En el Departamento del Putumayo, al suroeste de Colombia, en la zona fronteriza con Ecuador, se encuentra el Valle del Guamuez, un municipio nacido hace solo 30 años que está cargado de contrastes.
Esta zona se ha erigido en medio de la selva —es parte esencial de la gran reserva forestal de la Amazonia—, cuenta con zonas fértiles para la producción agrícola, páramos de muy bajas temperaturas e importantes cuencas hidrográficas, como el gran río Guamuez, de donde proviene el nombre del municipio. Se dice que, en época de la conquista, solo los aventureros más aguerridos fueron capaces de escudriñar esta topografía cargada de paisajes hermosos y amenazas agrestes. Una tierra que prometía reservas de caucho, oro y plantas medicinales.
“Nuestra población ha sido principalmente indígena y como acá no llegaban los medicamentos, nos tocó aprovechar los productos de la madre naturaleza”, dice Neyder Fernando Culchac, un joven de 20 años, líder social, cultivador de pimienta, exraspador de coca y protagonista de esta historia.
Los antepasados de Neyder aprendieron a mambear coca para servirse de sus propiedades naturales. Esto les permitía usar la hoja de coca a modo de cura contra algunos males, y también como fuente de energía para resistir las largas horas de siembra y recolecta de los productos que ofreciera la tierra —naranja, plátano, y yuca, principalmente— y que constituían su único medio de supervivencia.
Neyder siguió bien pronto la tradición familiar: “Mi día a día desde el amanecer se resumía en levantarme temprano junto con mi familia, colocarme las botas de caucho, que me llegaban a la rodilla, coger el machete y salir tras mi padre a trabajar todo el día bajo un sol tremendo. ¿Qué pasaba si llovía? Pues seguíamos trabajando”.
En diferentes latitudes es posible encontrar miles de casos como el de Neyder: jóvenes que, con la intención de sobrevivir junto a sus padres, trabajan en el campo para suplir la ausencia de oportunidades. Pero esta historia que transcurre en Colombia incluye un componente especial: la guerra contra las drogas y el narcotráfico. Una batalla que ha noqueado al país de forma constante y que se niega a desaparecer, que tiene repercusiones funestas en aquellas zonas donde el Estado no hace presencia y que afecta de pleno a personas como Neyder y su familia, quienes, por la presión de grupos al margen de la ley, se ven obligados a cultivar coca no para mambear o curar, sino para destinarla como principal ingrediente de la cocaína que se exporta ilegalmente en el país.
Los criminales que operan en esta región del Putumayo exigen a los campesinos sembrar ciertos tipos de cultivos, pagar vacunas (dinero a cambio de que los dejen en paz por un tiempo determinado) y, en muchos casos, regalar sus tierras para la siembra de productos que son utilizados para la producción de drogas ilegales. De ahí el adagio popular de Valle del Guamez: “Acá muchos nacen, pero pocos viven”. Aún así, para los habitantes del municipio, el campo es su vida entera.
Neyder trabajó en el cultivo de coca desde los cinco años de edad, pero durante mucho tiempo ignoró el reverso oscuro de ese producto. “No sabía que tenía otros fines, ni cómo se comercializaba, ni mucho menos el impacto negativo que ha generado durante tanto tiempo en la imagen de mi país”, explica. “No lograba entender las repercusiones de raspar coca [arrancar las hojas de la planta], solo sabía que no hacerlo era un riesgo para mí y para mi familia”.
Neyder no solo no entendía del todo lo que implicaba su actividad, tampoco creía que otra realidad era posible. Eso empezó a cambiar gracias a la profesora de la escuela a la que él acudía antes calzarse las botas, coger el machete e ir a raspar, quien un día quiso “sembrar” algo distinto a lo que Neyder acostumbraba: una idea. O, mejor aún, un cuestionamiento. “¿Cuáles son sus sueños cuando sean grandes? ¿Qué les gustaría lograr en su vida para recordar cuando sean viejitos?”, recuerda Neyder que dijo la maestra una mañana. “Me fui a mi casa con la pregunta de la profesora en la cabeza, cuestionándome si de pronto el mundo estaba equivocado, si realmente había algo más allá. Y se fue cosechando una idea concreta que me arrojó una esperanza en medio del caos. En esta, tanto mi familia como mi comunidad iban a poder salir adelante, pero haciendo las cosas distintas”.
El camino sería duro de recorrer: dejar de cultivar coca para buscar una nueva opción libre del miedo y las amenazas parecía una quimera en Valle del Guamuez. “Todo aquel que se atreviera a pensar en una vida distinta, era un loco o un suicida”, dice Neyder, quien en un inicio topó con la incomprensión de su propia familia.
La causa de Neyder tomó fuerza cuando, una tarde de 2008, mientras estaba en la finca familiar afilando los machetes para ir a desyerbar la coca, pasaron unas pequeñas avionetas volando muy bajo. “Yo pensé que eran turistas, nunca había conocido una avioneta. Pero mi padre tenía una sensación rara. Esas avionetas iban con la intención de fumigar todos los cultivos para acabar con la coca”. Ahí empezó una etapa más de la guerra del Estado colombiano contra los cultivos ilícitos. Si bien las fumigaciones intentaban erradicar la coca, también tenían un impacto devastador en los demás cultivos.
A partir de ese momento, la familia de Neyder, sin rumbo ni guía, decidió erradicar con sus propias manos todas las matas de coca de su finca y de su vida. “Desde ese día no había otro sustento, ni para alimentarnos, se acabó todo lo relacionado con la coca”.
Vinieron meses difíciles, en los que el alimento solo provenía de árboles de plátano y chiro (un tipo de plátano más pequeño) con agua de panela. Los vecinos alertaron a la familia del peligro que corrían al desentenderse del cultivo de la coca. Pero Neyder y los suyos, lejos de amedrantarse, empezaron a debatir su idea en la comunidad, yendo de finca en finca para intentar convencer a los propietarios de la necesidad de hacer lo correcto. Poco a poco, Neyder y su padre fueron reclutando a simpatizantes que les ayudaron a ir erradicando las matas de coca de aquellos que, por conciencia, querían acabar con esas plantaciones.
“¿Qué vamos a cultivar ahora para sobrevivir?”. Era una pregunta que entonces siempre estaba en el aire. El reto no era menor, hacía falta encontrar un tipo de producto que fuera rentable para mantener a las familias, que pudiera crecer en las condiciones climáticas del municipio y que se comercializara bien. Pero el mayor desafío era que volviera a crecer un cultivo en esas tierras. “La tierra sufre mucho con los cultivos de coca y con la erradicación forzada por fumigaciones. Esto dificulta que cualquier tipo de semilla pueda surgir”, dice Neyder.
La solución se hallaba a las afueras del municipio, en la finca de doña Gladys, quien había logrado mantener su tierra y abastecer a su familia con un pequeño cultivo de cacao. Ese producto iba a ser la clave de la transformación del territorio, sumado posteriormente a unas semillas de pimienta llegadas de Ecuador que se adaptaron sin problemas al entorno colombiano: “Hicimos un pequeño vivero y empezamos a preparar el terreno junto con unos vecinos, y así fue como fuimos expandiendo nuestros cultivos en la finca y nuestros alrededores. Los vecinos se iban enamorando del nuevo cultivo”, dice Neyder.
Pese a ese éxito, el cambio radical de rutina y las posibles represalias de los grupos criminales todavía causaban reticencias entre muchos vecinos. “Algunos pensaban que nadie les iba a comprar sus productos, que les iban a hacer daño, que el proyecto iba a fracasar. Pero la idea fue siempre seguir adelante sin querer mirar hacia atrás a lo que habíamos vivido, ni miedo en lo que pudiera venir”, cuenta Neyder.
Los riesgos siguen existiendo. Amenazas, falta de apoyo local y estatal, falta de recursos, entre otros, son realidades con las que Neyder y los suyos están acostumbrados a convivir. Pero la esperanza fue sembrada y empezó a cosechar sus frutos. Los vecinos que se unieron a la travesía de Neyder conformaron en 2009 una asociación de microempresarios llamada ASAPIV, que hoy aglutina a más de 480 familias. A través de esta entidad, han establecido relaciones comerciales con uno de los restaurantes más reconocidos en el país y se han convertido en pioneros en Colombia en la producción de pimienta amazónica, catalogada como la de mejor aroma en el mundo. La asociación produce aproximadamente 80 toneladas de pimienta al año, que generan para cada familia unos 1.200.000 pesos colombianos mensuales, cifra superior al salario mínimo vigente en el país.
“En esos momentos fue donde empecé a tomar el rol de liderazgo en nuestra asociación”, dice Neyder, quien representa a la ASAPIV ante otras comunidades que quieren sumarse a este proyecto de transformación. “Recuerdo que me tildaban de loco, me decían: ‘¿Qué te van a escuchar? Si vos sos solo un campesino’. Todo eso me daba más coraje y ganas de avanzar”.
Gracias a su labor divulgativa en el seno de la ASAPIV, Neyder ha podido participar en la delegación colombiana de la cumbre One Young World en Bogotá (2017) y en La Haya (2018), donde se reúnen los jóvenes líderes más importantes del mundo. “Cuando llegué a Europa, solo sonreía me miraba al espejo y decía ‘¿qué hace este campesino por acá?’”, cuenta entre risas.
El camino de Neyder no ha sido sencillo, y seguirá enfrentándose a enormes dificultades, especialmente por la zona en la que vive. Pero su idea de crear un mundo mejor le anima seguir adelante: “Hoy puedo seguir sembrando algo más que semillas de cacao y pimienta, puedo sembrar algo de esperanza. No solo en mi municipio, también en otras latitudes. Sí es posible algo mejor, y creo que sin esas circunstancias duras que me sucedieron yo no estaría aquí, contando mi historia. La verdad, no sé dónde estaría. Tengo claro que debo seguir, como sea, descalzo, con botas, en bus o en avión, debo continuar este camino”.