Cuando creíamos que la guerra era solo un remoto pasado, una pesadilla histórica del trágico siglo XX, vuelven a nuestras vidas los combates, las muertes, los heridos, los huidos... la destrucción. Vuelve al corazón de Europa, a nuestras fronteras, una guerra ilegal en la que un país poderoso invade otro y lo somete a la fuerza de las armas, violando todas las normas del derecho internacional. Puro expansionismo imperial de un nacionalismo nostálgico, hábilmente manipulado.
La política, esta vez urgida por el desastre de la guerra, vuelve a ser reclamada como una ciencia, una actividad imprescindible, primero para unir a la comunidad internacional en la defensa del orden y del derecho, en la ayuda a los agredidos y en la solidaridad con las consecuencias humanitarias de esta desgracia y segundo para negociar la paz cuanto antes.
La política es importante siempre. El mundo entero está hoy pendiente de que la política nos devuelva a la paz en Ucrania.
He sido político desde muy joven. No por opción profesional, ni siquiera por vocación. Fue el compromiso con la libertad y con la democracia lo que me llevó a la lucha antifranquista y a la militancia partidista.
Tengo el orgullo de haber contribuido vitalmente al extraordinario cambio de la España franquista, a mediados de los setenta del siglo pasado, a la España de hoy. Tengo la enorme satisfacción de haber conquistado la paz en mi tierra, el País Vasco, y en toda España, venciendo un terrorismo cruel que nos martirizó durante cuarenta largos años. Sentí la épica de la convicción en toda esa tarea. Viví con emoción aquellas causas a las que me entregué. Me hice así, patriota de la libertad y de la paz. Como diría Habermas, “patriota constitucional”.
Más tarde, descubrí Europa y, durante una etapa llena de crisis y encrucijadas difíciles y hostiles, me identifiqué con un proyecto supranacional maravilloso. Admiré a los padres fundadores que a la salida del desastre de la Segunda Guerra Mundial aportaron una generosidad inteligente para construir la que —hoy todavía— sigue siendo el mejor ejemplo de la unión en la diversidad, de la superación de patriotismos de hoja de lata, vacíos y engañosos, para proyectarse al futuro global desde la fuerza de la unidad.
Al final de una vida política tan difícil como fructífera, llegué a América Latina. Fue en la primera década de este siglo cuando descubrí México y Colombia, Argentina y Chile. Más tarde, Ecuador, Perú, El Salvador, Honduras, Panamá, Uruguay, Brasil... Desde la Fundación Carolina de España, desde el Parlamento Europeo, desde la Fundación Euroamérica, desde múltiples compromisos con ese continente, fui descubriendo a sus gentes, a sus pueblos, a sus dirigentes.
Me deslumbraron las élites mexicanas, la vitalidad de Bogotá o de Santiago, la nobleza de viejos guerrilleros salvadoreños, la dignidad y el valor de los nicaragüenses que pedían libertad a su viejo libertador mientras este les contestaba con plomo y cárcel. Sentí compasión en muchas aldeas hondureñas y guatemaltecas. Me emocioné ante la simpatía con la que nos acogían sus votantes agradeciendo la Misión de Observación Electoral que las visitaba. Me impactó la transformación de Medellín en medio del cáncer de la cocaína. Me sigo reconociendo en los procelosos vericuetos de una paz hábilmente conseguida en La Habana y todavía pendiente en tantos lugares de Colombia. Viví con decepción el resultado del referéndum perdido y sigo apasionadamente la conquista de la paz en ese país tan enorme como extraordinario.
He vivido, como el mundo entero, la difícil conquista de la democracia en el país más rico del continente, arruinado por unos y por otros. Me duelen, la pobreza y la desigualdad de tantos ciudadanos, fraternos por tantas cosas, maltratados por una historia demasiado conflictiva, marginados por una clase dirigente egoísta o equivocada.
Describo de manera tan heterogénea como atropellada sentimientos y vivencias que me acercaron a ese continente golpeado y bendecido a la vez. Fue un “descubrimiento presencial”, después de haber leído la literatura latinoamericana, que me había transportado numerosas veces a vidas y hechos, a realidades o a invenciones extraordinarias, fruto de una imaginación exuberante, de autores de todos conocidos con un arte literario mundialmente premiado. Fue la sorpresa de encontrarme con un castellano deslumbrante y cristalino en Bogotá, con una brillantez expositiva muy superior a la de mi país, con unos pensadores y ensayistas de altísimo nivel en Buenos Aires, en Montevideo y en otros muchos think-tanks latinoamericanos. Fue el impacto que me produjeron líderes campesinos llenos de fuerza y pasión en Guatemala o en el sur de Chile. La dignidad de tantas mujeres luchadoras por sus derechos en toda América Latina. Defensores de derechos humanos valientes en todas partes... gente extraordinaria.
América Latina penetró en mi conciencia política de estas múltiples maneras. Sus grandezas y miserias, su historia cargada de conquistas y derrotas, sus conflictos, sus expectativas y demandas, sus políticos, su cultura, sus paisajes, sus gentes, se han situado en el corazón de mi acción pública, en el centro de mis intereses y preocupaciones. Amo América Latina ¿Puede decirse así? Por eso escribo desde el afecto, desde la comunidad de intereses y, aunque ofenda, digo lo que siento, lo que pienso, lo que creo. Con libertad y desde la fraternidad.
Claro, lo sabemos: aplicar categorías y análisis políticos comunes a un espacio plural y diverso como lo son los países latinoamericanos es siempre injusto. Generalizamos bajo el mismo signo realidades muy diferentes, acontecimientos y comportamientos sociales muy distintos y cometemos así errores de bulto al asemejar, por ejemplo, la Centroamérica pobre y fracturada con la exuberancia financiera de Panamá o el dinamismo económico brasileño. Es como ese eslogan —creo que publicitario— que dice que es imposible ver un solo México, aludiendo a la riqueza histórica y a la diversidad cultural de ese maravilloso país. Con América Latina ocurre lo mismo.
Hay sin embargo algunos parámetros históricos y culturales que permiten un juicio común sobre uno de los factores más definitorio de la vida pública latinoamericana: su política. Sus estructuras institucionales y democráticas nacieron de independencias logradas de manera parecida, hace más de dos siglos, tras otros tres de pertenencia a las potencias “descubridoras”: España y Portugal. Los países de América Latina construyeron su propio camino al futuro con arreglo a sus propias decisiones. Ahora estamos recordando y celebrando los 200 años de independencia de muchos de los países que en su momento eran solo emocionados embriones de naciones del futuro. Es suficiente tiempo para juzgar el éxito de esos proyectos, sin entrar en más detalles sobre el origen de los países, las herencias recibidas, los protagonistas de las independencias y otros factores que pueden ser relevantes para otros análisis pero no para responder a la pregunta crucial de este artículo: ¿ha fracasado la política en América Latina?
¿Cómo es posible que almacenando tanta riqueza, una biodiversidad extraordinaria, una naturaleza exuberante y recursos variados y abundantes, los pueblos latinoamericanos no hayan conseguido mejores niveles de bienestar? ¿Cabe atribuir a los gestores políticos, a los partidos, a sus líderes, responsabilidad en Estados demasiado débiles, en sistemas democráticos precarios, y en un contrato social “ciudadanos-país” imperfecto e insuficiente? ¿Es la desigualdad un fracaso redistribuidor del Estado, o quizás sea consecuencia de una exagerada concentración de riqueza y poder de unos pocos, a su vez, evasores fiscales tradicionales, o es fruto de ambas cosas? ¿Por qué muchos países no han sido capaces de añadir valor a sus recursos naturales y siguen siendo demasiado dependientes de sus commodities para sus ingresos fiscales? Hablando de ingresos fiscales, ¿cómo es posible tener un Estado que proporcione seguridad, que administre justicia, que asegure educación y sanidad universales, que promueva crecimiento económico... con niveles de recaudación fiscal del 20% sobre el PIB, y a su vez, cómo aumentar la recaudación fiscal si la mitad de la economía es informal y ni trabajadores ni pequeñas empresas cotizan al sistema de la Seguridad Social, ni pagan impuestos? Así no hay manera.
Por supuesto, Brasil recauda más de un 30% de ingreso fiscal y tiene una industria potente. Sabemos que Costa Rica es muy parecida a cualquier democracia europea. México tiene una economía fuerte en el marco de su acuerdo económico con Estados Unidos. Conocemos la potencia económica de Santiago, de Bogotá, de Santa Cruz. Es verdad que hay cerca de 30 unicornios, con plataformas digitales de éxito, lo que pone en evidencia la alta cualificación de muchos jóvenes latinoamericanos y su enorme creatividad. Pero, al mismo tiempo, cabe preguntarse cómo es posible que América Latina exporte café a medio mundo, pero quienes lo venden encapsulado y caro son los suizos o los norteamericanos. ¿Por qué? Teniendo la materia prima, el cacao, quienes venden chocolate elaborado al mundo entero son los belgas o los franceses. En definitiva, la eterna pregunta sobre el retraso latinoamericano para añadir valor y producción transformadora a los propios recursos. ¿Cómo ha sido posible que Argentina, un país que estaba entre los 10 más ricos del mundo a mediados del siglo XX, hoy esté fuera de los mercados financieros internacionales y tenga tan altos niveles de pobreza?.
Sí, abiertamente lo digo, la política, en su acepción más noble, más omnicomprensiva, ha fallado en América Latina. La política como ciencia o como arte, la política como actividad humana, en definitiva, dirigida a organizar y gestionar la convivencia ciudadana. La política que pretende que los pueblos vivan en libertad, con derechos y deberes, sometidos a reglas justas, que les permitan desarrollar sus facultades sus recursos y sus actividades con justicia y cohesión social. O, dicho de otra manera, las democracias no han sido eficientes en la gestión de los recursos económicos y naturales de los países latinoamericanos. Porque, nadie duda de que las aspiraciones de sus pueblos se compadecen con la libertad, con los regímenes democráticos, con estados de derecho, y sin embargo estos no han sido eficientes en la contraprestación de bienes públicos suficientes y suficientemente distribuidos.
Los padres fundadores de los Estados Unidos, después de su guerra de independencia contra Inglaterra, hicieron un país extraordinario, que fue modelo democrático del mundo entero durante mucho tiempo. En Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, hicimos una unión supranacional extraordinaria y creamos un Estado del bienestar social que hoy sigue siendo admirado en el mundo entero. Muchos países han construido en el último siglo, modelos democráticos y de desarrollo económico admirables: Canadá, Australia, Corea, Japón... Incluso, en mucho menos tiempo, el comunismo chino ha hecho una China que sacó de la miseria a cientos de millones de ciudadanos y ha convertido a su país en la segunda —y muy pronto en la primera— potencia económica del mundo.
La historia política de los países latinoamericanos ha sido conflictiva y difícil. Es cierto. En los primeros años de independencia, fracasaron todos los intentos unificadores de tan extensos y encontrados países. Más tarde, los “libertadores” fueron incapaces de construir Estados fuertes y modelos de convivencia democrática avanzada. Aquellas oligarquías se dedicaron más a culpar al pasado que a construir el futuro, repartiéndose el botín de la independencia entre latifundios y monopolios y manteniendo a sus países en el atraso y el subdesarrollo durante muchas décadas.
Luego llegaron revoluciones y guerrillas insurgentes. Era natural. Demasiadas injusticias. Demasiada desigualdad. Hambre de libertad... y de la otra. Reconstruir la paz cuesta mucho. Las guerras dejan heridas que tardan en cicatrizar. Los daños económicos son enormes. Recordamos Esquipulas y Contadora en Centroamérica en los ochenta. Los acuerdos de La Habana, todavía ayer mismo, en Colombia. Por medio, dictaduras militares, represión cruel y masiva: Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Brasil... demasiadas guerras para progresar. Demasiada historia, como suele decirse afectuosamente, recordando a Mitterrand cuando rechazaba la fusión de las dos Alemanias, al poco de caer el Muro, en 1989, diciendo: “Alemania tiene tanta historia que es mejor que haya dos”.
Han pasado ya 20 años largos de este nuevo siglo. América Latina enterró el golpismo militar. Consolidó sus democracias, los votos entronizaron revoluciones bolivarianas y el crecimiento económico de la primera década permitió avances económicos y sociales considerables. Reducir la pobreza, modernizar las infraestructuras urbanas, físicas y tecnológicas, bancarizar y digitalizar las nuevas clases medias, fortalecer los servicios educativos, fueron algunos de esos avances. América Latina creció como nunca, aprovechando los altos precios de los minerales y la demanda económica mundial, especialmente la de China. Luego cayeron los precios de las materias primas, la economía mundial se estancó con la crisis financiera de 2008 a 2014 y finalmente nos llegó la maldita pandemia. América Latina fue el continente más castigado. Estamos de nuevo mal.
¿Qué retos tiene la política latinoamericana hoy?
En mi opinión, está emergiendo una nueva ciudadanía que reclama a sus Gobiernos lo que muchos de estos no le pueden dar. Reclama educación y sanidad universales y de calidad. Reclama seguridad en sus vidas, ya sean periodistas mexicanos, campesinos colombianos o habitantes de favelas brasileños. Sin seguridad no hay libertad. Reclama un poder judicial independiente, sistemas de protección social y pensiones dignas. Reclama movilidad subvencionada. Es una ciudadanía consciente de las enormes desigualdades de sus países y sencillamente dice: ¡Basta! Es una ciudadanía que no tolera la corrupción, ni los abusos de poder, ni soporta democracias que no lo son. Quiere libertad y progreso. Son los estudiantes de Santiago o de Bogotá. Son millones de ciudadanos reclamando la vacuna contra la pandemia. Son miles de pequeñas empresas que reclaman ayudas para no cerrar sus pequeños negocios. Son las masas emigrantes de Honduras y Guatemala. Son los luchadores por la libertad en Managua o la población decepcionada en Caracas. Son clases medias que no están dispuestas a dejar de serlo para caer de nuevo en la pobreza. También son los jóvenes cubanos que quieren libertad creativa y progreso social. Son ciudadanos globalizados por sus smartphones que han estado y están en contacto con otros ciudadanos del mundo y ven lo que tienen y se preguntan: ¿por qué yo no? Son pueblos enteros sufriendo la pandemia en ciudades con servicios sanitarios desbordados. Son países que descubrieron la debilidad de sus Estados.
Uno de los síntomas de esta grave situación, que la pandemia ha acentuado, es la confianza. Mejor dicho, la falta de ella. Pero, claro, desconfianza es solo uno de los síntomas que muestra la debilidad de los Estados y la precariedad de sus instituciones. Un informe recientemente publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo, Confianza. La clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe, muestra detalles reveladores a este respecto. Concretamente, en el periodo transcurrido entre 1981/85 hasta 2016/20, la confianza generalizada o “interpersonal” descendió del 22% al 11 % en América Latina y el Caribe. Solo uno de cada diez ciudadanos cree que se puede confiar en los demás. A su vez, solo tres de cada diez ciudadanos en América Latina y el Caribe confían en su gobierno. No hacen falta demasiadas explicaciones sobre el enorme impacto que tiene en la democracia, en el crecimiento económico y en la cohesión social, esta desconfianza generalizada de la población en sus instituciones y en sus conciudadanos.
El Latinobarómetro del 2021, esa especie chequeo al cuerpo social de América Latina que Marta Lagos nos ofrece para conocer lo que piensan, lo que quieren, lo que sienten los ciudadanos latinoamericanos, presenta una preocupante radiografía. Especialmente, en lo que se refiere a la democracia y a sus instituciones.
- Entre 2010 y 2018 el apoyo a la democracia ha caído del 63 % al 48 %. En Brasil, el apoyo a la democracia ha pasado del 55% en la etapa de Lula (2003-2010) al 40% en 2020. En el conjunto de América Latina, hay un 13% de opiniones favorables al autoritarismo.
- El mayor déficit democrático en la región está entre los jóvenes. A medida que aumenta la edad, aumentan los que apoyan la democracia: entre los que tienen más de 60 años es del 65%, mientras que entre los que tienen menos de 25 años es del 50%.
- La crisis de los partidos políticos se agrava. El país que muestra un nivel más alto de confianza en los partidos políticos es Uruguay (33%). En ocho países latinoamericanos la confianza está entre el 11 y el 24%. En Perú, han desaparecido 16 partidos políticos, entre ellos, todos los que habían gobernado en los últimos años.
- El indicador de distribución de la riqueza llegó a sus máximos registros en 2015: entonces, el 23% creía que era justa. En 2020, solo el 17%.
- Los latinoamericanos ven alto grado de injusticia en el acceso:
- A la justicia: 77 %
- A la salud: 64 %
- A la educación: 58%
- Solo el 34% de la población percibe la igualdad de oportunidades garantizada. Solo el 35% percibe la seguridad social garantizada.
- América Latina es la región más desconfiada de la tierra, con 20 puntos porcentuales de confianza en las instituciones democráticas menos que Asia, África o los Países Árabes.
- La Iglesia (61%) y la Fuerzas Armadas (44%) son las instituciones que generan más confianza.
- El 75% dice que hay poca o nada igualdad ante la ley.
Es solo un resumen de un cuadro sociológico que llama con urgencia a una nueva política. Una política renovada, dirigida a mejorar las democracias electorales (asegurando el mandato popular y haciendo natural la alternancia) a fortalecer las instituciones y el Estado de derecho (transparencia, ejemplaridad y separación de poderes) y a renovar el contrato social de los ciudadanos con sus Estados, a través de un incremento de sus prestaciones (seguridad, sanidad, educación, protección social), basado en un progresivo crecimiento del ingreso fiscal. Es un modelo de democracia eficiente que algunos llamamos socialdemocracia en el que el Estado, social y de derecho, toma el mando y asegura derechos y libertades, en una economía de mercado fuertemente intervenida, para garantizar los intereses generales y la redistribución de la riqueza. Una economía que debe modernizarse y formalizarse para asegurar crecimiento y competitividad. Eso es lo necesario. Esas son las bases elementales de una política renovada.
El titulo que los editores del Latinobarómetro han puesto a su informe este año ha sido: Adiós a Macondo, aludiendo con él a la aparición de esa ciudadanía concienciada y exigente que dejó atrás la magia de la aldea y plantea abiertamente avanzar en justicia y libertad, en cohesión social y democracia. Es una situación difícil para la gobernanza latinoamericana, pero al mismo tiempo cargada de esperanza. Cobra fuerza la idea de un cambio generacional en la política de América Latina, algo que se ve claramente en Chile y que impregna de ilusión a otras juventudes latinoamericanas.
Por eso, me pregunto: ¿ha llegado el momento, después de la pandemia, para que la política latinoamericana inicie un ciclo diferente? ¿Es quizás este momento, una especie de vierteaguas histórico, en el que la innovación, es decir la exigencia de los tiempos de hacer otras cosas y de hacerlas de otra manera, se instala en las élites dirigentes latinoamericanas? En la convergencia de una efeméride histórica común (los 200 años de independencia), con un contexto disruptivo universal (digitalización, cambio climático y revolución tecnológica) y en plena ebullición social de la nueva ciudadanía latinoamericana, ¿cabe pensar en la emergencia de una política renovada en América Latina? Esperemos que así sea. Trabajamos fraternalmente porque así sea.