A lo largo de la historia de las campañas electorales hemos comprobado el poder de lo simbólico a través de diferentes elementos, como la manzana de Jacques Chirac en su día o, más cerca en el tiempo, los guantes de Bernie Sanders. Este tipo de objetos cumplen una función metafórica, y son capaces de condensar y transmitir una idea con enorme eficacia comunicativa. En la última campaña peruana vimos un nuevo ejemplo de estos símbolos políticos: el lápiz de Pedro Castillo. El candidato de Perú Libre se impuso en un ajustadísimo balotaje contra Keiko Fujimori y fue proclamado presidente el 19 de julio. ¿Pudo este lápiz ser un elemento decisivo para que Castillo ganara las elecciones?
El lápiz, un objeto conocido a nivel mundial y presente en la cotidianidad de cualquier persona, se convirtió en el gran icono de la campaña de Castillo, siendo el foco central del merchandising en sus mítines e incluso del logo de su partido político. Hay quienes apuntan la influencia estética de una campaña cubana contra el analfabetismo de la década de los sesenta como inspiración, pero, más allá de esta posibilidad, lo cierto es que el lápiz se convirtió en el principal símbolo de su campaña. Representaba, en su retórica, la esperanza de cambio y la posibilidad de reescribir la historia de un país que arrastra una profunda y larga crisis política, con cuatro presidentes en los últimos cuatro años.
Las imágenes de Pedro Castillo con su lápiz, de sus seguidores con réplicas gigantes y de cientos de reproducciones del mismo en distintos espacios públicos del país, coparon los medios de comunicación y las redes sociales. Una campaña creativa que exploró nuevos lenguajes y formatos artísticos, sacando provecho del potencial de la comunicación como herramienta de concienciación y movilización. Un lenguaje con base artivista que impactó en la ciudadanía y en sus acciones.
Lo poderoso de este símbolo fue la conexión con la biografía e historia personal del candidato, que todavía se define en su cuenta de Twitter como “profesor, rondero y dirigente sindical”. Ejercer de profesor desde hace 26 años es un elemento clave en su trayectoria vital y política. Castillo se hizo conocido cuando, en 2017, lideró una protesta en la que profesores y profesoras exigían un aumento de sueldos y que acabó paralizando el sistema educativo nacional por casi 75 días. Esto, junto a sus orígenes rurales, le permitió darle coherencia a su relato y, también, a su símbolo.
Tal fue el éxito del lápiz de Castillo que su contrincante, Keiko Fujimori, se vio tentada a jugar en el mismo mundo conceptual y narrativo, al punto que, en algunos de sus eventos, se repartieron enormes gomas de borrar de cartón. Así, el lápiz de Castillo se transformó no solo en un elemento central de su campaña, sino también de toda la carrera presidencial peruana.
Resulta imposible identificar el verdadero efecto de este singular símbolo político y cómo ha podido contribuir (o si realmente lo ha hecho) al resultado electoral, pero, en cualquier caso, se ha convertido en un nuevo y exitoso caso de objeto simbólico en campaña electoral.
El desafío que tiene Castillo es enorme, incluso más complejo que la competencia contra la maquinaria política de los Fujimori. Ahora, tendrá que gobernar un país profundamente polarizado y con solo 37 escaños en un Congreso hiperfragmentado. Necesitará mucho más que un lápiz. Como alguna vez escribió la profesora María José Canel, “el verdadero poder de lo simbólico en política radica en la capacidad para gestionar la comunicación articulando fondo y forma, sabiendo que la acción política habla tan alto como su discurso”. Las formas son fondo, pero con las formas únicamente, a veces, no es suficiente.
Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor internacional en comunicación política, institucional y empresarial. Dirige Ideograma, consultora fundada en 1986 con experiencia en Europa y Latinoamérica.
María José Valdés es periodista especializada en comunicación política y corporativa. Consultora en Ideograma.