El sol aprieta, pero la fiesta no afloja. Niños, adultos, jóvenes, ancianos, pobres, ricos, negros, blancos, locales, foráneos; todos abrazan el ritmo de la calle. Una calle atestada de gente. Es carnaval. Y estamos en Barranquilla.
Cada año, entre febrero y marzo, durante cuatro días, esta ciudad costera acoge la mayor fiesta popular de Colombia. Un carnaval que casi le tose al de Río de Janeiro: hasta 2,5 millones de personas puede congregar este evento, reconocido en 2013 por la Unesco como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Pese a las cifras mareantes, pese a los reconocimientos institucionales, el carnaval de Barranquilla no pierde su condición popular: nació del pueblo, al pueblo se debe. Su origen es remoto. Se remonta a la época colonial, a las fiestas de esclavos, quienes tomaban las calles con instrumentos y atuendos especiales, cantando y bailando, mezclando los ritmos de su África natal con los de su nuevo mundo. Una celebración de la vida, un momento de desahogo entre el rigor, una juerga que recogía el testigo de aquellas saturnales romanas.
En el siglo XIX, la fiesta ya estaba oficializada. Hoy, el carnaval de Barranquilla sigue celebrando la herencia de las tres culturas que le dieron origen: la indígena, la africana y la española. Un espíritu mestizo presente también en la banda sonora de la fiesta. Vallenato merecumbé, champeta, mapalé o salsa son algunos de los ritmos practicados por las comparsas que participan en eventos multitudinarios como la Batalla de Flores, la Gran Parada de Tradición y Folclor o el Festival de Letanías.
Y, en el centro de toda la fiesta, el disfraz. Ahí está la esencia, ahí estalla el carnaval y, por ende, su histórico poder de resistencia.
El disfraz identifica a las comparsas más tradicionales del carnaval de Barranquilla, como Las Farotas de Talaigua, Los Micos y Micas Costeños de Soledad, Selva Africana de Galapa, Las Negritas Puloy de Barranquilla y Los Burros Corcoveones de Baranoa, entre otras.
Y el disfraz es, también, una experiencia que transforma a cada individuo. Al fin y al cabo, es lo que uno se pone encima para soltar otros pesos interiores. Estar disfrazado es vivir lo que uno soñó, con todo lo que eso conlleva: el acto de transfigurar, de convertir, que siempre deja una huella, como toda metamorfosis. Es el escenario más sincero, alejado de toda pompa, antes de ir a posar para las cámaras.
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Las Negritas Puloy
Cuentan que Mama Naty las vistió de pies a cabeza para que no supieran quiénes eran: eran Natividad López de Altamar y sus hijas, cubiertas todas, que se disfrazaron de ellas mismas para poder entrar a las casetas y las verbenas del Carnaval, que hasta los años ochenta eran prohibidas para las damas sin compañía masculina. Se disfrazaron de mujer, trusa negra infinita, falda roja y máscara de tela, también negra.
—Entraban y vacilaban, pero con careta —cuenta Isabel Muñoz, la nueva matrona de la comparsa, casi 35 años después, mientras está sentada en su casa, en el populoso barrio Montecristo de Barranquilla, vecino del Barrio Abajo.
Es Isabel, nuera de Mama Naty, la que ahora comanda a las negras que reparten besos, y cuya fuerza atrajo a otras tantas mujeres que dejó de ser un disfraz colectivo para convertirse en comparsa de tradición popular: la única eminentemente femenina nacida en Barranquilla, en un acto de auténtica rebeldía. Las Negritas Puloy.
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La Fauna
—¿Qué hacían allá tirados?
—Descansando.
Son un lobo y dos toros. Camilo, de 12 años; y Eyker y Keyner, de 14. Es el domingo antes del carnaval y los tres niños han pasado todo el día convertidos en fauna y tirándose a los carros que pasan, a los buses llenos de gente, a los pocos transeúntes que se atreven a caminar en esa vía sin andén. A todos les piden plata. Como paramos, nos piden el chance (que los llevemos). Aceptamos a cambio de las fotos y de que nos cuenten su historia. Hay trato.
—Una señora nos alquila los disfraces a 2.000 pesos.
—Yo cojo la plata para comprar las libretas.
—Yo llevo 4.000.
—Yo 6.000.
—Yo 9.000.
Estamos en la carretera que de Barranquilla conduce hacia Sabanalarga, un municipio a hora y media de Barranquilla. Los recogemos más allá que acá, llegando al pueblo. Todos hablan al tiempo.
—¿Y sus papás no les dicen nada? —pregunto.
—Sí, a mí sí.
—A mí no. Yo también bailo cumbia.
El viaje es muy rápido, así que la entrevista se acaba. Antes hemos hecho las fotos. Todo está saldado. Fue divertido llevar a tres animales parlantes en el asiento de atrás.
La fauna del carnaval está en todas partes. Es un todo que se puede tomar por sus partes. Son lobos, toros, jirafas, burros, gusanos, ciempiés, gorilas. Encontrarlos es fácil, pero solo en ciertos lugares y en determinados momentos. Se han ido extinguiendo poco a poco en las calles de Barranquilla, que ahora son más urbes que escenarios naturales donde estos animales pueden pasear.
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Los Burros Corcoveones
Hoy, los burros más famosos del departamento de Atlántico son los de Adolfredo Llanos. Tiene un centenar y cada año los viste con hilos de tela. Antes eran negros, grises y blancos, imitando la piel del animal, pero ahora le dio por hacerlos multicolor. Los cose en el taller que tiene en su casa, en Pital de Megua, a 40 minutos de Barranquilla.
—Llevamos años estudiando el pelo —dice.
Adolfredo estudió Artes Plásticas y por eso él puede dar vida a los burros más lindos de todo el carnaval de Barranquilla. Porque la gente dice que Adolfredo hace burros lindos, y que estos, los corcoveones, genuinamente lo son.
—¿Cómo logra que tantos niños quieran disfrazarse de burro, cuando parecía que ya nadie quería hacerlo?
Ante la pregunta, se descompone de la risa.
—Aquí, en Pital, los pelaos, todos, se quieren disfrazar de burro —responde—. Al contrario, aquí toca decir que ya no puedo recibir más. ¡Todos quieren estar en el burro corcoveón!
En la periferia, en los pueblos, el carnaval tiene otras dimensiones y todavía es bastante más artesanal que en Barranquilla. En una localidad como Pital todo parece más fácil: las danzas no requieren esfuerzos mayúsculos para no desaparecer porque no hay saturación y los niños no están tan tentados por el celular, ni por el Nintendo Switch, ni por el TikTok. Frente a la escasez de otros estímulos, nada se compara con ponerse un disfraz.