Una mujer saluda a Juan Martín a través del vidrio. Él responde tímidamente desde el interior del bar, mientras busca la cara en sus recuerdos. “Quizás me haya escuchado en alguna charla o me vio en una entrevista”, dice algo sorprendido.
Le resulta extraño porque no son muchas esas ocasiones donde expone públicamente su linaje: ser el hermano menor (de padre y madre) de Ernesto Guevara de la Serna, el Che.
Cada tanto, en ciertos trámites, Juan Martín Guevara advierte alguna ceja levantada o mirada escaneadora cuando dice su nombre completo. Pero en el día a día, generalmente pasa desapercibido. Los transeúntes de la congestionada avenida Independencia, en el barrio de Monserrat de Buenos Aires, no imaginan que aquel simpático octogenario es la mejor versión envejecida que podemos tener del Che. En cierta forma, Juan Martín es la cuota humana del mito.
Eso tampoco lo sabrá el agente de ventas que atenderá su llamado para rebajar la tarifa de internet. “Tengo que llamar porque no me alcanza, me están cobrando algo impagable”, señala.
Su jubilación ronda los 200 dólares y en la Argentina del ajuste debe hacer malabares para llegar a fin de mes. Como todos, ha reducido sus compras, pero dice que cada vez resulta más difícil decidir dónde recortar. “El Gobierno habla de esperanza hacia el futuro, pero ¿por qué vamos a estar mejor si todo viene cada vez peor?”.
Casi siempre cierra una frase con una sonrisa, que puede sonar irónica o celebratoria. Al estar frente a él resulta tentador yuxtaponer imaginariamente los retratos icónicos del Che buscando similitudes. Había 15 años de diferencia entre ambos. Cuando la Revolución alcanzó el poder en Cuba, Juan Martín tenía 16 años. Recuerda su adolescencia atravesada por las cartas de su hermano viajero.
A las pocas semanas del derrocamiento de Fulgencio Batista (julio de 1959) sus padres, su hermana Celia y él se reencontraron con Ernesto en La Habana. En una de las fotos más difundidas de esa estadía se ve al flamante comandante, debidamente uniformado, sonriendo cómplice con su jovencísimo hermano menor. “Hoy, cuando la gente me pregunta ‘¿y cómo era?’, les digo: ‘Bastante loco, muy viajero, un buen tipo’”, anota.
Quizás por eso no le convenció la imagen que dieron de su hermano en Diarios de motocicleta, la película de Walter Salles que retrata los viajes del médico recién egresado y su amigo Alberto Granados por Latinoamérica, poco antes de la lucha armada. “La mejor actuación es la del personaje de Granados [encarnado por Rodrigo de la Serna]. El director trató con más cuidado al Che [Gael García]. Lo hizo muy solemne”, explica.
Lógica fraterna
En 2017, Juan Martín creó la Fundación Che Vive, con la intención de promover los escritos de Ernesto. En las estanterías de las librerías porteñas encuentra las biografías hechas por Jon Lee Anderson, Pacho O’Donnell o Paco Ignacio Taibo, pero nunca las hojas que en distintos momentos de su vida redactó su hermano mayor. “Escribió más de 4.300 páginas”, subraya.
Siente que la figura del combatiente ha tapado al tipo reflexivo y especialmente sensible, capaz de escribir manifiestos encendidos como poemas hiperbólicos. En una carpeta, Juan Martín lleva algunas hojas impresas con textos diversos, como el testimonio que el guerrillero escribió en el Congo al enterarse de que su madre estaba convaleciente; o la carta que le escribe a su amiga Tita Infante anunciando su pase a la clandestinidad en México; y también puede estar el cuento que nació cuando anduvo como enfermero en Curazao.
Juan Martín lee varios de estos textos en los actos donde es invitado para recordar el nacimiento o asesinato del Che. Este trabajo de vocería no siempre lo hizo. Fue recién hace una década que sintió que debía dejar el silencio y hablar públicamente de su hermano. No hubo un punto de quiebre que lo hizo cambiar de opinión, pero sí un recuerdo que volvió para replantear su perspectiva.
Durante una estancia en Cuba, en 1973, Juan Martín tuvo que hospitalizar a uno de sus hijos por asma. Era octubre, el mes que en la isla dedican al Che y a Camilo Cienfuegos, y la médica que había asistido el proceso le pidió que participara de la ceremonia central. Juan Martín trató de excusarse diciendo que no tenía vida pública. “Me dijo: ‘Usted sabe un montón de cosas que no conoce nadie, a mí me parece una posición egoísta’. Accedí. El hospital estaba lleno. Fue la primera vez que hablé como hermano del Che”, recuerda.
Demoró cuatro décadas en retomar esa actividad. Refiere que uno de los propósitos fue humanizar la leyenda. Su testimonio lo plasmó en el libro Mi hermano el Che (Alianza, 2017), que trabajó con la periodista francesa Armelle Vicent. Según las tiendas virtuales, en Argentina el precio del libro ronda los 40 dólares. Casi un quinto de una jubilación promedio o un salario mínimo local. Los libros que reúnen los textos de su hermano fueron editados en Cuba y no son fáciles de conseguir en Buenos Aires. Pero el acceso también está limitado por el alza del costo de vida que atraviesa el país. “Con esos precios la lectura se ha vuelto un lujo ¿hoy quién puede comprar un libro?”, se pregunta Juan Martín.
La pandemia del covid-19 frenó las acciones de la fundación, y el ascenso al poder del proyecto libertario de Javier Milei extendió la pausa. “No hay condiciones para desarrollar la fundación. El pensamiento guevarista hoy mejor ni decirlo, porque te pueden acusar de terrorista”, explica con tono de resignación.
Esos locos tiempos que corren
Juan Martín Guevara nunca usó su apellido para lograr mayor consideración en las agrupaciones de izquierda del país. Compartió las ideas, pero desarrolló una militancia de bajo perfil. Aun así, tampoco pudo escapar a la mano de la dictadura militar. En 1975 cayó detenido por portar revistas del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), considerado material subversivo. Pasó por diversas cárceles hasta 1983. Con el retorno de la democracia, recuperó la libertad.
Al salir de prisión se distanció de la militancia y se dedicó a la actividad empresarial. Fue representante del libro cubano y después pasó a comercializar habanos, un negocio más rentable. De esa experiencia rescata el contacto con las clases pudientes: “Conocí a los tipos con más dinero en el país. Sé cómo piensan, que no me cuenten que este Gobierno es la solución”.
Para el menor de los Guevara de la Serna, los cuestionamientos del Che hacia el capitalismo siguen vigentes 60 años después. “Sea peronista o mileísta, el problema en Argentina siempre fue el sistema, no equilibra”, apunta. Cuando habla de ricos, no excluye a parte de su parentela: “La familia de mi vieja era de mucho dinero”. Los recuerda como personas con miles de hectáreas, vacas, campos de trigo, con ideas conservadoras y rigurosamente religiosas. Pero dice que la estela aristocrática no llegó a su hogar, al que define como uno de clase media trabajadora y con apertura de ideas: “Podíamos leer Sandokan, Freud o Trotsky. Mis viejos eran ecléticos, pero siempre con un tono rupturista”.
Por aquella formación no le sorprende el camino que siguió su hermano. Hoy no se fomenta el espíritu crítico, dice. Por eso, trata de aprovechar los ocasionales encuentros con los alumnos de las escuelas que llevan el nombre del guerrillero desperdigadas en distintas provincias. Refiere que las invitaciones pueden venir desde los centros de estudiantes y cada vez menos desde los profesores, ante el temor de éstos de ser acusados de estar “adoctrinando”.
Cada junio u octubre, meses donde se recuerda el nacimiento y la muerte del Che, suben los decibeles de campañas contrarias, que apuntan a desmitificar la figura del guerrillero. Homofobia, misoginia y afición homicida, son algunos de los cargos que le imputan al revolucionario argentino. “Son historias sin ningún asidero. Dicen eso porque no pueden acusarlo de ladrón o corrupto. Los que agitan esas campañas tienen intereses. El Che sigue siendo incómodo para el poder”, retruca Juan Martín.
Durante la última década, intentó articular con el Estado argentino acciones para preservar y movilizar la memoria de su hermano, pero las carpetas que ingresó en los despachos ministeriales con proyectos no tuvieron mucho éxito. Entiende que, con la gestión actual, las posibilidades son inexistentes.
Hoy, la ruta del Che en Argentina está conformada por el Museo de Alta Gracia (Córdoba), el Centro de Estudios Celche (Rosario), el Hogar Misionero en Caraguatay (Misiones), y La Pastera, museo en San Martín de los Andes (Neuquén). “En Buenos Aires no hay nada, solo una baldosa en la vereda de la casa familiar que cada tanto vandalizan”, precisa.
Casi todos los días, Juan Martín ve el barbudo semblante del Che en alguna remera, bandera, gorra, sticker o pin. Asume que su hermano es casi una marca, porque “todo lo que dé plata lo van a agarrar para vender”.
Reconociendo el triunfo (momentáneo) del capitalismo, se despide. Antes del cierre del horario de oficina, debe llamar a la operadora para solicitar un plan más barato de internet. “Y si no tienen, que me borren del sistema”, dice, y dispara una última sonrisa.