Ideas

Punto de quiebre

Con el adiós de Del Potro, el tenis masculino latinoamericano pierde a una de sus últimas estrellas. ¿Es el fin de una era inolvidable?

Buenos Aires
Recogepelotas en la final del Argentina Open de tenis, en Buenos Aires, el 13 de febrero de 2022. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI

Con paso cansino, Juan Martín del Potro (33 años) ingresa a la sala de prensa del Argentina Open de tenis, sube una pequeña tarima que sirve de estrado, toma asiento y se dispone a ofrecer su primera conferencia de prensa en más de dos años. Frecuentador de las cimas del tenis —fue campeón del US Open en 2009 y ganó dos medallas olímpicas—, Del Potro es un hombre atribulado: las lesiones no han dejado de perseguirlo en los últimos diez años de carrera. Vale decir, en casi toda su carrera. Su vía crucis por sanatorios se traduce en ocho operaciones, varias de la muñeca, las últimas cuatro de su rodilla derecha. El anuncio de su regreso al circuito —el de Buenos Aires es el primer torneo que juega en casi 700 días— fue determinante para que se disparara la venta de entradas y, a dos días del inicio del Open, todo es expectativa alrededor: la ilusión es que sea uno más de los tantos épicos retornos a los que nos tiene acostumbrados. Pero en el inicio mismo de la conferencia el plan comienza a torcerse.

Del Potro toma el micrófono y, antes de que arranque la ronda de preguntas, mira a la audiencia compuesta por periodistas y advierte: “Primero que nada quiero decir que esto tal vez no sea una vuelta como las de antes, sino más bien una despedida…”. Visiblemente afectado, el exnúmero 3 del mundo, con tono pausado y gesto taciturno, prosigue: “Vengo haciendo demasiado esfuerzo para poder seguir adelante y la rodilla me tiene viviendo una pesadilla. Hace muchos años que vengo intentando alternativas y tratamientos y médicos y distintas maneras de solucionarlo, pero es el día de hoy que no lo logro…”. Del Potro, que ganó más de 25 millones de dólares y obtuvo 22 títulos ATP en toda su carrera, detiene un instante su relato. Se aclara la garganta, el gesto universal de quien debe atravesar una zozobra. Luego baja su cabeza y se toma el entrecejo con sus dedos pulgar e índice derechos. La atmósfera se espesa, se carga de tensión. Del Potro llora. La escena se extiende unos segundos, el silencio nos aplasta, el aire se llena de estupor. Allí, vestido de saco y camisa, hay un hombre haciendo un duelo o al menos exhibiéndolo por primera vez, porque a juzgar por la emoción inmediata que se desató en él, la angustia del adiós hace rato que estaba macerándose en su cuerpo, esperando por salir al mundo. Del Potro retoma la palabra, pero ya nada es igual. La noticia recorre el mundo, cabalga desbocada por las redes y los portales de noticias del planeta. El evento termina con algunas preguntas y respuestas que consolidan la certeza: a excepción de que se produzca un milagro en la ciencia, no hay remedio posible para mitigar el dolor de su rodilla maltrecha, víctima del castigo físico al que el deportista nacido en Tandil de más de 100 kilos de peso la ha sometido a lo largo de su vida profesional.

Tres días después, el estadio central revienta con casi 5.000 personas. Es una noche de verano y la audiencia aúlla, mezcla de agradecimiento y melancolía. Todo indica que, de perder, será su último partido. Como todo crack, el tandilense tiene fans incondicionales, gente que tal vez está más interesada en su figura que en el deporte en sí. Pero en la cancha Del Potro es una sombra. Es el eco lejano de aquel demoledor jugador que supo derrotar varias veces al “Big 3”, el triunvirato de oro de la historia del tenis, Roger Federer (40), Rafael Nadal (35) y Novak Djokovic (34), contemporáneos a él. Del Potro cae sin atenuantes 6-1 y 6-3 ante su compatriota Federico Delbonis. Es el fin de la carrera de un tenista enorme, pero parece ser algo más que eso. ¿Será el fin de una era inolvidable?

Entrevista a Juan Martín del Potro tras su partido en el Argentina Open de tenis. YOUTUBE

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En los últimos 45 años el tenis masculino latinoamericano ha tenido largos momentos de gloria. Contó, entre otras figuras, con dos número 1 del mundo, el brasileño Gustavo Kuerten y el chileno Marcelo Ríos, con un número 2 que debió ser declarado 1, el legendario Guillermo Vilas —descolló a lo largo de la década de los setenta, considerada también una era mítica del circuito— y varios jugadores más compitiendo en la elite, como los ecuatorianos Andrés Gómez y Nicolás Lapenti, y los argentinos Gastón Gaudio, David Nalbandian y Guillermo Coria, entre otros.

Hoy, la región cuenta con tan solo dos jugadores entre los primeros 35 del ranking mundial, el argentino Diego Schwartzman (14º) y el chileno Cristian Garín (19º), lejos de la fiebre de hace unos años: en diciembre de 2005, por caso, cuatro argentinos (Nalbandian, Coria, Gaudio y Mariano Puerta) y un chileno (Fernando González) se situaban entre los primeros 13 jugadores del circuito.

¿A qué responde aquella realidad y a qué se debe lo que sucede hoy? ¿Fue aquel furor solo el producto de una generación inolvidable pero irrepetible, es decir, la simultaneidad cósmica de un puñado de talentos, un hecho único empujado por los vientos de la casualidad genética más que por los de la lógica? ¿Es la de ahora una actualidad que no hace más que representar nuestro verdadero estatus, el de ser una región de segundo orden mundial?

Plagado de estrellas, el cielo del deporte también está ocupado por camadas o grupos geniales que llevaron a sus países o a sus equipos al cenit universal, pero que una vez apagadas no fueron heredadas por nadie, hundiendo a sus naciones o clubes en el vacío y el silencio. Hungría, por ejemplo, tuvo cuatro o cinco futbolistas majestuosos en los años cincuenta (Ferenc Puskás, Zoltán Czibor, Sándor Kocsis, etc) que consiguieron el subcampeonato del mundo en Suiza ´54 y provocaron una verdadera revolución futbolística. Retirada esa quinta, el país magiar nunca más volvió a asomarse a los primeros planos del futbol europeo.

Comandada por Hristo Stoichkov, aquel crispado y talentosísimo goleador del FC Barcelona, Bulgaria llegó a eliminar a Alemania en el Mundial de Estados Unidos de 1994, desplegando, por momentos, un fútbol de calidad. Tras conseguir el cuarto puesto en ese torneo, clasificó a duras penas para el siguiente, para luego no volver a disputar otro.

Absurdo de tan increíble, el Nottingham Forest de Inglaterra no solo reinó en su país a fines de la década de los setenta, sino en todo el continente, consiguiendo el bicampeonato de la Champions League en épocas de dominio de gigantes como el Liverpool o el Bayern Múnich, una verdadera hazaña aún para los equipos más poderosos. Antes y después de eso, el club del centro de Gran Bretaña orbitó hacia el olvido, deambulando por la Segunda e incluso la Tercera División.

¿Ocurre esto en el tenis regional? ¿Son los Vilas o los Ríos producto de la inspiración repentina más que producto de una escuela o de un plan?

Servicio del argentino Francisco Cerundolo en el Abierto de Río de Janeiro, el 19 de febrero. EFE/ANTONIO LACERDA

Tal vez conviene diferenciar los tantos. El hecho de que en algún momento de la primera década de este siglo Argentina haya logrado colocar al mismo tiempo a cuatro tenistas dentro del top 10 mundial debe ser considerado como lo que es: una verdadera proeza deportiva, difícil de conseguir incluso para potencias mundiales —con más población y mucho más capital invertido— como Francia, Inglaterra (cuyo presupuesto ronda los 200 millones de dólares anuales), Estados Unidos o Australia. Es una gesta, además, porque para cualquier tenista juvenil latinoamericano competir resulta más oneroso —por las distancias— e implica más esfuerzo. Las políticas deportivas en la región, además —y como muestra vale las modestas actuaciones en los Juegos Olímpicos, a excepción de Cuba—, no suelen destacarse por ser excepcionales. Lo que sucede, entonces, es que, además de una gran cultura deportiva en nuestras sociedades, las condiciones del material humano, esto es, la destreza y el deseo, funcionan como válvulas de presión para conseguir los anhelos.

En ese sentido, tal vez eso explique, en parte, que el último top 10 argentino haya sido un jugador que parece estar en las antípodas del tenista moderno: pese a medir 1,70, Diego “Peque” Schwartzman alcanzó el octavo puesto en el ranking hace menos de dos años. Siendo que el promedio de altura del top 10 mundial es de 1,91 metros, lo de Schwartzman, cuyo drive, por caso, tuvo una evolución notable en las últimas cinco temporadas, adquiere una dimensión deslumbrante.

Excapitán del equipo argentino de Copa Davis, Modesto “Tito” Vázquez regresó al país en el año 2007, luego de trabajar para la Federación británica de tenis por casi una década. En ese entonces —lo contó repetidas veces—, tomó contacto con un grupo de juveniles de 16 y 17 años que aspiraban a convertirse en profesionales. Schwartzman era uno de ellos. “Nadie, pero nadie en el ambiente consideraba que con esa altura podía jugar bien al tenis. Daba la casualidad, además, de que todos los jugadores de su camada eran altos: Andrea Collarini, Facundo Arguello, Andrés Belotti, etc. Schwartzman era el último de todos ellos. Sin embargo, él es el que llegó. Recuerdo que el entrenador de todos ellos, Fabián Blengino, me decía que ojalá que todos los chicos tuvieran la mentalidad que tenía “el peque”. Te emocionaba verlo entrenar y competir. Y su movilidad también. Ya era algo que impresionaba. Para él fue muy importante poder jugar la Copa Davis por Argentina. Jugar por el país alimenta al jugador”.

Paradojas del destino, uno de los tenistas jóvenes argentinos con mayor proyección también es “liliputiense”: Sebastián Báez (21), de 1,70 metros de altura y ubicado en el puesto 72 del ranking. A su misma edad, Schwartzman ocupaba el puesto 90. En el último Abierto de Australia, Baez disputó su primer Grand Slam. Derrotó en primera vuelta al experimentado español Albert Ramos-Vinola, 33 del ranking, y cayó en segunda ronda ante el griego Stefanos Tsitsipas, semifinalista y cuarto del escalafón, a quien le quitó un set. De origen humilde —su padre, excombatiente de la Guerra de Malvinas, es chófer de colectivo—, Baéz se destaca por su potencia y su fortaleza mental.

El tenista argentino Sebastián Báez, en el Argentina Open, el 9 de febrero. ARGENTINA OPEN

Sentado ante COOLT previo a su debut en el Argentina Open, Báez repasa las sensaciones de enfrentar a una estrella como Tsitsipas en un torneo de esa magnitud. “No solo fue mi primer Grand Slam, sino que fueron mis primeros partidos en cemento por ATP. Y arrancar ganándole a Ramos Vinola fue increíble, porque fue un duelo durísimo. Cuando terminé ese partido, recién ahí me fije quién era mi próximo rival, y ahí me dijeron que eran Tsitsipas. Y bueno, lo tomé como un desafío. Con mi entrenador nos dijimos: vayamos a hacer lo que sabemos, por algo estamos acá”.

Elocuente y serio, Báez derrocha una serena convicción: “Yo creo que, en este nivel, cualquiera le puede ganar a cualquiera. Si el otro está en un mal día y vos estás en uno bueno, le podés ganar a cualquiera, ¿por qué no? Eso es algo que mi coach, Sebastián [Gutiérrez], me recalca todo el tiempo. Yo pensaba “ya estoy acá, y por algo es”. Además, el otro también siente nervios, siente presión… Hay que entrar a la cancha y jugar”.

—¿Sentiste diferencias en los golpes? Es decir, ¿pesa lo mismo la pelota de un 50 del mundo que la de un 4?

—Yo sentía que podía jugar. Obviamente, es un jugadorazo, pero podía jugar. Lo que sí pasa es que los muy buenos, como él, en los momentos importante sacan un plus más, hacen un poco más. Juegan un poco mejor. En definitiva, me llevé una muy linda experiencia de Australia, y la certeza de que puedo jugar contra ellos. No es imposible.

Cada vez más físico, el tenis se ha vuelto un deporte con un nivel de precisión y agresividad que sorprende. Es, probablemente, una de las disciplinas que más evolucionó en las últimas décadas. Se advierte con solo observar un partido de archivo en YouTube en el que los rivales, aun tratándose de los mejores, parecen desplazarse menos, o hacerlo en cámara lenta. Sus golpes, efectuados con raquetas de madera o de aleaciones sencillas, están a años luz de la galopante velocidad actual, y hasta el movimiento y la gracia de los cuerpos al ejecutar esos golpes —torsos más erguidos y rígidos— revelan otro tipo de energía empleada. En ese sentido, y aún con las limitaciones de su altura, Báez no es la excepción. Al verlo jugar (en el torneo de Buenos Aires derrotó al danés Holger Rune en primera rueda y cayó en octavos de final con el italiano Lorenzo Sonego) se comprueba que es capaz de cumplir con el tan preciado 1-2 del tenis moderno: un saque confiable y una derecha que defina de inmediato el punto, combinación letal que prácticamente no existía hasta los años noventa y que la evolución de físicos y sobre todo raquetas hizo posible.

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Disputado durante la segunda semana de febrero en el Buenos Aires Lawn Tennis Club (BALTC), el Argentina Open forma parte de la etapa sudamericana del circuito de la ATP que se completa con los torneos de Córdoba, Río de Janeiro y Santiago de Chile. El de Buenos Aires es el más antiguo de esos Abiertos, y su sede de disputa se ubica en el pliegue más verde de la ciudad, los bosques de Palermo, distinguida solapa de la Capital Federal decorada y oxigenada por miles de jacarandás, eucaliptos, talas y ombúes de más de un siglo. No tan antiguo como los árboles, aunque sí tradicional, el BALTC guarda sus protocolos y sus formas. En el estadio central sobresale, entre un conglomerado uniforme de butacas, su cabecera norte, donde se ubica el palco vip. Allí, su distinguida audiencia, conformada por autoridades, parte del patriciado porteño y ejecutivos de las empresas que esponsorean el torneo, suele concurrir ataviada con sombreros Panamá claros, los hombres, y vestidos largos, las mujeres. El aroma a perfume francés puede detectarse desde el sector de prensa. Es curioso, pero por más que el partido atraviese un momento de máxima tensión, ya sea por una jugada excitante o porque, sobre el final del set, el resultado desborda de incertidumbre, los integrantes de ese sector rara vez alientan o siquiera aplauden, como si el mero hecho de entregarse emocionalmente a la contienda pudiera adocenar sus ilustres maneras.

Diego Schwartzman, en la final del Argentina Open, en el Buenos Aires Lawn Tennis Club, el 13 de febrero. EFE/J.I. RONCORONI

Siempre lo fue, pero el tenis en los últimos años, además de glamouroso, se convirtió en un negocio desmesuradamente grande, una verdadera corporación del entretenimiento que, gracias a sus patrocinadores de alta gama, recorre grandes y hermosas ciudades y reparte ganancias extraordinarias a sus protagonistas. Algunos detalles revelan la increíble capacidad económica que tiene el circuito hoy. Hasta la segunda semana de febrero, el canadiense Felix Auger-Aliassime (21) no había ganado ningún torneo ATP y ya acumulaba más de 6,5 millones de dólares de ganancias. Por su parte, su compatriota Denis Shapovalov (22), con solo un título ganado y un exiguo historial favorable de partidos (141-113), lleva recaudados 8,5 millones de dólares en premios. El contraste con tiempos no muy lejanos es notable. En toda su carrera tenística, que se extendió por más de 10 temporadas, y pese a haber ganado un Grand Slam (Roland Garros 2004) y ocho títulos de ATP, Gastón Gaudio acumuló un total de 6 millones de dólares.  

Jóvenes y talentosos, Auger-Aliassime y Shapovalov conforman la nueva armada canadiense, un país con escasa tradición tenística, al menos con poca en los primeros planos. Aquí podría aparecer la misma pregunta que nos hicimos líneas arriba, sobre la razón del surgimiento, repentino y simultáneo, de un puñado de cracks de la raqueta. En el caso de Canadá, la explicación lejos está de ser azarosa o producto de la generación espontánea, sino que se debe a la determinación política de convertir a la nación norteamericana en una posible potencia. En 2005, su Asociación de tenis decidió reestructurarse. Para ello, contrataron al entonces director de entrenadores nacionales de la Federación Francesa, Louis Borfiga, a quien nombraron vicepresidente de desarrollo del tenis canadiense. Borfiga había sido el responsable en su país de la aparición de jugadores como Jo-Wilfried Tsonga, Gilles Simon o Gaël Monfils.

En Montreal, el francés fundó un Centro Nacional de Entrenamiento para jóvenes de 15 a 19 años. La jugada rápidamente dio excelentes resultados, con la irrupción de los nombrados Shapovalov y Auger-Aliassime, y la consagración entre las mujeres de Bianca Andreescu (21), campeona del US Open en 2019.

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El circuito profesional ha tenido un comienzo de año tan atípico como inolvidable. Primero se vio sacudido por la tempestad que desató el “affaire Djokovic”, deriva impensada de la pandemia por la covid-19. El episodio, que dio vuelta al globo, terminó con el número 1 del mundo expulsado de Australia tras intentar ingresar al país sede del primer Grand Slam del año sin estar vacunado. Pero tras dos semanas de disputa, el mismo torneo entregó una postal maravillosa: a los 35 años, Rafael Nadal consiguió su 21 Grand Slam, esta vez, además, alcanzado de forma épica, tras ir perdiendo 2 sets a 0 con el ruso Daniil Medvedev (26) en la final. El triunfo de Nadal, pero sobre todo la manera en que lo abrochó, volvió a colocar sobre la superficie un componente esencial del deporte de la raqueta, la mentalidad. No es novedad que en la alta competencia la fortaleza emocional es el músculo más importante de cada jugador. Por su trepidante naturaleza —cada punto es un microdesafío que premia y castiga en simultáneo—, el tenis lleva al paroxismo el juego mental, obligando a los protagonistas a un ejercicio permanente de memoria corta. “Punto perdido, punto olvidado” es, palabras más o menos, una máxima con la que entrenadores y psicólogos machacan a sus jugadores. Pero ese desgastante esfuerzo suele horadar las reservas anímicas de los tenistas. Y allí es donde Rafa descolla, porque la final de Australia volvió a demostrar por enésima vez que el mallorquín, al margen de sus excepcionales atributos técnicos, es un superdotado emocional y que la sombra que proyecta su leyenda y su ferocidad apabulla a sus rivales, los empequeñece.

La interminable cabalgata de Nadal sobre las espaldas del mundo vuelve a despertar una insoslayable y circular pregunta: ¿Es posible formar un campeón así? Vale decir, ¿son los Nadal o Djokovic o Federer o incluso Borg en su momento producto de un plan, o su condición de genios hace saltar por los aires cualquier tipo de planificación? Todo indica que hasta cierto lugar, el aspirante a deportista de elite puede ser formado, acompañado y alentado por una organización, pero que su conversión en campeón, y mucho más en uno que haga época, viene en el reparto molecular al momento de ser alumbrado.

Campeón del Buenos Aires Open, el noruego Casper Ruud (23) parece contar con ese requisito especial, el necesario, el de conservar la calma en los momentos de apremio, el de no quedar atado a un error o no dejarse arrastrar por una oleada emocional adversa. Tal vez no marque una era, es cierto, pero está llamado a integrar la aristocracia del tenis por varias temporadas. La manera con la que obtuvo el torneo —derrotó en la final a Schwartzman en tres sets— demuestra que el octavo puesto actual parece transitorio, sobre todo por su juventud, su cabeza bien amueblada y su tenis, que no ha dejado de crecer.

Schwartzman, justamente, volvió a ser protagonista la semana pasada, llegando a la final del Abierto de Río de Janeiro. Cayó en dos sets ante un murciano que sí está llamado a hacer historia, el desbordante y precoz Carlos Alcaraz (18), un torrente de energía hormonal que nos recuerda, por juego, disciplina y una madurez inaudita para su edad, que el tenis, pero sobre todo la fortaleza anímica de Nadal, si bien es difícil de emular, ha hecho escuela. Ha nacido una estrella.

El tenista español Carlos Alcaraz saluda a Schwartzman en la final del Abierto de Río de Janeiro, el 20 de febrero. EFE/A.LACERDA

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).