El partido ecologista Tierra y Libertad sumó el 0,45% de los votos en las elecciones peruanas de este año. En Uruguay, el Partido Ecologista Radical Intransigente logró el 1,38% en 2019. En Paraguay, el Partido Verde recogió el 3,24% en 2018. Ese mismo año, su homónimo brasileño cayó al 1%, muy lejos del 19,3% obtenido por la exministra Marina Silva en 2010. Por su parte, Félix González se convirtió en el único diputado del Partido Ecologista Verde de Chile tras la compulsa electoral de 2017. Hoy por hoy, la única excepción a la regla general es el partido colombiano Alianza Verde, que si bien había logrado discretos resultados parlamentarios en los comicios de 2018, al año siguiente y en las elecciones regionales de 2019 alcanzó varias alcaldías de ciudades grandes, entre ellas la de Bogotá, de la mano de Claudia López.
La sangría medioambiental atraviesa de punta a punta América Latina, una pandemia de aparente origen zoonótico causa estragos, el cambio climático provoca sequías cada vez más intensas y los incendios arrasan las manchas boscosas. Sin embargo, en toda la región no hay en la actualidad una voz como la de Annalena Baerbock, candidata del Partido Verde alemán que encabeza las encuestas para las elecciones de septiembre; ni formación alguna que juegue un papel trascendente en las decisiones, como ocurre con los verdes escoceses, poseedores de la llave que puede habilitar un nuevo referéndum para lograr la independencia de Gran Bretaña. Tampoco un mandatario que haga flamear la bandera ambiental entre sus prioridades, como pareciera decidido a hacer Joe Biden en Estados Unidos.
Conciencia creciente
El ecologismo es hoy por hoy una ausencia en el juego político del continente y la lista de argumentos para que ello ocurra es tan vasta como la propia necesidad de buena parte de la población por hacer oír su voz en estas cuestiones.
“Hay un montón de ciudadanos tocados por este nuevo paradigma ambiental y de la sustentabilidad, una enorme cantidad de parcialidades dentro de un campo que podríamos llamar ecoprogresista que sostiene las luchas a través de ONGs, redes sociales y otros medios, pero no encuentran los instrumentos que los seduzca y los interprete. Conforman lo que en Ciencias Políticas se llama masas en disponibilidad”, señala el politólogo Pablo Lummerman, experto en transformación y resolución de conflictos internacionales e integrante de varios foros de trabajo en Naciones Unidas, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Fondo Global del Clima o el Fondo Mundial de la Naturaleza.
Con distintas dinámicas desde el punto de vista político, pero con graves déficits estructurales —socioeconómicos y culturales— y normas de comportamiento cívico parecidas entre sí, los países latinoamericanos comparten esa dicotomía entre un nivel de conciencia creciente respecto a los conflictos ambientales y la incapacidad de edificar y sostener una corriente de opinión “verde” que la represente en los poderes del Estado.
“En Europa tuvieron que pasar 20 años para que las primeras manifestaciones ecologistas en las calles se transformaran en una masa crítica que derive en movimiento político”, analiza León Merlot, experto en desarrollo sostenible y manejo de áreas protegidas y consultor de la Unión Europea en la región. Nacido en Bélgica pero radicado desde hace 29 años en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, Merlot asegura que en América Latina dicha ola de masa crítica “recién está llegando, pero todavía no ha surgido nadie dispuesto a aprovecharla, ya sea por oportunismo, convicción, o por ambas razones”.
Actores novedosos en el escenario político, el éxito de los partidos ambientalistas del continente ha dependido hasta ahora de la irrupción puntual de líderes cuyo carisma consiguió arrastrar un número importante de adhesiones, aunque ninguno pudo prolongarse en el tiempo. En algunos casos, como el de Marina Silva en Brasil, cooptados por formaciones mayoritarias; en otros, debido a acusaciones de corrupción y delitos, como ocurrió en México con Jorge Emilio González, presidente del Partido Verde Ecologista.
“Estructurar un partido para convertirse en una opción real requiere de un núcleo de dirigentes con una templanza profesional y una sistematización de trabajo que es muy difícil de conseguir, además de las cuestiones de financiación que dificultan la continuidad. Es una tarea muy sufrida, un muro muy difícil de sortear”, señala Juan Carlos Cali Villalonga. Dirigente de la organización Greenpeace en Argentina durante 16 años y diputado nacional por la coalición Cambiemos que gobernó el país entre 2015 y 2019, Villalonga fundó Los Verdes en 2011 con la intención de disputar un espacio en el espectro electoral, “pero mi conclusión hoy es que Los Verdes se piensan a sí mismos como una agrupación o una expresión política antes que como partido”.
Argentina conforma un caso particular dentro del policromático cuadro de situación regional. Por un lado, porque la existencia de un movimiento con origen y arraigo popular tan consolidado como el peronismo, con más de 75 años de permanencia en los entresijos del poder más allá de sus propias contradicciones y divergencias internas, es un caso único en el continente. Por otro, porque al mismo tiempo se trata del país con más historia de activismo ambiental.
“Aquí no hay partido verde porque en ese sentido no hay grieta”, sentencia Myriam Bregman, dirigente del Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), ex diputada nacional y actual legisladora de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Su afirmación alude a la profunda zanja que desde hace años divide política, social y culturalmente el país, y sus argumentos disparan directamente hacia el modelo productivo que mueve la economía: “Existe un consenso extractivista feroz en los partidos mayoritarios. Nadie cuestiona que la soja sea la principal fuente de obtención de divisas y se festeja cuanto más se amplía el volumen de la cosecha y de la exportación; y lo mismo sucede con la minería a cielo abierto o el fracking”. El FIT, cabe aclarar, fue el único grupo político que dedicó algunos minutos a la cuestión ambiental durante los debates previos a las elecciones de 2019.
Movimientos alternativos
La lucha puntual de los sectores más afectados por alguna de estas prácticas empresariales, por lo general dañinas hacia el medio ambiente, poco respetuosas con los habitantes locales y avasallantes en su modo de operar siguen siendo el elemento más visible de la actividad política ecologista, aunque apenas llegue a reflejarse en organizaciones políticas estables y mucho menos en las urnas.
“Nosotros surgimos de la resistencia ambiental comunal y campesina frente a los daños producidos por las actividades extractivas, le ofrecimos un espacio de acción política a los campesinos”, rememora Jorge Aparcana, secretario general del partido peruano Tierra y Libertad hasta septiembre pasado. En Ecuador, el Movimiento Pachakutik reconoce una raíz equivalente. Su origen son las reivindicaciones indigenistas, y el alto número de descendientes de pueblos originarios que habita el país le otorga fuerza electoral. Este año, Yaku Pérez, su candidato a presidente, disputó voto a voto el segundo puesto en la primera vuelta de los comicios. Finalmente, y entre denuncias de fraude, Guillermo Lasso, quien después ganaría el ballotage, lo superó por apenas 32.000 votos.
Pachakutik exhibe una indudable impronta ambientalista en su plataforma y sus programas de acción, pero las corrientes internas y el enorme peso que representan los componentes étnicos y de clase lo alejan del esquema tradicional de un partido ecologista. El apoyo logrado por Yaku Pérez en febrero pasado guarda mayor semejanza con el recibido en su día por en Bolivia por Evo Morales, cuya gestión ambiental ha sido severamente cuestionada, incluso por sectores indigenistas del altiplano de Potosí y de la Amazonía. Si vale como medida, Global Greens, la red internacional de formaciones políticas verdes establecida en 2001, no cuenta entre sus miembros con ningún partido ecologista en actividad ni en Ecuador ni en Bolivia.
Sin embargo, y pese a la carencia de estructuras políticas sólidas, las ideas a favor de la conservación de las especies, la defensa del medio ambiente y un modelo de desarrollo más sostenible van calando en todas las sociedades. “El ambientalismo ha ganado la batalla cultural, y todos sus mensajes hoy se reconocen como válidos”, dice Cali Villalonga. “En el discurso, los problemas ambientales han permeado todos los partidos”, coincide Manuel Jaramillo, director de la Fundación Vida Silvestre Argentina.
Fuera de agenda
El descrédito de la política tradicional entre los jóvenes que se sienten movilizados por la temática conservacionista, o el escaso énfasis que se le da a la educación ambiental son otros motivos palpables para que este interés no cuaje en las boletas que se depositan en las urnas, aunque nada adquiere más importancia que el lugar que ocupan los problemas medioambientales en las preocupaciones cotidianas y, por ende, en las agendas políticas.
“La realidad es que nadie decide su voto en función del programa ambiental de un partido. Hay tantas necesidades urgentes, tanta hambre, tantas desgracias, que eso se pierde en el camino”, se lamenta Myriam Bregman. “Para que estos temas sean relevantes para la gente antes tenemos que salir de las angustias que provocan las crisis permanentes”, sugiere Alejandro Brown, presidente de la Fundación ProYungas y promotor del programa Paisajes Productivos Protegidos, que busca modos de producción que compatibilicen la rentabilidad con la protección de los ecosistemas. “Al menos en la Argentina, el tema no está instalado en la sociedad, y las necesidades básicas insatisfechas y los elementos de coerción de los que disponen el Estado y las corporaciones hacen difícil pensar en el nacimiento y el mantenimiento de opciones partidarias que alcancen cierto caudal de incidencia”, indica Jaramillo.
El politólogo Pablo Lummerman añade un elemento más al abanico de razones que explican el vacío verde en gabinetes y parlamentos: “El ambientalista latinoamericano clásico es un urbanita de clase media alta, y su diálogo con lo popular y comunitario es similar al que tuvieron comunistas y socialistas durante el siglo XX y resultó fallido. Debería ocurrir un proceso de confluencia estratégico que madure en coaliciones medioambientales con arraigo comunitario en función de conflictos concretos”.
Razones para el optimismo
El panorama general no parece ser alentador, pero Latinoamérica es un territorio con lógica propia, que suele desmentir los mecanismos habituales de evolución política. La pandemia ha dejado a la intemperie procesos productivos y formas de vida incompatibles con el bienestar futuro de la humanidad, y los próximos años prometen cambios en los escenarios de poder del continente.
“La agenda de este siglo es verde y definirá la discusión del desarrollo”, enfatiza Villalonga, y apuesta a que “en 2027 ganará las elecciones en Argentina el partido que tenga una definición verde íntegra y completa”. Leonardo Grosso, titular de la Comisión de Recursos Naturales y Ambiente Humano de la Cámara de Diputados de este mismo país cree que es cuestión de tiempo: “Como le ocurrió al feminismo, el ambientalismo se hará un lugar en las agendas. Si pretendemos lograr una salida económica de la crisis y construir una perspectiva de desarrollo y de país sustentable, la cuestión ecológica tendrá que estar presente en todo”, asegura. “Los gobiernos acabarán cambiando de actitud cuando vean que son castigados en las urnas si no responden a cuestiones ambientales”, aventura León Merlot.
La participación cada vez mayor de sectores juveniles con conciencia ecológica, ya sea en las organizaciones de la sociedad civil que impulsan reformas de fondo desde fuera de los arcos partidarios —un modo de acción que, por ejemplo en la Argentina, ha conseguido muy buenos resultados— es el cofre donde están guardadas buena parte de las esperanzas. Como apunta Manuel Jaramillo: “Los chicos de movimientos como Jóvenes por el Clima no son los hippies de amor y paz de los años sesenta y setenta. Manejan información, estudian carreras ambientales y políticas, tienen otro chip”.
Si el encauzamiento de esta potencialidad y de las “masas en disponibilidad” de las que habla Lummerman ocurrirá a través de agrupaciones políticas ya no queda tan claro. Cali Villalonga estima que “quizás la sociedad ya no necesite partidos verdes, o no los quiera”. Jorge Aparcana cree que si bien “el ecologismo tendrá cada vez más fuerza en la región, lo hará al margen de estructuras partidarias”. Y Myriam Bregman, “más que partidos verdes”, propugna “partidos anticapitalistas fuertes que tomen el conjunto de las demandas y piensen en cómo hacer las transiciones necesarias hacia un modelo diferente”.
En Latinoamerica, la popularidad de Annalena Baerbock o de Greta Thunberg no está hoy por hoy al alcance de nadie que coloque los conflictos ambientales en el epicentro de su discurso, pero todavía algo oculto a la esfera pública comienza a sobrevolar un debate profundo acerca del tratamiento que se les debe dar a la tierra, el agua y el aire. De su resultado dependerá sin duda el color con el que se acabará tiñendo el futuro.