“Estar en el mundo como señoras” es la expresión que utilizó la filósofa Maite Larrauri, al hablar de feminismo, en una entrevista para La Maleta de Portbou. Si hoy la realidad se va aproximando a ese ideal es porque ayer (o antes de ayer) un grupo de mujeres intuyeron que esto debía ser así y podía serlo. Se lo creyeron, tomaron las riendas y fueron a por ello. ¿Cómo? Viajando (en la mayoría de los casos), saliendo de su casas y sus entornos para estudiar mucho, aprovechando todas las oportunidades, experiencias y contactos que les abría su lugar de destino: la Residencia que curiosamente se llamó de Señoritas “porque así se llamaban en la época, aunque ahora suene un poco cursi”, explica Margarita Márquez Padorno, profesora de Historia en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora de la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón. Dicha Fundación alberga en su sede madrileña el archivo y el legado de la Residencia, cuyo edificio ha sido recientemente rehabilitado. En breve, en enero del próximo año, está previsto allí inaugurar una exposición sobre la historia de una institución pionera en España.
“El nombre exacto era Residencia de Estudiantes Grupo Señoritas”, cuenta Márquez, “mientras que el de la institución paralela masculina era Residencia de Estudiantes Grupo Universitario, porque cuando se abre la de mujeres, en octubre de 1915, no se piensa solo en la Universidad para ellas, sino en facilitarles estudios superiores en la Escuela Superior de Magisterio, en el Conservatorio… Pero ya ese mismo año entra en ella Victoria Kent, que va a estudiar Derecho, lo tiene clarísimo, y quiere opositar al Cuerpo del Estado. Y como ella, muchas otras”.
Hasta entonces, la imposibilidad de encontrar un sitio adecuado donde quedarse mientras se estudiaba hacía inviable que una mujer pudiera —aunque quisiera— plantearse la posibilidad. Si no tenía familia en Madrid no había nada que hacer. Los casos podían ser no muy numerosos, pero para los pocos o los muchos que hubiera, esa dificultad tan fácil de resolver, tan pequeña —vista desde la actualidad—, se convertía en insalvable.
Entonces María de Maeztu entró en acción.
Idea y experiencia de María de Maeztu
Nacida en 1881 en Vitoria y procedente de Bilbao, la brava pedagoga convenció a los señores de la Junta de Ampliación de Estudios —un organismo dependiente del Gobierno— para que una institución pública hiciera posible que los jóvenes pudieran encontrar un alojamiento en condiciones para completar su formación. “Esa es la idea de Ortega, de Marañón y de la propia María de Maeztu al crear centros para que los estudiantes no se perdieran en juergas de hostales y pensiones y tuvieran un sitio y un ambiente apropiados para comer, dormir y seguir con sus estudios”, explica Márquez. “Eso es básicamente la Residencia de Estudiantes. En las mujeres no se piensa hasta 1910, cuando, curiosamente un 8 de marzo, se levanta la prohibición de que las mujeres pudieran estudiar. No era una prohibición como tal, pero sí la enorme dificultad de tener que pedir permiso para hacerlo al presidente del Consejo de Ministros y hasta la Casa Real”.
La Residencia fue un éxito rotundo y rápido. A los dos años de comenzar su andadura, la sede inicial ubicada en el número 30 de la calle Fortuny de Madrid ya se había quedado pequeña. María de Maeztu llegó a un acuerdo con un organismo conocido y vecino, el International Institute for Girls in Spain, para ocupar y compartir sus edificios de Fortuny 53 y Miguel Ángel 8. Aquello fue mucho más que una operación inmobiliaria, pues como se explica en el libro Ellas, de Encarnación Lemus López, recientemente publicado por Cátedra: “La Residencia anexionó los edificios del Instituto Internacional y negoció con la institución norteamericana un fructífero acuerdo de intercambio. Desde 1919 las norteamericanas que quisieran venir estudiar español se alojaban y podían recibir clases en la Residencia; al tiempo que diversos colleges femeninos (...) ofertaron becas para que las jóvenes españolas pudieran estudiar allí. Esta colaboración supuso un éxito sin precedentes y de inmediato repercutió, unido al esfuerzo de la propia Residencia, en la aparición de la primera generación de mujeres científicas españolas”.
El destino en sus manos
Dos décadas de estudio, desempeño y excelencia bastaron para transformar poderosamente tanto a las residentes como a la propia sociedad. Muchachas de casi todas las provincias de España alcanzaban sus títulos de licenciadas y doctoras, y comenzaban a codearse con los nombres más prestigiosos de la Edad de Plata de la cultura nacional, encontrando un merecido lugar entre ellos. También en la escena, el deporte y las artes.
Lo que había cambiado también era la mentalidad de las familias. “Además de las hijas de las elites intelectuales”, explica Margarita Márquez, “quienes llegan son hijas de boticarios, de conserveros, por ejemplo, que jamás habían pensado que su hija podía ser farmacéutica y quedarse al frente del negocio. Estos, de repente, piensan: ‘Si muero, mi hija puede tener mi herencia, pero se la va a fusilar el primero llegue, de modo que ¿qué le puedo dejar que no se agote? Estudios. Si se hace farmacéutica puede llevar mi farmacia y dará igual si no se casa o si su matrimonio sale mal o si se queda viuda’. Lo mismo un conservero no quiere para su hija la vida de las mujeres que tiene contratadas sacando espinas con un jornal de pena, no. ¿Cómo lo soluciona? Dándole estudios”. Ese cambio de mentalidad es, remarca la investigadora, “colosal”, y acaba siendo un cambio social. Por otro lado, con sus estudios, las mujeres podían contribuir a la maltrecha economía familiar, porque, como recuerda Márquez, “la República es un momento florido y hermoso en cuanto a las libertades, pero económicamente es terrible”.
Y de igual manera que las familias empiezan a depositar esperanza y confianza en las mujeres, ellas mismas se sienten confiadas, poderosas y esperanzadas: “Tienen muy claro el punto de la meritocracia, porque si ellas no consiguen su objetivo, su carrera de Farmacia o de Historia, eso supondrá el hundimiento económico de sus familias, que han apostado por ellas y por sus estudios cuando las podían haber casado o colocado como secretarias, tal y como se hacía hasta la fecha. Ellas sentían la responsabilidad social, familiar y personal. Sienten, por decirlo de alguna manera, que el destino está en sus manos”, explica Márquez. Así, era difícil que ellas reprodujeran las juergas de sus compañeros masculinos. Las Sinsombrero, aquellas rompedoras artistas de finales del XIX y principios de XX, no encajaban precisamente en el perfil de las Señoritas de la Residencia. “Maruja Mallo, por ejemplo, es profesora, nunca fue residente. Las que lo eran tenían horarios muy estrictos y debían ser respetuosas con esas cuestiones pues la expulsión se cernía sobre ellas, ya que un escándalo en esa sociedad hubiera significado el cierre del centro. Tenían todas las miradas puestas allí, sobre ellas, de modo que es posible que la Residencia de Estudiantes y de Señoritas fueran concebidas como almas gemelas, pero en la realidad eran muy diferentes”.
La vida en la Residencia
El modelo de la educación en la Residencia era integral. La mayoría de las mujeres estaban matriculadas, siguiendo enseñanzas de centros externos, pero otras se forman ahí mismo. Se ha citado a Maruja Mallo como profesora, también lo fueron María Zambrano y, por supuesto, María de Maeztu. “Son pocas alumnas y la capacidad de María es lo suficientemente amplia como para que cada una de ellas tenga una especie de itinerario o diseño de lo que quiere ser”, comenta Márquez. “María se encuentra con chicas que llegan sin el necesario permiso de los padres para ir regularmente al aula universitaria y juega sus bazas. Las alumnas se matriculan y aprenden allí mismo. Hay educación reglada y complementaria. Ella misma la proporciona o busca quien la imparta. Los laboratorios son magníficos, son profesoras del MIT quienes dan Química y otras materias...”.
El dinero tampoco parecía ser un problema decisivo, sobre todo si la alumna trabajaba bien y tenía resultados. Porque la financiación de la Residencia era pública, pero había que mantener las instalaciones y pagar las matrículas. Pero había formas de autofinanciarlas y autofinanciarse. El dinero, si no se tenía, se buscaba o, al menos, se buscaba la solución: “260 pesetas valía la habitación más cara en los años veinte”, explica Márquez. “Era cara, pero María buscaba soluciones y ponía a compartir habitación a dos o tres alumnas, con lo que la cuota bajaba. Si, además, una se traía su colchón, pues no lo tenía que alquilar, y si hacía la limpieza, no pagaba por ello. También les podía encargar diversos trabajos en la administración, la biblioteca o el jardín, para que ellas se autosufragaran los gastos e incluso pudieran ganar un pequeño sueldo, de modo que nadie se iba por falta de dinero, si apuntaba maneras. Esto es importante. El primer año no se becaba a nadie. Se hacía a partir del segundo, cuando había resultados académicos y se veía la actitud”. Por supuesto, no todas pagaban lo mismo: “Las norteamericanas pagaban mucho más y, si se iba a estar un mes, era más caro que todo un curso…”.
Más allá de los estudios, la actividad de la Residencia de Señoritas también era frenética. Se ofertaba, cuenta Márquez, un “ocio, digamos, destinado a la formación de una mujer que está dejando de ser niña”. El deporte que cultivaba el cuerpo y la sororidad, diríamos ahora, el espíritu de equipo. “También existían los bailes y los tés para que aquellas mujeres se pudieran encontrar a gusto en ambientes que les eran quizá más familiares. Se hacían salidas, excursiones… Se les daba mundo, en definitiva”. Lo recibieron mujeres como Rosa Chacel, Delhy Tejero, María Moliner, Josefina Carabias, María Blanchard, Zenobia Camprubí, Concha Espina, Clara Campoamor y las mencionadas Victoria Kent, María Zambrano o Maruja Mallo, quienes a cambio, bien como profesoras, alumnas o ambas cosas, transformaron el que había en beneficio de la igualdad.
Cambios visibles
“El cambio necesita ser visible para ser cambio”, defendía María de Maeztu. Ella lo llevó a la práctica mediante un ideario educativo visiblemente distinto. Aparte de la audacia de trabajar por la emancipación de las mujeres, había otros factores por los que la Residencia era distinta. Era, por ejemplo, un centro laico, por muy católica que fuera su fundadora, que lo era: “María era de misa diaria, pero en el centro no había un crucifijo. En la Residencia convivían judías sefarditas, protestantes norteamericanas… Se admitían a todas y no se ofendía a nadie. Eso sí, la sociedad española era católica, independientemente de si estaba la República o no. Por eso, temas como el de una residencia mixta ni se planteaban. Mixta era la educación, pero a la hora de dormir, ¡cómo iban a estar juntos hombres y mujeres solteros!”.
Los viajes, los idiomas, los intercambios y el contacto con otras culturas también fue la marca de la Residencia, aunque en eso Márquez discrepa con sus compañeras de investigación porque cree que la española, durante muchas más décadas, siguió siendo una sociedad muy anticuada y “ruralísima”, con la que no acabaron ni los fenómenos educativos de las primeras dos décadas del siglo XX ni la República. “Si acaso, se puede hablar de cierto barniz”, matiza la investigadora.
Una gran conquista que tuvo por protagonistas a dos mujeres, Clara Campoamor y Victoria Kent, que pasaron por la Residencia, fue el voto femenino. “Lo recibieron encantadas, aunque el sufragismo no fue un movimiento que prendiera dentro de la Residencia”, explica Margarita Márquez. El voto se aprueba en 1931, pero las mujeres solo votan en comicios generales en dos ocasiones, en 1933 y en 1936. Tras el golpe militar y tras 40 años sin poder votar, las mujeres (y los hombres) volverían a las urnas para las legislativas de 1977. “Y nadie dice nada, es que ni se plantea lo del voto femenino, porque se da por hecho, cuando en otros países las mujeres todavía no votaban”, subraya Márquez. “Esa labor definitivamente se queda sin vuelta atrás. Sin debate y sin discusión”.
Con todo, el cambio más importante que trajo —y lo trajo enseguida— la Residencia de Señoritas fue la normalización de las mujeres que cursaban estudios superiores. Margarita Márquez se acuerda de las bellas palabras de María Goyri, escritora e investigadora: “Ella habla de la normalidad de las chicas, de las mujeres, entrando en las aulas sin pedir permiso. Ella, que había sido la primera mujer en cursar de forma oficial la licenciatura y el doctorado en Filosofía y Letras en la Universidad Central, que había tenido que estudiar escoltada por bedeles, habla de la cotidianidad de ser universitaria. [“Y una mañana he entrado en la vieja casona de la calle de San Bernardo. Mezcladas con los muchachos, centenares de jovencitas discurren por los pasillos. Son muchas. Vaya usted una mañana a la Universidad; así podrá usted comprobar que nuestra causa ha triunfado”] Ese fue quizá el cambio más sustancial que trajo la Residencia. Fuera del Paraninfo o de las aulas donde ya empezaban a estudiar cada vez más mujeres, seguía siendo difícil ser una universitaria, pero en los centros ya se podía estudiar sin dar explicaciones, sin pedir permiso y sin miedo”.
Un modelo educativo excelente
Finalmente, en una época donde hablar de la educación es hablar de fuertes controversias, la Residencia de Señoritas y sus logros aparece como un hito que pocos discuten. ¿Qué podemos aprender de él? ¿No sería pertinente copiarlo, trasladar algunas de sus ideas?
“Sin perder de vista el momento en el que nace, hay más de cien años de diferencia, la idea de enseñar para la excelencia es el gran éxito de María de Maeztu y de su Residencia”, responde Márquez. “Supo inculcar en el 100% de las residentes la responsabilidad social que había sobre la consecución del éxito en el estudio, de forma que las residentes tenían muy claro que solo a través de la educación superior podían emanciparse, y tenía muy clara también la conciencia de punta de lanza. Ellas se la jugaban pero, a través de ellas, todas las mujeres”.