“Parece primero de enero”, escribe una amiga mía por Twitter. Luego de un discurso de posesión eterno que deja claro que Petro tiene que aprender a ser presidente y no candidato, y aunque llevamos ya más de 48 horas sin ingerir una gota de alcohol, los colombianos tenemos guayabo. Es así como le llamamos a la resaca, pero también a esa suerte de moridera existencial que no necesariamente se da por beber. Y sí, tenemos guayabo a pesar de la ley seca porque venimos de una larga borrachera emocional por cuenta de la más intensa contienda electoral.
En esta segunda vuelta de las elecciones presidenciales, la cosa ha resultado más siniestra que la mezcla de un capítulo de House of Cards con uno de Succession. Hemos visto lo más ruin del ser humano en todo su esplendor y nos hemos regodeado en la sevicia de las jugarretas y puñaladas traperas que a diestra y siniestra han enardecido los ánimos (de diestra y siniestra, valga la redundancia para preguntarnos si es casualidad que siniestra signifique izquierda, pero también maligna y funesta).
Si fuera una analista política expondría aquí los desafíos a los que se enfrenta una izquierda que por primera vez logra gobernar en Colombia y esbozaría un perfil de nuestro nuevo presidente, Gustavo Petro, y de nuestra nueva y primera vicepresidenta negra y mujer, Francia Márquez (aunque ella amerita un libro aparte). Luego les contaría lo que de cualquier modo encontrarán en todos los análisis noticiosos:
- Que el nuevo Gobierno va a darse cuenta, ojalá más temprano que tarde, de que no puede acabar de buenas a primeras con la extracción de petróleo porque es la mayor fuente de ingresos del país y sin ella se quedaría sin plata para su plan de inversión social.
- Que Petro tendrá que adaptar su plan para resolver la injusticia social y aterrizarlo a una realidad que no afecte a la economía o de lo contrario generará más pobreza; que, con mermelada o sin ella, tendrá que negociar sus propuestas si quiere que se aprueben en el Congreso, porque su partido (Pacto Histórico) sólo tiene 20 escaños en un Senado en el que se necesitan 54 votos para lograr mayoría y ellos llegarían como mucho a 44 contando con los de otros partidos cercanos.
- Que la seguridad nacional y sus reformas, como perseguir a los narcoparamilitares, sentar a la mesa a una tercera milicia que aún no firma la paz (el ELN) y subordinar la policía al Ministerio del Interior y no al de Defensa, dependen por completo de las buenas relaciones que pueda forjar con unas fuerzas armadas que ven en el que ahora será su jefe a un exguerrillero, es decir, un enemigo.
- Que no haría falta ni siquiera un golpe de Estado de parte de las fuerzas armadas para echarlo todo a perder porque, con sólo ralentizar su operación, pueden hacer inviable el país y, aún más grave, pueden mover a Estados Unidos a quitarnos el apadrinamiento económico con el que se costea gran parte de la inversión social en Colombia.
Algunos dirán que lo mencionado arriba no son retos, sino imposibles. Se preguntarán también cómo es posible que hayamos elegido un presidente con semejantes dificultades por delante y, aún más increíble, ¿de qué nos alegramos con ese escenario tan tortuoso?
Para quienes llegan tarde a la función de este teatro de variedades que es mi país, les resumo el primer acto: temiendo perder el poder que ha conservado durante décadas, media Colombia se adhiere a una derecha que intenta desmarcarse del uribismo al ver que su candidato (Fico) no es gallo de pelea suficiente para ganarle en segunda vuelta al candidato de izquierda (Petro) y, en la más penosa de las jugadas, catapulta a Rodolfo Hernández, un empresario de clase alta provinciana, desfachatado y cómico (por no decir tragicómico) para contrarrestar la fuerza de esa otra media Colombia que lleva siendo derrotada una y otra vez en los comicios.
Y es aquí donde realmente entro a contarles lo que veo como colombiana y no como analista política. Mi país no se divide en izquierda y derecha, ni mucho menos en pobres y ricos. Los ricos (ese demonio) son muy pocos para sumar la mitad. Aquí nos dividimos así: media Colombia teme perder el sustento por desobedecer a sus señores feudales (los miedosos fieles) y la otra media teme castigos peores por haberse atrevido ya a pensar en un porvenir distinto (los miedosos rebeldes). La primera mitad de miedosos venera a los ricos y la otra mitad de miedosos denigra de ellos. Pero el problema común no son los ricos, sino el miedo.
La consigna de “el que sea, menos Petro” que los ricos ponen a repetir como mantra a sus vasallos no da resultado. Rodolfo Hernández además se esmera en confirmarnos que no es un mal menor, que, de hecho, no es ni siquiera una propuesta política, sino un tipo machista, imprudente, clasista y patético. Entonces 800.000 miedosos fieles se sublevan (porque “yo hago lo que me digas, señor, pero esto ya parece un mal chiste”). He olvidado aclarar antes que un señor feudal bien puede ser un patrón, un padre, un dios o un marido, cualquiera que cumpla una función de proveedor condicional. Por ello me atrevo a asegurar que gran parte de la sublevación la componen miedosas valerosas que por ningún motivo están dispuestas a verse abusadas y ninguneadas una vez más por otro de sus señores feudales. Rodolfo nos confronta como mujeres, y nos da la oportunidad a las mujeres de hacer que suceda lo inconcebible: que gane la izquierda (ese demonio) con Petro a la cabeza (ese otro demonio).
Por una vez, por primera vez en siglos, bailan de dicha los miedosos rebeldes, los que siempre sobraban. Ahora son los miedosos fieles los que se quedan sentados comiendo pavo porque, como sus señores feudales no lideran ya el convite, no les dan permiso de pararse a bailar. Es triste, sí, pero no está nada mal que para variar otro lidere el baile, y que los señores feudales sean invitados comunes y corrientes como todos los demás. Bueno está también que Petro les muestre que no tiene el poder de redentor que sus seguidores están convencidos de que posee, pero mucho menos el del demonio que ellos creen que es.
Que sea Petro quien marque el ritmo en este baile histórico y emocionante confirma que al fin estamos preparados para permitirles participar a aquellos que, como él, pusieron de un lado las armas para integrarse y cogerle el ritmo al tumbao del presente. Yo desearía de todo corazón que la alegría no embriague a nuestro primer bailarín, que la fuerza centrípeta del poder que hará que ahora giremos alrededor de él no lo maree, que no le dé por utilizar las injusticias del pasado para justificar asincronías con el presente que nos arrastren a todos a movernos sin ton ni son y chocando los unos con los otros como en un pogo salvaje. Aunque el ego lo engañe a cada paso que dé, yo sólo le deseo a Petro, y con él a todos los que estamos convidados a este baile, que sepamos ir piano piano, si acaso andante ma non tropo, para que todos podamos bailar sabroso.
Hoy mi país se despierta enguayabado. Unos ebrios de dicha y otros ebrios de frustración. Ganadores o perdedores, estamos igualmente agotados. Se nos escapa, sin embargo, lo único verdaderamente grave: seguimos despertando divididos, aunque convivamos en los comedores de nuestras familias, en las cafeterías, en la calle y en el trabajo. No hay ni buenos, ni malos, ni pobres, ni ricos. Pero, al final, el único demonio que nos une es el miedo. La mitad de los miedosos dicen que amanecerá y veremos, a lo que la otra mitad contestamos que hoy, por fin, amaneció, y que eso ya es mucho.