia los lugares de veraneo o de descanso, adonde llegaba a la tarde. Eso nos perjudicó”, recuerda.
Cytryn comienza a sentirse incómodo, a tener diferencias con el directorio, la típica tensión entre corporativos y editores. Unos cuidan el presupuesto, otros lo quieren estirar. El diario, efectivamente, había cambiado notablemente, y además había incorporado a una constelación de periodistas jóvenes y pujantes, pero el proyecto nunca termina de consolidarse, menos aún cuando a Marcos lo contactan nuevamente del extranjero.
“A comienzos de 1995 me llamó a mi oficina de la Fundación un empresario paraguayo, Osvaldo Dominguez Dibb, diciéndome que quería crear un diario en su país. Le pregunté si tenía la imprenta, pero me respondió que no. “No tengo nada, pero quiero contratarte”, me dijo”. Cytryn abraza el plan. Son tiempos de vorágine: todavía trabajaba en La Prensa, de manera que un principio hace las dos cosas en simultáneo. Finalmente, el 25 de mayo de 1995, en un acto al que asistió el presidente de Paraguay de entonces, Carlos Wasmosy, se inaugura La Nación. Cytrynblum todavía se ríe de las extravagancias de Dominguez Dibb, su opulento empleador, capaz de prestarle su avión privado para hacer una nota, o de regalarle cajas de whisky escocés o del más exclusivo champán.
Pero también dura poco esa aventura, porque emerge otro desafío, esta vez bien distinto, aunque también en el trepidante mundo de los medios de comunicación: la televisión. A mediados de 1996, con la Argentina sumida en una especie de trampa social por el crecimiento sostenido de su PBI y el aumento salvaje de su desocupación, Alejandro Romay, conocido como el Zar de la televisión argentina, lo convoca para que se haga cargo de la gerencia periodística de Canal 9, del que era el dueño hacía varios años. Con un gran instinto para la detección de fenómenos artísticos populares —sobre todo para las telenovelas—, Romay quería hacerse fuerte en lo que consideraba su déficit: aspiraba a mejorar la calidad del noticiero, sofisticar sus coberturas, agregarle valor. Cytryn asume el desafío, pero de inmediato se da cuenta de que su tarea excede su cargo, y se convierte en una suerte de lugarteniente del propietario del canal. Comienza, además, a organizarle almuerzos con ejecutivos de compañías, gente vinculada a las corporaciones. También le acerca ideas.
Histriónico y locuaz, con poco conocimiento de la noción de pudor y no menos megalómano que cualquier otro magnate con los que había trabajado, el temperamento de Romay impresiona a Cytryn desde un principio. Un episodio lo retrata. Es el año 97 y no es un gran momento para las pequeñas y medianas empresas de la Argentina: la política económica del menemismo, abierta de par en par a las exportaciones, no las beneficia. Rápido de reflejos, Cytryn le propone a Romay organizar una reunión colectiva entre los avisadores medianos y chicos y el súperministro de Economía, Domingo Cavallo. Era una forma, audaz pero decididamente pragmática, de bajar la tensión en ese vínculo, de que charlaran. El Zar acepta, Cavallo también. Contratan el Teatro Coliseo para hacerlo. Es un momento de convulsión callejera, de resistencia sindical. Romay y Cytryn llegan juntos a la cita, pero cuando dan vuelta en la esquina de la calle Marcelo T. de Alvear, en el centro porteño, se quedan desconcertados: como se había difundido la presencia de Cavallo, el sindicato de portuarios, que acababa de sufrir despidos masivos de sus trabajadores, se hace presente en la puerta del teatro, para repudiar la figura del verborrágico ministro. A un costado, haciendo fila para ingresar, los propietarios de las empresas avisadoras contemplan perplejos la escena. Cavallo todavía no llegó, pero su presencia corre peligro. La situación es delicada. Los despedidos sacuden sus bombos, empuñan consignas. Cualquiera que conoce al sindicalismo argentino sabe distinguir la prosapia física y temperamental de sus conspicuos representantes. Romay también. Pero se le ocurre algo. Ataviado con un traje italiano, peinado a la gomina, empujado por una idea que considera convincente, cruza la calle decidido y enfrenta a la muchachada demandante. “¿Quién es el que está a cargo?”, pregunta, inmutable. “Yo estaba atrás suyo, y no se le movía un pelo”, recuerda Cytryn. Aparecen dos sujetos, que se le plantan enfrente. “Si ustedes se quedan, Cavallo no va a venir. Y la protesta no sirve de nada. Yo les propongo algo. Ustedes saben quién soy. Este señor que me acompaña —y señaló a Cytryn— los va a recibir mañana en el Canal para que en una nota le cuenten a la ciudadanía el problema que tienen”, les dice Romay, mirándolos fijos. “Los tipos deliberaron un rato y le hicieron caso, se fueron. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, vinieron al Canal para que les hiciéramos una entrevista. Por supuesto, la reunión con los avisadores y Cavallo se hizo. Ese era Romay, un tipo con zonas oscuras, claro, pero con un arrojo que no conocí en otra persona”.
Pasaron unos meses. En uno de los tantos almuerzos que comparten —Romay solo comía espaguetis—, el magnate le comenta a Cytryn que tiene ganas de vender el Canal 9. “Me puse en movimiento, activé contactos. Aparecieron varios. Uno de esos llamados fue de una cadena australiana, Prime Television, que con algunos socios menores locales hizo una oferta muy buena: 120 millones de dólares. Era un montón de dinero, sobre todo porque el Canal estaba en baja y tenía deudas”.
La negociación lleva varios meses, muchas idas y vueltas, pero finalmente se hace. Romay vence la resistencia de su familia, en especial la de sus hijos que no quieren que se desprenda de la empresa. La escena final tiene todos los ingredientes de las novelas que supo financiar el dueño del Canal 9. Un domingo a la noche, en medio de un calor caribeño, en las oficinas del empresario en el centro de Buenos Aires —en las que no funcionaba el aire acondicionado—, se firma el contrato de compraventa. “La espera se hizo larga, y ya eran las tres de la mañana. Las hijas de Romay lloraban. Los australianos se dormían… Era una cosa increíble…”, recuerda Cytrynblum. Cuando recibe el pago por 98 millones de dólares (el resto lo cobrará más adelante), Romay levanta el cheque por encima de su cabeza y, teatral y dramático como solía ser, dice con la voz quebrada: “De esto yo ya tenía…”.
“Fue una de las cosas más conmovedoras que presencié en mi vida. Era el dolor genuino de un hombre que se estaba desprendiendo de su tesoro más preciado”.
* * * *
Empieza el nuevo milenio. Cytrynblum encara un nuevo —otro más— desafío. El llamado tercer sector lo atrapa, el compromiso social, lo colectivo. Es cierto, no genera la adrenalina de otros rubros, pero su vanidad ya está más que amortizada con todo lo que hizo hasta ahora. “Soy un hacedor”, se autodefine, soberano. Es el tiempo de las cooperativas, y de un rubro que crece, que no parará de crecer: las telecomunicaciones. Al frente de la Fundación se hace amigo de Angel Manescotto, presidente de la Cooperativa Del Viso, la cooperativa de su zona. Cytryn, que todavía no se había despedido del todo de Canal 9, recibe un llamado de Manescotto, que le cuenta que necesita tomarse licencia, y que después de pensarlo mucho cree que él es la persona adecuada para remplazarlo. Otro proyecto en el horizonte, pero, esta vez, uno que vincula una de sus pasiones, la comunicación, con sus dominios, su barrio. Acepta, claro. “Lo primero que desarrollamos fue el servicio de internet. Un tiempo después, juntamos energía y plata y nos lanzamos al servicio de televisión (Tel Viso) y desde 2018 estamos desarrollando telefonía celular. Fundamos la Cámara Argentina de Telecomunicaciones, una iniciativa nuestra a la que se sumaron cooperativas de Santa Rosa (La Pampa), Pinamar (Buenos Aires) o General Gálvez (Santa Fe)”. Una vez que despega, la Cooperativa no para: financia obras de gas natural, construye refugios de material (paradas de autobús), levanta un espacio para el desarrollo de disciplinas deportivas y, a unas pocas cuadras de la estación de tren de la zona, abre la primera biblioteca pública de Del Viso, a la que Cytryn le dona una buena parte de los libros de su colección. “A la inauguración vino [el prestigioso historiador] Félix Luna. Tiene más de 20.000 libros. Y la colección completa del diario Clarín, desde 1945 hasta 1994, cuando se inició la digitalización”.
- Hablando de Clarín. ¿Lo lee todavía?
- No, hace rato que no. Pero ojo, seguí leyéndolo mucho tiempo después de que me fui. Pero ahora hace rato que no, no se puede leer. Hace un tiempo que renunciaron al periodismo. Me da lástima, pero sobre todo me apena lo que hicieron algunos de mis excompañeros. Yo los conocí, los hice entrar, y a veces no entiendo cómo fue que terminaron escribiendo o diciendo las cosas que dicen.
Llegamos al final. Cytrynblum levanta su 1,88 de la silla. El paso del tiempo no parece haber doblegado su espalda. Tampoco su pulsión vital.
- ¿Es de mirar el pasado?
- No, nunca miro para atrás. Para mí lo importante sigue siendo el ahora. Esto —dice, señalando el jardín pero abarcando el mundo—, todo esto que tenemos todavía acá.
Cytryn y su aire de patriarca se despiden.
Ya es de noche. Refrescó.
Los pájaros hace rato que dejaron de cantar.