Arrogante, guapo, versero, ramplón: eran varios los aspectos del arquetipo del porteño de mediados del siglo pasado que circulaban en la inmensa humanidad de Óscar “Ringo” Bonavena (1942-1976), campeón argentino y sudamericano de peso pesado en los años sesenta, cuya mitológica vida acaba de llegar a la pantalla con el estreno de la serie Ringo. Gloria y muerte (Star+ en Latinoamérica, Disney+ en España).
Pero, como si no fuera suficiente ese espíritu arrollador que a cualquier sujeto le aporta la doble de condición de campeón y de (ultra) carismático, Bonavena tuvo además un final trágico, asesinado en condiciones confusas cuando intentaba volver a los primeros planos. Ocurrió en Reno, Nevada, en 1976, entre la sordidez de unos burdeles, los caprichos de un mafioso (Joe Conforte) y los confusos pasillos de su propia, inescrutable personalidad.
Surgido de las entrañas de la Capital Federal (nació en Parque Patricios, paradigma del barrio tanguero y futbolero), Ringo representaba la quintaesencia del advenedizo plebeyo que se curte en las solapas orilleras de la ciudad: un tipo que buscó desesperadamente el éxito y cuyo enorme amor propio le permitirá resistir en la adversidad, es decir, aguantarse como un árbol ancho los golpes de hombres más grandes o de más calidad boxística que él, para luego vencerlos. Con pie plano —letal para el boxeo—, una técnica limitada, pero dueño de una fuerte pegada y un tesón enorme, Bonavena logró hacerse un lugar en una época de oro de los pesos pesados. Batalló contra Muhammad Ali en el Madison Square Garden de Nueva York —perdió por KO en el 15º round— y se enfrentó dos veces a Joe Frazier, otro legendario excampeón. Siempre dio la talla. Siempre ofreció el corazón.
Todo eso relata Ringo. Gloria y muerte, que se enfoca, en su primer capítulo, en dos momentos cruciales en la vida del boxeador. La primera secuencia de la serie —precedida del aviso de que “cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia”, para atajar posibles demandas de familiares— lo muestra llegando a Reno, Nevada, Estados Unidos. Es comienzos de 1976 y Ringo, con 34 años, intenta volver a pelear con Alí. Para eso viaja y se instala allí, contratado por Conforte, un mafioso —otro self made man, pero del lado del mal— que maneja el comercio ilegal y la prostitución (que sí era legal) y que quiere convertir a la ciudad en el nuevo Las Vegas. No está claro cómo hará para conseguirle al menos una pelea digna a Bonavena, pero lo que sí queda claro es que todo es extraño, sinuoso y que Ringo se está insertando en un ambiente que nada tiene para ofrecerle, excepto fichas de casino y peligro.
Interpretado por Jerónimo Bosia, el Bonavena de la serie no solo guarda un parecido físico notable con el Ringo real, sino que consigue apropiarse de su polifacético carácter. Bonavena es bromista, audaz y narcisista, pero también ingenuo y dueño de un candor entre chiquilín y absurdo que le hace cometer travesuras costosas, ya sea orinar desde lo alto de un trampolín o morderle una tetilla a un rival en la final del Campeonato Panamericano de 1963, detalle que le valió su primer destierro. Todos esos rasgos se mezclan, además, con una vocación mediática y farandulera indisimulable —necesidad desconocedora del atributo de la discreción— que determinó que se lanzara a las aguas del show off y que se convirtiera en una especie de personaje casi caricatureso. Fue así que interpretó canciones para chicos —tenía una voz aflautada que contrastaba con su robustez corporal—, formó parte de elencos en teatro de revistas, actuó en tres películas y participó en varios sketches de televisión con capocómicos de entonces. Era una figura omnisciente en la Buenos Aires de comienzos de los años setenta.
El primer salto temporal de la serie ubica ahora la trama en 1964, cuando Ringo, suspendido luego del mordiscón en el Campeonato Panamericano, recala en Nueva York, donde se somete a la vida dura del inmigrante latino en la Gran Manzana. Allí comienza a reinar un dios negro que tiene las piernas de Fred Astaire y la locuacidad de Richard Pryor: se llama Cassius Clay y vino a revolucionar el ambiente. No solo pelea como un ninja con guantes, sino que tiene un desenfado verbal que embelesa a Ringo. Empieza a imitarlo, a copiar su histrionismo y, sobre todo, su apabullante arrogancia. Esa es la elipsis que traza la serie, la de un Ringo que es todo esperanza y potencia y que llega a Nueva York para comerse el mundo, y el sujeto taciturno que regresa a ese país 12 años más tarde, y lo hace a un enclave hostil del Oeste americano. Es el viaje inverso del American dream: desde el centro a la periferia, pero encima a una periferia oscura y patibularia. Una periferia que lo llevó a la muerte.
¿Quién mató a Bonavena? Ese es uno de los grandes misterios del ambiente boxístico, al menos del argentino. Nunca quedó claro quién fue el autor del disparo que atravesó su espalda, ni tampoco los hechos que desencadenaron la tragedia, aunque lo que siempre se creyó es que Conforte algo —o mucho— tuvo que ver. Lo que se estima es que el turbio businessman sospechaba que Ringo había seducido a su mujer, Sally —sextuagenaria, otro absurdo ringoneano—, para quitarle poder y parte de su negocio.
En Díganme Ringo (Sudamericana, 1992), notable biografía de Bonavena que despertó en su momento el interés del ambiente audiovisual, Ezequiel Fernández Moores traza un perfil ecuánime del boxeador y bosqueja algunas pistas alrededor de su destino fatal. Fernández acierta pintando al personaje con una colección de episodios que revelan su velocidad mental, rapidez que se reflejaba en respuestas gatilladas con ingenio y agudeza, como aquella que le dijo al presidente de facto, el general Alejandro Lanusse: “Con mi pinta y su guita sería el hombre perfecto”. Pero también algunas de esas respuestas eran estudiadas, ya que Ringo siempre andaba con un libro de aforismos encima y tenía obsesión por los refranes. En la cultura popular argentina, circula desde hace años una frase que sintetiza la soledad del boxeador en el ring (y tal vez la soledad del ser humano en momentos cumbres), y que es adjudicada a Bonavena: “Cuando suena la campana, hasta el banquito te sacan”. En Díganme Ringo, Fernández Moores rastrea el origen de la frase y desmitifica esa autoría, reproduciendo el testimonio de otro legendario periodista de boxeo, Ulises Barrera, quien en el libro señala lo siguiente: “Todo esto nació de una cena donde Bonavena me oyó recitar un poema de Anselmo Casares, un exboxeador metido a poeta, que decía: ‘Boxeador,/tenés masajista que te afloja el cuerpo/y te da consejos hasta el promotor,/pero te quedás solo cuando suena el gong’. Al día siguiente, Ringo me llamó por teléfono y me pidió que se lo recitara competo. Dos días después lo llamé para invitarlo a una nota en Canal 13. En el medio de la nota, me espetó la frase del ‘banquito’, mientras por el lado opuesto de la cámara me guiñaba un ojo. Era muy pícaro”.
Díganme Ringo también descolla en la reconstrucción de los últimos momentos de Bonavena. Allí se cuenta que el boxeador apareció esa madrugada en el rancho-cabaret en el que vivía y trabajaba Conforte. Este lo evitaba desde hacía un par de días. Se produjo el siguiente diálogo:
—¡Seguridad, John! ¡Por favor, llamen a seguridad!
Neva Tate, administradora del Mustang Ranch, no tenía dudas. Pese a la sorpresa, le resultó fácil identificar al hombre de jeans, camisa roja y botas tejanas que descendía del Montecarlo con un toscano en la boca.
—Óscar Bonavena está en la puerta. Deprisa, John. Te necesitamos en la oficina de seguridad.
John Coletti se calzó los pantalones, manoteó su camisa y un par de medias, pero no llegó a ponerse los zapatos: al mirar por la ventana, advirtió que la voz del intercomunicador no mentía.
Salió como un rayo, subió las escaleras, cruzó el corredor y se cercioró de que su patrón estuviera bien. Desde la puerta cerrada escuchó los ronquidos profundos de Joe Conforte. Corrió escaleras abajo y llegó hasta Ringo, que sacudía la reja con furia.
—Oscar, basta. Tenemos órdenes de no dejarte entrar.
—Quiero ver a Joe. ¿Por qué está enojado conmigo?
—¡Por Dios, Oscar! No me des más excusas. Deberías irte ya mismo.
—¿Somos o no amigos? Te aprecio, John. Hasta conozco a tus chicos. Necesito que me ayudes. Tengo que ver a Joe.
—Si es verdad que somos amigos, no hagas mi trabajo más difícil, Oscar. No metamos a los chicos en esto. Es mejor que te vayas. Además, Joe ni siquiera está aquí.
—¡Mentira! Puedo ver su auto.
Mientras discutían llegó Eve Stone, cocinera del Mustang Ranch. Llevaba una torta para festejar el cumpleaños de una de las mucamas. Coletti le pidió que esperase a un costado de la puerta.
—¿Por qué Joe no me quiere ver más? ¿Por qué, John? —insistió Bonavena, mientras sacudía las rejas cada vez más enfurecido.
—Porque le robaste a Sally, porque vas diciendo por ahí que te vas a quedar con todo, porque estás acabado y te estás aprovechando de él. ¿Quién no estaría enojado, Oscar? ¿Quién?
—¡Ya va a ver quién soy yo! Lo voy a matar a ese hijo de puta.
* * * *
“Díganle a Peralta que lleve la cédula porque después de la pelea no lo va a conocer ni su vieja”, fue lo primero que dijo Ringo cuando aterrizó en Buenos Aires, desafiante y sonriente, a comienzos de 1965, tras su experiencia neoyorquina. Semejante personaje atrajo de inmediato la atención de los medios, que comenzaron a buscarlo con la complicidad de saber que cada vez que se pronunciase sacudiría a la audiencia. Como hormigas alrededor de una bolsa de azúcar, la prensa lo convirtió en su epicentro. Campeón argentino pesado, Gregorio “Goyo” Peralta era un hombre respetado, un laburante del ring, un hijo proletario del interior (había nacido en San Juan) que se adecuaba al modelo de boxeador aceptado por la opinión pública: abnegado, de bajo perfil, serio. Bonavena era su némesis, su antagonista perfecto.
Semejante choque de estilos paralizó a la ciudad. La gente en la calle no hablaba de otra cosa. Como era de esperar, la atmósfera del Luna Park resultó inmejorable: casi 30.000 personas colmaron el mítico estadio esa noche de septiembre de 1965, un récord de público jamás igualado. Ganó Ringo, que se coronó campeón y, de paso, consagró su personaje. La popular se entregó al júbilo. Desde el ringside subió una ovación acorde a la epopeya. Había nacido un nuevo ídolo.
A partir de entonces despertó su pulsión animal por la notoriedad, por trascender y convertirse en un famoso a tiempo completo, alguien que hacía de los estudios de televisión su segunda casa. Siempre natural, siempre con desparpajo. El público abrazó a ese atorrante lenguaraz cuyo sistema cognitivo resultaba desconcertante. Era capaz de la cursilería o el gesto más procaz, pero también de la ternura o de un pensamiento que dejaba perplejo a la audiencia. En una ocasión, en un largo reportaje con el mismo Ulises Barrera, entregó una reflexión que terminó siendo premonitoria:
“Cuando uno empieza te dicen ‘entrenate’. Cuando uno se entrena te dicen que vas a empezar hacer peleas preliminares. Cuando hacés preliminares te ofrecen peleas de semifondo con algunos pesos más y la exigencia de que te juegues. Después uno se hace profesional y te dicen que ahora tenés que llegar a ser campeón. Te dicen que también tenés que invertir bien tu dinero. Pero al cabo de un tiempo, uno ya no es campeón, no tiene dinero y ni siquiera sabe quién es. Además, no te enseñan a administrar el valor económico Y por eso llega el final y te dicen que fuiste un gil, que tuviste todo y no lo supiste aprovechar”.
Su última pelea fue el 26 de febrero de 1976, frente al norteamericano Billy Joiner. Aún aspiraba a una revancha contra Ali, que un año antes había vuelto a ser campeón del mundo. Pero no pudo ser. Su aura se había profanado: ya no era el inefable personaje de otros tiempos. Acaso lo que hacía en ese extraño paraje del oeste era, como él mismo dijo, intentar averiguar quién demonios era. Una bala interrumpió esa búsqueda. Fue asesinado en el amanecer del 22 de mayo de 1976. El disparo, se cree, lo hizo Ross Brymer, el guardaespaldas de Conforte. Ayudado por el mafioso, Brymer pasó menos de dos años en la cárcel. La causa nunca avanzó. Se perdió en los cajones del tiempo.
¿Quién era realmente Bonavena? Quizás una de las mejores definiciones la dio el mismo Barrera: “Era alguien naturalmente inteligente, pero su chispa era una pirotecnia al paso”.