Hace un par de temporadas estuvo en los cines de todo el mundo la magnífica película de Alfonso Cuarón Roma. Entre las innumerables virtudes y aciertos de esa obra de creación hubo dos decisiones importantes que, como productor y director de cine, no llegué a entender.
La primera de esas decisiones, y tal vez la más utilitaria, es la impresión de que si Cuarón hubiera contado a su lado con la figura de un editor o montador, en vez de firmar él mismo ese trabajo, el ritmo de la película hubiera resultado más equilibrado. No más rápido, pero seguramente exento de la sensación de morosidad excesiva que, a mi me parece, a veces envuelve la película.
La segunda de esas decisiones tiene que ver con mis recuerdos y con una parte inolvidable de mi vida: las semanas en que, para orientar las dudas de aquel muchacho de veintidós años que yo era en 1979, unos amigos me dieron refugio y acogieron en la calle de Culiacán, entre la avenida de Baja California y la calle de Quintana Roo, en la colonia Roma Sur, México DF.
Si hay alguna experiencia llena de color y descubrimientos en mi vida, esas fueron mis semanas en la colonia Roma Sur. Por eso, cuando vi la película me pregunte cómo podía alguien tratar de reflejar de un modo certero, el carácter y la geografía de ese lugar extraordinario privándole de uno de sus aspectos más expresivos y característicos: el color. Tardé tiempo en darme cuenta de dónde podía estar el porqué de ese retrato en blanco y negro: podía ser, en el recuerdo, otra forma de hacerle justicia a la colonia Roma. Este es el relato de cómo llegué a caer en ello.
Decía que en 1979, con 22 años, yo era un muchacho razonablemente desorientado por las dificultades que estaba encontrando para definir el rumbo de mi vida. Había comenzado mis estudios de arquitectura y en ese momento me encontraba más o menos a la mitad. Y se había dado la circunstancia de que, atraído por el cine, ésa otra forma de expresión, había estado empleando todo el tiempo libre del que podía disponer trabajando de aprendiz en los rodajes donde conseguía meterme, asistía a todas las sesiones de la cinemateca que me interesaban y leía todo aquello que podía. De modo que con tres cursos de arquitectura y la experiencia de cinco largometrajes me embarqué hacia Nueva York con la idea de cambiar la trayectoria de mis estudios: la arquitectura por el cine, ya que en España no existían en aquel momento unos estudios universitarios específicos en cinematografía.
Cuando he contado las dificultades a mis hijos les ha costado entenderlas por la inmediatez que hoy supone, gracias a internet, el traslado de la información. Pero en aquella época necesité trasladarme personalmente a la Tisch School, en la New York University, para que me dijeran que a pesar de mis conocimientos avanzados en matemáticas y cálculo de estructuras, sólo iban a convalidarme dos asignaturas de historia del arte. Total, el camino que me ofrecían era prácticamente empezar desde cero el undergraduate teniendo por compañeros a muchachos de diecisiete años que podían haber tenido como asignatura en la high school algo parecido a cómo aprender a cambiar un neumático de automóvil.
Mi tentativa también prevista en el American Film Insitute de Los Angeles, en California, no fue mejor. La información de la que yo disponía no estaba actualizada —la había recabado dos años antes— y la fecha límite de recepción de las candidaturas o deadline había pasado. Su contestación a mis llamadas telefónicas desde Nueva York fue siempre: no venga a vernos, no tenemos tiempo para recibirle y atenderle, mande su solicitud por correo el año que viene dentro de las fechas adecuadas. De modo que ambos caminos se habían cerrado y no ofrecían una salida posible a corto plazo. Y a los veintidós años todos tenemos mucha prisa. Ni modo.
Ya estaba en América y como parecía que en Estados Unidos no tenían demasiadas ganas de acogerme y sí un billete de vuelta abierto en mi poder con duración de tres meses, llamé a Paco Ignacio Taibo en el DF. Paco me sugirió que tomara un avión inmediatamente y fuera a instalarme en su casa para reflexionar con tranquilidad el estado de las cosas.
Volé desde Dallas a México DF en un avión no demasiado grande llevando de compañeros de asiento a dos cowboys del siglo XX, quizás padre e hijo, de sombrero, botas y cananas vacías, cuyos revólveres estaban seguramente en manos de las azafatas.
Al acercarnos y descender en la noche sobre el DF, el territorio ofrecía una imagen tan distinta a otras ciudades que yo había visto: un mar de luces abarcaba hasta el horizonte revelando una ciudad ilimitadamente extensa donde los barrios, en su mayoría, ofrecían una impresión amable de casas de poca altura y calles bien proporcionadas.
La ruta de los periféricos hasta la casa fue un camino largo y misterioso que se desarrolló acompañado del calor de mis amigos. Llegamos a una casa baja, una vivienda unifamiliar cuya puerta principal y la del garaje daban a la calle, detrás lo que resultaría un pequeño y soleado patio trasero. Algo muy parecido a la vivienda que aparece en la película de Cuarón. Algo más tarde, desde la cama, pude oír el vago rumor del tráfico y el eco de las voces de algunos vecinos que hablaban alegremente a través de las ventanas abiertas en esa época de clima agradable en un idioma que yo entendía perfectamente. Me dormí pensando cómo podría yo cambiar el curso de las cosas y enfocar realmente mi vida en la profesión cinematográfica; yo que había empleado tantas horas en una formación voluntaria y alternativa, no académica, siendo al principio el muchacho de los recados en las películas, leyendo los libros que me recomendaban o intuía convenientes, y pasando tardes enteras en una sala de cine para aprender de lo que veía, de los directores, de los temas de los guiones, de la forma de los actores.
A la mañana siguiente abrí los ojos tarde. Casi a las once de la mañana. Las novedades y el cansancio me demoraron entre las sábanas. Y cuando me dispuse a salir de mi habitación ocurrió algo maravilloso que había de marcar el tono de aquellos meses para mí en el DF. Según abro la puerta pasa ante mí Inez de Atienza, la prometida de Pedro de Ursúa en la película Aguirre, la cólera de Dios, dirigida por Werner Herzog en 1972.
No podía creerlo. ¿Cómo era posible que, nada más despertar, yo me cruzara con aquella actriz alemana? ¡Y en casa de Paco! ¿Estaba durmiendo todavía y eso era parte del sueño?
Yo había visto aquella película tres veces. Tres. Muy raro en mí. Algo en el misterio de la puesta en escena, y debo confesarlo, en la fascinación que ejercía sobre mi los actores: Klaus Kinsky, el misterioso Pedro de Ursúa (luego supe que encarnado por el reconocido director brasileño Ruy Guerra) y, confesémoslo, el bellísimo personaje de Inez de Atienza a quien, ya digo, yo suponía una lejana y nórdica actriz alemana. Y, de repente, allí estaba ella, dándome los buenos días en un perfecto español, apenas sin reparar en mí, solo porque nos habíamos cruzado en el pasillo. Yo sabía que la casa de Paco Ignacio estaría llena de sorpresas, ¡pero de ese calibre y desde el primer minuto! Todo tiene su explicación y resultó que el personaje de Inez de Atienza estaba encarnado por Helena Rojo, la actriz mexicana, que aquella mañana estaba en la casa para presentar un programa especial sobre Luis Buñuel. Me la presentaron, la saludé como un tonto y no hice más que mirarla el resto de la mañana.
Resultó que una parte de las gestiones de preproducción de Aguirre realizadas en México se había desarrollado en la sobremesa, un día cualquiera en casa de Paco Ignacio y Mari. (Por eso Joan Manuel Serrat decía de aquella casa que en ella cualquier día parecía Navidad). No es de extrañar, entonces, que para un muchacho como yo, ávido de conocer mundos, y sobre todo, el mundo cultural y de la cinematografía, sólo la estancia en la calle de Culiacán, colonia Roma Sur, resultara fascinante. De hecho Paco me regaló una copia del tratamiento original que conservaba de las conversaciones sobre la película. Texto donde todavía puede verse anotado en la primera página una tentativa de reparto que resultó casi definitiva.
Otra buena manera de acercarme a la ciudad de México fue localizar a una amiga de Barcelona recientemente instalada allí porque su compañero había sido destinado en la central de un banco con capital también español. Mis amigos no vivían lejos de la colonia Roma, vivían en San Pedro de los Pinos, camino que yo aprendí a hacer enseguida con el Rambler que me prestaba Paco. Tomaba la avenida de Baja California, iba por la avenida de la Revolución, giraba a buscar la calle y volvía por la avenida del Patriotismo. Esto para un español sonaba, y creo sigue sonando, chocante. Revolución y patriotismo parecen aquí términos enfrentados en los que uno es monopolio de la izquierda y el otro de la derecha. Así que vivir en una ciudad donde ambos términos eran compatibles parecía una perspectiva relajante. Eso, hasta que me apagaron un día el inmenso cartel de Coca-Cola que era mi referencia para hacer el giro que me sacaba o metía en una de las avenidas, y pasé un buen susto perdido en aquella ciudad, antes de que existiera los teléfonos móviles, recordemos.
Mis amigos, Isabel y Juan, vivían en un condominio en el piso inferior de una pareja mexicana a la que enseguida conocí. Carolina y Harry fueron para mis amigos el modo de tomar contacto con la ciudad real; y fueron para mí la manera de conocer otras formas de vida en el DF, tal vez más comunes, fuera del ambiente más especial que vivía en casa de Paco. Carolina era periodista, hija de un autor recientemente fallecido, y Harry era natural de Colombia. Era médico de profesión y por la razón que fuera se había trasladado desde Bogotá al DF para terminar sus estudios, donde conoció a Carolina y ya se quedó.
Con ellos, entre ocho y diez años mayores que yo, tuve la oportunidad de expresar mis inquietudes, preocupaciones y miedos, los de un muchacho de 22 años que veía un mundo inmenso abriéndose ante él y quedaba cegado ante tantas posibilidades, mermada la energía ante los contratiempos que al salir de la adolescencia había empezado a tener y a conocer, deseoso de seguir un camino y hacerse un lugar.
A los cuatro puede explicarles mis inquietudes, y quizá Carolina y Harry, más cercanos al modelo de vida al que yo aspiraba, pudieron comprenderme con más exactitud y trasladarme su calor. Ellos me contaban como se estaban abriendo su propio camino, cuáles eran sus incertidumbres. Me llevaron arriba y abajo para que conociera Querétaro, Puebla, Cuernavaca y muchos lugares sorprendentes de la ciudad misma.
En aquellos momentos de incertidumbre, donde por más que hablara y tratará yo de exorcizar el miedo de no ver claro el futuro que podía abrirse ante mí, ellos constituían el modelo de una pareja sólida, valiente y con los pies puesto sobre la tierra para afrontar las dificultades. Eran el modelo de cómo podía llevarse la vida de la forma en que yo aspiraba: dentro de un camino de armonía y equilibrio en el que los sobresaltos parecían controlados. De hecho, en una de nuestras salidas, cuando me llevaron a conocer la plaza de Garibaldi y nos electrocutábamos todos juntos tomados de la mano, como una de las atracciones que se ofrecían, me regalaron una postal que todavía conservo y que al verla viene a indicarme lo que debía ser para ellos la percepción de mi estado de ánimo. En esa postal una mujer carga pesadamente con un saco a la espalda atravesando un desolador paisaje blanco. El reverso de la postal explica la imagen: “Salinas de Manaure. India guajira cargando sal”. La foto es la ilustración de lo que puede ser llevar una vida dura sobre la tierra. Recuerdo que al regalármela Carolina me dijo: ‘si ella resiste, también tú puedes resistir’.
Al recordar sus palabras, ahora me doy cuenta de la percepción que ella tenía de la fragilidad y confusión de mi estado, que poco después cristalizaría en un periodo muy complicado. Pero no adelantemos acontecimientos.
En el reverso de la postal puede leerse una dedicatoria. 'Para Manolo: buena suerte en cualquier camino que escojas en la vida'. Curiosamente parte de la dedicatoria esta tapada con tinta correctora blanca y con esfuerzo puede verse la dedicatoria original: ‘Buena suerte en esta vida dura’. Esa era la dedicatoria que, en la composición de lugar que yo me hacía, una pareja joven y pletórica escribía a un muchacho nervioso y propenso a los momentos de angustia. En torno a mí, de la mano de Isabel y Juan, Carolina y Harry, y, sobre todo, Paco Ignacio y Mari, seguí percibiendo un México vivo y radiante de colores, con alegres comidas en las Lomas de Chapultepec o amigos con viviendas alternativas en el Tercer Dínamo; reuniones donde el poeta Luis Ríus me enseñaba a reconocer los palos básicos del flamenco (a nueve mil quilómetros de Andalucía): ‘soleá, fandango, bulerías y siguirillas’, o la posibilidad de sumarme a las tareas de producción de una modernísima unidad móvil de televisión que trabajaba para el gabinete de comunicación del Departamento de Distrito Federal.
En resumidas cuentas, fueron unos meses fascinantes que terminaron para mí de un modo súbito cuando se cerró la puerta del avión y tuve la percepción de que aquel mundo maravilloso quedaba atrás y yo volvía a España a resolver los asuntos que habían quedado pendientes.
Por hacerlo breve diré que, como a casi todos nos ha pasado en la vida, me esperaba un periodo difícil en el que mi cabeza tuvo que luchar por mantenerse erguida sobre mis hombros mientras perseguía mis objetivos: una carrera profesional en el cine. Pasé unos años difíciles y oscuros, y todavía hoy no entiendo bien cómo pude transitar por el periodo entre los veinte y los treinta años de un modo tan complicado cuando lo que me rodeaba, al fin y al cabo, no era un ambiente tan hostil. La explicación más sencilla y reconfortante me la dio el poeta Ángel González: ‘Los veinte años… una edad muy difícil. Tanta vida por delante’.
Y en esos años difíciles, el recuerdo de mi estancia en México y los colores de la colonia Roma, de los amigos que allí había conocido y de su valor para encarar la vida, fueron un faro y un recuerdo que me ayudó a orientarme y resistir.
Esos años de incertidumbre empezaron a ceder cuando cumplí los treinta. A veces he tratado de explicárselo a mis hijos: cumplir treinta años es maravilloso, para mí fue como si estuviera sentado en una silla eléctrica que estaba a 240.000 voltios para pasar a una que estaba sólo a 150.000.
Sea como fuere, mi vida comenzó estabilizarse y mi trabajo a ganar en interés y reconocimiento. Cuando produje la primera película importante, aquella que tuvo una carrera internacional, le pedí a un amigo que volaba a México que dejara en el correo un pequeño sobre dirigido al buzón de la casa de Carolina y Harry, era una copia en DVD con mi dedicatoria. En él, no lo recuerdo bien, debía decir que había entendido el mensaje de las Salinas de Manaure y estaba consiguiendo no solo sobrevivir, si no lograr mis objetivos imitándolos a ellos consiguiendo una vida de armonía y equilibrio.
Nunca recibí una respuesta.
Lo lamenté pero no le di mayor importancia. Mis amigos Isabel y Juan habían vuelto a España y habían perdido el contacto con Carolina y Harry, así que no fueron una ayuda para esclarecer el silencio.
El desenlace lo conocí años más tarde curioseando por internet. Harry, por lo visto, terminó en su momento su especialidad médica y llegó a abrir su propio consultorio. Y un día, pocos años después de que yo les hubiera perdido de vista, cuatro para ser exactos, decidió pasar a otra vida inyectándose una sustancia que le dejó inerte y sin vida sobre la camilla de su propia consulta. Lo encontró Carolina al ir a buscarle extrañándose de que no volviera a casa. El impacto fue tan brutal para ella que desde entonces ha dedicado su vida como periodista y comunicadora a explicar los devastadores efectos del suicidio sobre los seres queridos que siguen viviendo alrededor del vacío. El suicidio acabo con él, acabó con Harry, pero con sus conferencias y artículos ella no lo ha abandonado nunca.
Cuando lo supe, quede profundamente desconcertado. No sólo por conocer el destino de Harry y de Carolina, sino porque también modificó la percepción que yo mismo había estado construyendo sobre mi propio pasado. Seguramente mi camino había sido, como el de todos, una lucha a veces difícil por abrirse camino. Si acaso las dificultades normales de un muchacho un poco impresionable. Pero estaba viviendo dentro de un panorama de luz y equilibrio, como el que yo había creído ver en ellos; por lo visto habían topado de verdad con el estigma que en los momentos de miedo el muchacho que yo había sido había temido encontrar en sí.
La colonia Roma, mis maravillosos días envueltos en el color de la Roma Sur, podían ser para otros una cruda experiencia en blanco y negro.
Después de todo, Cuarón podría tener razón; para mí la Roma eran unos breves y maravillosos recuerdos, para él una gran parte de su vida. Y Harry pertenecerá para siempre a la Roma Sur en blanco y negro.