Un pequeño grupo de niños juegan levantando la arena del ruedo. La luz de la mañana se filtra sobre los palcos de la Monumental. El cielo está limpio y sin una nube, no hace viento y el eco de los pequeños correteando retumba por toda la plaza de toros, un edificio enorme inaugurado en diciembre de 1967, coincidiendo con la fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona de la ciudad de Mérida, Venezuela. Mandaba en ese entonces el presidente Raúl Leoni, el segundo periodo de la época de la democracia. Según la anécdota, a pesar del torrencial aguacero que cubrió el cielo esos días, unos 16.000 espectadores vinieron a celebrar la primera corrida, donde se le concedió la primera oreja al matador español Francisco Rivera Pérez “Paquirri”, de 19 años, que recién acaba de debutar en Sevilla el año anterior.
Al caminar hacia la arena, me siento como en medio de un extraño sueño, el aire de la plaza es silencioso y solemne, como el de un mausoleo o de una capilla sin santos y sin gente. Nunca había venido a la Monumental, y mucho menos asistido a una corrida de toros aunque, como el edificio queda frente a la universidad, siempre lo puedes ver al salir o al entrar de ella, erguido e imponente, golpeado por el duro sol del mediodía como el recuerdo de una época que ya no existe.
La mayoría de los edificios representativos en Mérida tienen actualmente esa aura lúgubre, debido a que fueron construidos para albergar multitudes y ahora están casi siempre vacíos; incluso en el mismo campus de la universidad puedes sentir esa soledad. Los niños dejan de juguetear y comienzan a atender al profesor y su ayudante, que comienzan a enseñarles las partes de un capote para torear. Todos integran una pequeña escuela taurina, hay cuatro niños y una niña. El maestro se llama Mauro Pereira, torero retirado de 73 años. Dirige la escuela desde 2012, luego de recuperarse de las lesiones propinadas por un toro ese mismo año. Los niños parecen entusiasmados y los hombres me hacen señas para que me acerque.
Mauro sostiene en sus manos una cornamenta que está usando para explicar los tipos de lances en una corrida. Su ayudante, un señor también mayor, sostiene un pesado capote de brega, rígido y de color rosa. Detienen su clase para conversar conmigo y envía a los niños al centro del ruedo para practicar. El niño más alto toma el capote y su sombra alargada parece la aguja de un reloj sobre la tierra. El maestro me recibe con un gesto amable. “Hace mucho tiempo que no venía prensa para acá. En un rato cuando llegue Carlos, te abriremos el museo”. Le pregunto desde cuándo hace esto y me dice que toda su vida, que torea desde chico. Su ropa es sencilla, sus ojos se ven cansados y con un tono amarillento por la edad. Mauro me cuenta que comenzó a torear profesionalmente desde el año 1966 y que se retiró hacía diez años, tomando el puesto de maestro en la escuela taurina Humberto Alvares para enseñar y entrenar a aspirantes a novilleros.
“Cuando estás en la arena, uno se enfrenta al toro con honor. Una vez en España me enfrenté a un toro de 470 kilos que literalmente me partió en dos. A mí los toros me han fracturado las piernas, me partieron las clavículas y me sacaron los testículos, pero no podría odiarlos porque ellos no hicieron nada más que su papel y yo el mío. Luego de eso, cuando pude recuperarme comencé a enseñar en esta escuelita, ya que como los años, los toros no perdonan”.
En eso llega Carlos Rosales, administrador de la escuela y procede a abrir el pequeño museo junto a su director, Alejandro Salcedo. El señor Carlos a diferencia de Mauro y su ayudante, luce un impecable traje con camisa de color blanco, unos lentes Ray-Ban de vidrios cromáticos con montura oscura y sus zapatos de reluciente mate negro. La plaza de toros es realmente enorme, cuenta con varios establos, capilla, un patio de cuadrillas, un salón de eventos, unas caballerizas y un café. Su museo y biblioteca taurina no es muy grande, pero alberga gran variedad de objetos: banderillas, capotes, trajes de torero, fotografías, pinturas, cornamentas, pieles, vestidos de flamenco, y hasta las orejas de un toro. Las corridas de toros se convirtieron en una de las tradiciones más representativas de la ciudad cuando ésta daba pequeños pasos para dejar de ser una provincia rural y convertirse en una capital turística.
Al mirar las fotografías, intento visualizar ese pasado idílico del que suelen hablar los viejos, cuando Venezuela ostentaba la única democracia en América Latina mientras la gran mayoría de los países vecinos atravesaban procesos de cruentas dictaduras y guerras civiles. Una vez en clases, un profesor nos dijo que la democracia venezolana fue una fiesta, y, al observar algunas fotografías donde había 20.000 personas viendo torear al “Paco Camino”, no me cabe ninguna duda. Esa ciudad, la que nunca conocí, parece enmarcada en un eterno carnaval dorado, un ensueño lubricado por la infinita renta petrolera, la inversión norteamericana, y el flujo permanente de migrantes desde el sur de América y la misma Europa de la posguerra. Una fiesta frenética, desigual y extravagante que nos dejó una resaca de 20 años de posterior socialismo. La plaza de toros se levanta ahora como un espejismo, una promesa, un símbolo de poder, que ahora solo reposa en un museo donde nada más estoy yo.
Mauro interviene de nuevo: “Esta escuela ha educado a grandes matadores, sin ella se acabaría la tradición. Cada año parece que vamos a cerrar o que nos van a prohibir, pero mientras eso no ocurra seguiré enseñando a torear. Si muriera y pudiese reencarnar estoy seguro que sería torero de nuevo.”
Hay un deje de nostalgia en su voz. Le agradezco que me hayan mostrado el museo y procedemos a salir. Profundizo en el tema del cierre, ya que el resto de plazas de toros en Venezuela han sido cerradas, las corridas han sido prohibidas por órdenes del Fiscal General de República, y los carnavales taurinos no son un evento que las nuevas generaciones —incluyéndome— apoyemos demasiado.
Me responde con resignación: “Antes las ferias eran una algarabía, venían personas de todos lados a ver a sus matadores en la arena. Ahora la gente igual viene, pero no tanto como antes. Aún hay afición por los toros, aunque ahora están todos estos grupos antitaurinos que dicen que es un espectáculo muy sanguinario”.
Reflexiono sobre lo que dice. Es verdad que existe una corriente animalista desde hace años en la ciudad —que protesta cada tanto tiempo en contra de espectáculos como las corridas— pero la realidad es que los ciudadanos de Mérida suelen mostrar bastante indiferencia frente a estas iniciativas. Las tasas de abandono animal —cerca de un 15,6% en los últimos años— y el aumento de la cacería para subsistencia de especies silvestres hablan de cómo la crisis ha transformado la relación que tiene la población con la naturaleza y los animales.
Quizás la decadencia de tradiciones como la tauromaquia en Venezuela responda más al desgaste del símbolo, su erosión frente al tiempo. Pero si la tauromaquia es ya una tradición vetusta, ¿por qué hay gente que sigue asistiendo? Venezuela no es ni la sombra de lo que era cuando levantaron los muros de la plaza. No hay ambiente de prosperidad o de estabilidad social. No hay promesas doradas en el aire, ni llegan migrantes buscando el paraíso. Por el contrario, nuestra diáspora es la más grande de la región. Lo único que quizás tienen en común esa época y la actual, es la profunda desigualdad social que, como un lastre, nos acompaña desde el siglo pasado. Tener un palco en la plaza diferencia a quien puede pagarlo de quien no.
Días antes estuve en una pequeña manifestación antitaurina organizada por un frente de ONG y fundaciones animalistas. La calle estaba libre mientras algunas personas se detenían para tomarle fotografías a un enorme toro de cartón y papel maché con el que un grupo de actrices interpreta la parodia de una corrida de toros. Gritan consignas antitauromaquia y piden protección para los animales. Converso un poco con uno de los activistas, Johan Sánchez de 41 años, codirector de la Fundación NAPDA, me cuenta que llevan alrededor de 20 años intentando prohibir definitivamente las corridas de toros en la ciudad: “A la gente le gusta la fiesta y la rumba, no las corridas. En las ferias tú los ves embriagándose afuera de la plaza. Según nuestras encuestas, cada vez son menos los que les gustan las corridas de toros. Cada vez hay menos personas que asisten a ese espectáculo tan deplorable y cruel”.
Además de recolectar firmas y hacer las diligencias correspondientes frente al Estado para prohibir las corridas de toros, la Fundación NAPDA también se encarga de velar por los animales domésticos, generalmente aquellos en situación de abandono o enfermedad. Cuentan con un refugio de animales que visité en otra ocasión, un caserón en la cuesta del sector de Belén. Allí él y su colega Yasmira Lobo, cuidan alrededor de 50 animales, entre perros y gatos, algunos muy viejos y enfermos como para ser adoptados. Su vocación es genuina aunque no exenta de dificultades: “Nos hemos endeudado mucho ya que los gastos de los veterinarios son muy costosos. Teníamos un doctor que era voluntario pero se fue a Caracas y no regresó más. Está en nuestras manos poder salvar a los animales, no podemos dejar que se mueran”.
Johan viste un jean de mezclilla gastada, unos tenis deportivos y una playera con un mensaje antitaurino. Tiene dos hijas, me enseña algunos videos en su celular donde tiene videos de ellas hablando sobre los derechos de los animales. Me comenta que lo que lo impulsó a trabajar en la fundación es luchar contra la crueldad y el abandono animal, algo que en esta ciudad no parece escandalizar a nadie. Me muestra sus nudillos y me cuenta de que a veces, como las autoridades no hacen nada, le ha tocado intervenir a él mismo. “Me fracturé esta mano porque una vez había un sujeto dándole palo a una perrita que estaba amarrada. Cuando llegamos dijo que no importaba, porque los animales no sienten. Luego de darle su merecido, le pregunté si no había sentido el golpe. No podíamos dejar que matara a la criatura”.
En Venezuela no hay proyectos serios de ley que protejan a los animales domésticos, de cría o incluso los salvajes de la violencia. Dichas iniciativas no son tomadas muy en serio; incluso los proyectos de preservación son criticados por la gente que no ve como prioridad a los animales durante este prolongado tiempo de crisis. Los últimos años han endurecido el corazón de nuestra sociedad, la noción de supervivencia y de competencia, de que cada quien resuelva como pueda, ha dejado un rastro de crueldad, cinismo y frialdad en todos nosotros.
Sigo preguntándole a Johan sobre las corridas de toros:
“Hemos hecho todo lo que ha sido posible para prohibir las corridas. Sin embargo, el proceso se ha topado con muchas trabas ya que hay muchos intereses económicos detrás del espectáculo. Como esta ciudad es turística, las corridas atraen mucha gente. La verdad es averiguar si la gente realmente viene por las corridas o solo son la excusa para hacer la feria”.
Las Ferias del Sol se celebran cada carnaval y giran completamente alrededor de la plaza. Corridas, reinados y eventos musicales ininterrumpidos y al estilo de los años setenta por décadas. ¿Cuánto puede repetirse una tradición hasta que, con el pasar del tiempo, carezca por completo de sentido? La abnegación por la tauromaquia que le escucho a Mauro mientras enseña a torear en su plaza es única y particular: “Los toros de lidia nacieron para morir en la arena”, me dijo solemnemente mientras me guiaba por la plaza al salir del museo. Pero cuando subí de nuevo a la ciudad para registrar las corridas en marzo de 2022, no sentí que las personas estaban allí por la convicción taurina o religiosa, porque amaran el pasodoble y el lejano flamenco, o que siquiera supieran el nombre de los toreros. Más bien, sentí que era testigo de una demostración de poder y control de la nueva clase dominante. Me sentí en un mal sueño, en la marea de una época triste atrapada en un limbo entre los espejismos del pasado y las promesas incumplidas del presente.
Los niños paran de practicar toreo y se refugian del resplandor en las gradas con sombra. Mauro se despide con amabilidad y salgo de la plaza de nuevo a la solitaria avenida. Si nos hemos quedado sin símbolos o estos se han erosionado frente al devenir de las olas que han golpeado nuestro puerto durante la última década, solo me gustaría poder ver más adelante —de esta, la única realidad que he conocido hasta ahora— un atisbo de nueva identidad o identidades, quizás permeada por el intercambio de nuestra diáspora, quizás más empática y menos entrampada en la melancolía, símbolos que nos ayuden a sanar está herida que todos llevamos por dentro.