“Y el Páramo. Por Dios, el Páramo”, me dijo Johanna Osorio, periodista de Caracas, antes de venir. Estoy en Mérida, la andina, completando mi colección de ciudades homónimas repartidas por el mundo.
Durante la noche a través de Venezuela, un recorrido de más de 600 kilómetros, pasamos por los distintos ecosistemas del norte del país. La primera parte del tramo nos mostraba las urbanizaciones que rodean las grandes ciudades: Caracas, Maracay y Valencia. Dejamos atrás las luces citadinas para continuar por una fluida carretera en la que la oscuridad ya estaba encima.
José, el conductor, frenaba a cada tanto porque se cruzaba con una alcabala de la Guardia Nacional Bolivariana, que preguntaba hacia dónde íbamos. En una de ellas nos pidieron nuestra identificación y a mí el pasaporte. El policía se lo llevó durante varios minutos, ante mi creciente ansiedad y temor. Me lo devolvió y continuamos el camino.
A media madrugada la carretera pasó a ser una vía llena de baches, en la que José tenía que manejar con más atención que antes. Aceleraba, veía los baches a mitad del camino iluminados por las luces del autobús, frenaba. Aceleraba, frenaba. Aceleraba frenaba. Así durante largas horas.
En algún momento, dormí un rato. El tiempo en ese estado semidespierto-semidormido se salta. Al levantarme durante esos lapsos veía la selva por la ventana. El ecosistema en la oscuridad profunda de la noche me daba la impresión de palmeras, un ambiente tropical y caribeño.
Luego, el cambio. El paisaje se tornó montañoso.
Ahora el alba entre negra y púrpura me permite observar el Páramo. Soy el primero en despertar.
El cronista inglés Michael Jacobs pasó por aquí hace 15 años, en 2007. Mérida, la de Venezuela, fue el arranque de un viaje en el que recorrió la cordillera de los Andes, de norte a sur. Resultó en un libro con el simple nombre de Andes.
Michael iniciaba aquella travesía junto a su fiel amigo español Manolo el Sereno, habitante octogenario de un pueblito andaluz llamado Frailes. Lo trajo para que conociera esta parte del mundo, al menos durante la primera parte de su trayecto. Entre las advertencias de sus amigos caraqueños sobre la inseguridad y la segunda inauguración presidencial de Hugo Chávez, ambos viajaron en avión desde Caracas hasta el aeropuerto de Valera, en Trujillo, para llegar a Mérida, ciudad y estado.
Ya no está Chávez, murió hace casi una década, pero las advertencias sobre la inseguridad en las carreteras venezolanas continúan.
Viajar en un tour es menos riesgoso que tomar un autobús por mi cuenta; y por avión era llegar a una ciudad casi desconocida, con pocos contactos, durante varios días. Entonces, el destino del turista me alcanzó y ahora conozco Mérida de la mano de guías, acompañado por una familia compuesta por abuela, madre e hija de cinco años, familias extendidas, parejas y un par de viajeras solitarias.
El tiempo se sacrifica a cambio de la seguridad que otorga un grupo. El tour implica viajar bajo un régimen militar con estrictos horarios de llegada y salida. A tal hora tenemos que estar en el punto de reunión para que 90 minutos después estemos de vuelta en el autobús para llegar a la hora de la comida a tal pueblito. Eso significa reducir al mínimo la interacción con las personas de un lugar y aprovechar al máximo las charlas breves que se hacen. Quisiera tener tiempo de sobra para poder buscar, encontrar y conversar con las personas que conoció Michael en aquel viaje, pero difícilmente tendré la oportunidad para ello.
Al avanzar por el Páramo, mientras el resto se levanta, le pregunto a David, uno de los guías del tour, si conoce a alguno de los personajes que aparecen en Andes. Le platico de María, una mujer que tenía una mucuposada —un proyecto ecoturístico donde el hospedaje eran las viviendas tradicionales del Páramo— llamada El Trigal. David piensa un poco y sonríe.
—¿María Irene?
—Quizás, no dice su segundo nombre. Solo que era “la matriarca” de la mucuposada El Trigal.
—María Irene es la esposa de un tío. Debe ser ella, porque administraba esa mucuposada.
Es posible que pueda conocer a alguien.
El autobús se detiene en el primer paisaje, cerca de un par de curvas ascendentes y la caída abrupta a nuestro lado derecho. Bajamos a estirar las piernas, a desayunar cachito, un pan relleno de jamón, y a tomarnos fotos con los Andes de fondo. Unas vacas blanquinegras pastan a nuestro lado en la carretera.
Subimos por una ladera rodeada por el bosque andino y media hora más tarde estamos ante la laguna Victoria, la cual ha sido invadida por una neblina que rápidamente es arrastrada para dejarnos ver el agua como un espejo que refleja las montañas y los pinos que surgen de la laguna elevándose hacia el cielo. En las orillas hay pequeños frailejones, unas plantas nativas de la región montañosa en la Gran Colombia. Se parecen al henequén yucateco, aunque no podrían ser más opuestos, y la mayoría de sus hojas se concentra en su centro. Algunos tallos se elevan medio metro. La textura de sus hojas es aterciopelada, bañadas en el rocío matutino.
Los frailejones también sorprendieron a Michael Jacobs. A diferencia de los pequeños que me encuentro alrededor de la laguna Victoria, el cronista inglés pudo ver las especies de mayor tamaño en lo alto de las montañas merideñas, que duplicaban su estatura, midiendo hasta dos metros y medio.
“Creciendo rectamente en el imperdonable suelo rocoso, sobreviven con el agua recolectada por tallos grandes y peludos que se hinchan y luchan para ser los más cercanos al sol. Conforme se encuentren a más altura y frío, las plantas crecen más”, narraba Jacobs en su crónica.
Los describió como “pequeños e hinchados” en una franja que iluminaba de blanco la cresta de la montaña. En la carretera andina podemos verlos. Son como esporas que adornan las montañas, pelusas aferradas a la tierra.
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Michael Jacobs se propuso recorrer los Andes, emulando el viaje que Alexander von Humboldt, explorador berlinés, hizo por América a inicios del siglo XIX patrocinado por la Corona española cuando esta aún tenía colonias en el continente. Eran los últimos años del Imperio español; la Independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa agitaban las aguas y retumbaban las tierras virreinales.
Humboldt es un nombre que rima “con altura”. El hotel más emblemático de Venezuela, en Caracas, lleva su apellido, lo mismo que el segundo pico más alto del país que se eleva a 4,942 metros. El primero se llama, no podía ser de otra manera, Pico Bolívar. Ambos se encuentran en esta Sierra Nevada de Mérida.
En la primera parte de Andes, Jacobs viaja desde la capital hasta Mérida explorando la vida política venezolana, principalmente la de Hugo Chávez, y la historia de Simón Bolívar, el libertador de la Gran Colombia. A lo largo de su viaje por este país compara y reconoce que Chávez se veía a sí mismo como la reencarnación de Bolívar. Humboldt y el libertador se cruzan con él durante su travesía por las montañas.
En aquel viaje, desde Trujillo a Mérida, más de 200 kilómetros que se recorren en cinco horas, el taxista advirtió a Michael y Manolo que “querrían tomar fotos todo el tiempo”, al tratarse de la carretera pavimentada más alta de Venezuela, la misma ruta por la que Bolívar marchó.
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Así como Michael tenía el objetivo de seguir los pasos de Humboldt por los Andes, yo llego a la Mérida andina porque soy hijo de dos Méridas. Mi mamá, Ana Matos, es de la Mérida mexicana y mi padre, Ricardo Ordóñez, era de la española. Hace 30 años, ella viajó a la Mérida de él, y en ese viaje fui concebido. Ambos se conocieron meses antes, a principios de 1992, cuando se organizó el Encuentro de las Méridas del Mundo con motivo del 450 aniversario de la fundación de la capital yucateca.
Viví toda mi vida en la Mérida mexicana y en diciembre de 2021 fui a la española para conocer la historia de mi padre, quien murió en 2015, y reencontrarme con mi familia después de un único viaje en 2007. Aunque sin un vínculo directo, la Mérida andina era la que me faltaba por conocer.
¿Cómo es esa ciudad homónima a la mía y a la de mi padre pero que sí tiene montañas?, es la pregunta que me mueve por los Andes venezolanos.
Las tres ciudades tienen una característica particular: son las capitales de sus estados o comunidades autónomas: Yucatán, en México; Extremadura, en España; y Mérida, en Venezuela.
Pero cada una es distinta a la otra. La mexicana está a nivel del mar y a media hora de la playa, rodeada de la selva baja peninsular, de cenotes, zonas arqueológicas y del casi sempiterno calor húmedo del trópico solo roto por los huracanes del Caribe. A la española, en cambio, la cruza un río, el Guadiana, y se posa sobre llanos, la dehesa extremeña, con olivos, cerdos y ovejas, bajo un calor seco en verano y lluvias en invierno.
La venezolana es la menos oxigenada, la más alta y helada, ubicada en un valle y rodeada de picos andinos, el Páramo, y en ocasiones llega a nevar.
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Llegamos a la laguna de Mucubají. Es un amplio campo con la laguna en el medio y cerros al fondo. Es un rancho y los pobladores rentan un paseo en caballo hacia las montañas.
Una niña de seis años baja agotada del autobús. Su mamá y su abuela se muestran un poco preocupadas pero Karla, la fundadora del tour Rutas Mochileras y guía principal, las calma diciéndoles que es “el Mal del Páramo”, el efecto del poco oxígeno en las alturas pero con un chocolate caliente se repondrá.
El cansancio del viaje nocturno puede más que mis ganas de explorar este pedazo de tierra y regreso al autobús para descansar unos cuantos minutos.
Michael y Manolo encontraron en los alrededores del Pico del Águila un paisaje distinto al de Trujillo: “verdes lujosos y cultivos exóticos habían dado paso a un ecosistema disperso, con bordes pedregosos empinados hacia campos de papa y ñames”. Entraron a un bar poco atractivo lleno de moscas, presidido por una mujer que solo hablaba en monosílabos, quien al despabilarse se interesó en ellos y su travesía.
Al salir del bar, el sol había desaparecido. Las nubes lo cubrieron, dejando sin visibilidad la carretera, más que por unos cuantos metros.
Esa imagen que vieron Manolo y Michael me recuerda a otra región en Extremadura. A Las Hurdes, una comarca en el norte de la comunidad autónoma que durante siglos fue el lugar más inaccesible de España. Mi mente me muestra la carretera que recorrí junto al periodista extremeño Carlos Díaz, rodeada por bosque, pero sobre todo por la neblina que escondía la carretera y los tráilers que venían en sentido contrario.
Carlos conducía cautelosamente a 20 kilómetros por hora durante las curvas, contándome las historias de fantasmas que cazaba junto a un grupo de amigos por Extremadura. La visibilidad era ínfima, apenas unos 30 metros. Pero estábamos rodeados por árboles. Aquí, en el Páramo, el paisaje es desértico y a simple vista parece muerto.
Jacobs recorría esta zona leyendo a otro viajero inglés, K.G. Grubb, que en los años veinte vino al Páramo. El cronista se basaba en las descripciones de Grubb sobre el recorrido hacia el Pico: “La gente que vive en esta sección estaban marcados por facciones indias y muchos son representantes modernos de los antiguos mucuchíes. Sus cabañas son bajas, expuestas y golpeadas por la miseria”.
Otra vez, Las Hurdes. Las viviendas tradicionales en esa comarca extremeña eran bajas y pequeñas, aunque vivieran familias con muchos hijos. Su inaccesibilidad se vinculaba a la miseria, las enfermedades y la hambruna que la asediaban hace un siglo.
Cuando Grubb se acercaba a la cumbre, las condiciones ambientales eran tan malas como las que experimentó Jacobs con El Sereno. En esta ocasión son distintas. El cielo está despejado y no hay tanto frío como aquella ocasión en que el cronista inglés y el viajero español llegaron.
Al descender del autobús en el Pico del Águila nos recibe un perro grande y peludo, lleno de garrapatas y un ojo envuelto en legañas. Es acariciado por cada uno de los que bajamos y él reacciona dando su pata.
En aquel viaje por el Páramo merideño, Michael Jacobs quedó impactado por una raza de perros de la montaña que le generaban añoranza por su propia mascota, Chumberry; la misma raza a la que pertenece este perro peludo y sucio. En esa melancolía se encontró con la fascinación de que uno de esos perros merideños fue un libertador de América.
La raza que cautivó a Michael Jacobs eran los mucuchíes, perro nacional de Venezuela y descendiente de los mastines que fueron traídos por los conquistadores españoles a los Andes. Estos perros, como el que nos recibió, son amistosos y cariñosos y, como descubrió el cronista inglés, tienen una asombrosa capacidad de encontrar y guiar a las personas que se pierden en el Páramo.
Las montañas no son como las imaginábamos cuando las dibujamos en nuestras infancias. No son esos triángulos de tierra o con punta curva que bajan en el mismo ángulo de 45 grados. Son más bien una masa deforme de distintos tamaños, que es un poco más alta cada vez y luego decae, para volver a ser un poco más alta. Casi toda mi vida viví en una geografía aplanada en la que mi vista se extendía hasta lo infinito del horizonte. Aquí, en cambio, es interrumpida por las laderas que suben y bajan. Nosotros, al recorrerlas, subimos y bajamos con ellas.
Es una postal que jamás había visto.
Yucatán es esa geografía plana; la Ciudad de México, en un valle, tiene montañas pero no se elevan tanto; y otros lugares que he recorrido no se asemejan a este. Tal vez lo más parecido, en lo asombroso, es Nueva York con sus rascacielos, pero los edificios son producto de lo humano. Los Andes fueron elaborados de manera totalmente opuesta. Si el Empire State se creó en meses, con centenares de hombres trabajando día y noche en las alturas, cada una de estas montañas fue concebida por millones de años de terremotos erosión, choques de placas tectónicas, tormentas, vientos. La paciencia del Universo creó los Andes.
Algunos de los que vienen en el tour se suben a un risco para tomarse una foto con el paisaje de fondo. Solo pienso en el riesgo de pisar mal o que una roca se quiebre y se dirijan al vacío, todo por una foto para Instagram.
A lo lejos se ve la carretera que sube la montaña, en sus lados el color es amarillento y verde como el del musgo, pero son los frailejones, miles de frailejones, que cubren las laderas de los Andes.
A Jacobs esta vista le trajo recuerdos de sus vacaciones de la infancia en las tierras altas escocesas.
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En los puestos a los costados de la carretera andina encontramos locales que venden souvenirs con imágenes de los cóndores, de los mucuchíes, las casas tradicionales del Páramo, chocolate y fresas con crema. La gente, amable, siempre nos dice “a la orden” cuando pasamos por sus puestos, para que preguntemos lo que queramos.
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La fascinación de Michael Jacobs por los mucuchíes proviene de la historia de Nevado, ese perro que se convirtió en uno de los libertadores de América. Menos conocido que San Martín, Belgrano o Miranda, Nevado fue el fiel compañero de Simón Bolívar a lo largo de su campaña por liberar la Gran Colombia.
Jacobs profundiza en Andes la historia de Bolívar y Nevado. Cuenta que fue adoptado por Bolívar en el invierno de 1813, cuando se dirigía a reconquistar Caracas. Su ejército iba a entrar a una casa en el Páramo que pensaron estaba abandonada, pero en realidad era habitada por un gran perro negro, con las orejas, la cola y la espina dorsal tan blanca como la nieve andina. El perro les ladró furioso, y el pelotón preparó sus sables.
Bolívar comandó que se detuvieran.
—¡Es uno de los perros más hermosos que he visto! —gritó el libertador.
El dueño de la casa, don Vicente Pino, salió y el perro dejó de ladrar para volver dentro. Le platicó a Bolívar de sus simpatías por la república y que el perro, llamado Nevado, era descendiente de los mastines llevados por los sacerdotes españoles. El líder militar le preguntó si podría tener un cachorro, a lo que don Pino respondió que claro, que se lo enviaría más tarde.
Su hijo de 12 años, Juan José, llegó al campamento con Nevado, causando sorpresa en Bolívar porque había pedido un cachorro. Juan José le aclaró que Nevado sí era un cachorro.
El perro Nevado era acompañado por Tinjacá, un “indio” que era su cuidador y lo conocía desde que nació, así que tenía la reputación de poder controlarlo completamente. Tinjacá llamaba a Nevado con chiflidos desde lejanas distancias.
Tras conquistar Caracas, Nevado y Tinjacá fueron capturados por las tropas realistas comandadas por el general Boves, quien perdonó su vida con la esperanza de que delataran el escondite de Bolívar. Los rehenes escaparon y el libertador no volvió a saber de ellos.
Muchos años después, Bolívar estaba de vuelta en el Páramo y tenía la corazonada de que Nevado pudiera estar ahí. Don Vicente Pino había muerto y la casa estaba abandonada.
Escuchó una voz que gritaba a lo lejos: “¡Larga vida a Bolívar!, ¡Larga vida a Bolívar!”. Tinjacá emergía entre la neblina.
—¡A la orden, mi general!
—¿Y Nevado? —preguntaba Bolívar desesperado. Tinjacá chifló como años atrás. Nevado corría hacia él.
Sus vidas eran paralelas y sus muertes también. Tinjacá y Nevado murieron en la batalla final para la liberación de Venezuela, el 24 de junio de 1821, en la Batalla de Carabobo. La placa en la estatua dedicada a los protagonistas, en el Páramo merideño, dice que Nevado era digno de la lágrima de pesar profundo que derramó Bolívar.
En la mucuposada El Trigal, donde se alojaron, Michael conoció a su primer perro mucuchíes, también llamado Nevado. Intentando llegar al Pico del Buitre, se perdió en el camino cuando el cielo estaba oscurecido por nubes. El mundo se tornó blanco y negro. La niebla se apoderó del Páramo.
Caminó tan rápido hacia donde creía que estaba la casa, pero había dejado de ver las luces. Se desorientó y el pánico se apoderó de él. Temía quebrarse un tobillo y morir de hipotermia. Intentando tranquilizarse, Michael vio una silueta lejana. ¿Un lobo, un lince, un oso andino?, se preguntó, sólo para darse cuenta segundos después que era Nevado, quien aparecía de entre la niebla como su antepasado libertador, para guiarlo de vuelta a la mucuposada.
Estoy seguro que Michael se sorprendería gratamente al saber que, un año después de su viaje, Hugo Chávez decidió invertir en los 23 últimos ejemplares de raza pura para reproducirlos y salvarlos. La obsesión de Chávez por Bolívar le llevó a convertir a los mucuchíes en un símbolo de la identidad venezolana.
Jefferson y Miguel, dos de los integrantes del tour, adoptan (en realidad compran por 50 dólares) a uno de esos perritos mucuchíes que tiene un mes y medio de vida. Blanco como la nieve, aterciopelado como las hojas de los frailejones, el nuevo integrante es bautizado en honor a este viaje: Tour.
Tour llega a sus vidas en uno de los pueblos del camino donde nos detenemos, San Rafael de Mucuchíes. El pueblo es pequeño y alargado, como si siguiera una grieta andina, y viven menos de 600 personas. Nos detuvimos para ver su único atractivo turístico, la Capilla de Piedra, esculpida por Juan Félix Sanchez y que tiene una gemela en Noche Azul. Al bajarnos, tres niñas y dos niños de unos seis años se acercaron corriendo con tres cachorros de mucuchíes en sus manos. Eran insistentes para que los compráramos y, a la vez, recitaban descoordinadamente el poema de la Loca luz Caraballo, cuyos dos hijos se fueron a la guerra independentista encabezada por Bolívar, pero su madre señaló el camino contrario para que no se sumaran a la lucha contra los españoles.
El pequeño Tour apenas está aprendiendo a caminar. Hace unos cuantos pasos y se ladea hacia la derecha y tropieza graciosamente consigo mismo.
En los próximos días, mientras bajemos las montañas andinas y nos acerquemos al lago Maracaibo para visitar Palmarito, un pueblo caribeño y merideño, Tour resentirá el cambio del ecosistema con golpes de calor.
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David nos avisa que a lo lejos, en lo alto de un cerro, podemos ver el Observatorio.
Construido entre los años cincuenta y sesenta, inaugurado finalmente en 1972, el Observatorio Astronómico Nacional de Llano del Hato se convirtió en el más importante de Venezuela.
En 2003, dos astrónomos, Ignacio Ferrín y Carlos Alberto Leal, descubrieron un asteroide que bautizaron Eduardo Röhl, naturalista y fundador de la Sociedad Venezolana de Ciencias.
Lo pasamos de largo por la carretera, pero recuerdo que, cuando visitó el Astrofísico de Mérida, Jacobs citó al hijo de uno de sus guías:
“Mi maestro dice que es el único lugar en el mundo donde puedes observar los hemisferios norte y sur”, le contó mientras la luna se elevaba sobre las montañas y caminaban de vuelta a “un mundo del pasado”, debajo de una bóveda de estrellas.
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David me platica que las mucuposadas han sido abandonadas. Que antes tenían apoyo europeo para que los turistas que visitaban Mérida —como Jacobs y Manolo— decidieran pasar unos días en esas casas tradicionales del Páramo merideño. Con La Situación se han perdido los apoyos y eso ha ocasionado que ya no se promuevan ni visiten las mucuposadas.
La idea de las mucuposadas había sido de María Romero, quien estudiaba arquitectura en Sevilla cuando Manolo y Michael fueron a Venezuela. Romero las vio como una oportunidad para impulsar la economía local, mantener la arquitectura tradicional y darle la oportunidad a los turistas de contactar con las “familias tradicionales andinas”.
En 2007, María Irene, “la matriarca de El Trigal”, creía que el futuro del Páramo estaba en el ecoturismo e impulsaba a los jóvenes que emigraban a Caracas para estudiar y dedicarse a ser guías. Edu, uno de ellos, suspiró al contarle a Michael y a Manolo que durante la temporada alta solo tenía unos 10 clientes al mes.
Elena resoplaba porque en los inviernos con dificultad recibían turistas.
A Michael la mucuposada no le evocaba ni a España ni a las construcciones precolombinas, sino a una cabaña galesa en un valle salvaje encima de Abergavenny.
Manolo el Sereno viajó con Jacobs a Sudamérica buscando “mundos radicalmente distintos a los que había conocido en su vida en la España rural” pero en el Páramo de Mérida se encontró un ambiente familiar que le recordó a su hogar, el pequeño pueblo andaluz de Frailes donde vivía del aceite de los olivos.
El Sereno provenía de un municipio en la sierra de Jaén rodeado de cuevas y ese misticismo bucólico de los lugares apartados. Manolo guiaba a Michael por Frailes y sus alrededores, como los campos de olivos y la casa del Santo Custodio, un habitante que había tenido el don de sanar y ayudar a la población. También le enseñó su almazara, La Fábrica de Luz que daría nombre al libro de Michael, donde elaboraba el aceite de oliva. El Sereno era uno de los personajes más emblemáticos y queridos en Frailes, cariñoso se hacía de amigos por todos lados y mostraba su pueblo como un bohemio. Aún a su edad avanzada —murió en enero de 2013, semanas antes que Chávez, casi un año antes que Michael Jacobs— recorría alegremente la sierra jienense y viajó con Michael a los Andes en busca de esos “mundos radicalmente distintos a la España rural”.
—Eso es lo mismo que hacemos en nuestro pueblo —era lo que un emocionado Manolo decía, escribió Jacobs, cuando encontraron similitudes entre Frailes y el Páramo como los calendarios basados en las festividades religiosas y rituales de temporada como la matanza anual de cerdos—, eso es lo que hacíamos cuando era un niño.
Esa nostalgia, continuaba el cronista inglés, fue reforzada con una visita a un molino de harina con una máquina que databa de la década de 1950 en la que “Manolo apenas se pudo contener: ‘¡así es como era la panadería en Frailes!’”.
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Nos adentramos en Mucuchíes, la principal ciudad del Páramo merideño y cuya arquitectura es un híbrido entre las casas coloridas y tradicionales del campo europeo, de vuelta la semejanza con Extremadura, Las Hurdes y Frailes, y de ese caos Latinoamericano de calles angostas para los autobuses.
Almorzamos en casa de la familia de David. Brevemente, antes de que volvamos al recorrido, su hermano me cuenta que previo a la pandemia emigró a Chile, pero hace un par de meses regresó a Venezuela. Vio que La Situación en el país era un poco mejor y también extrañaba a la familia, entonces se animó a retornar.
En lo que el resto visitamos El Castillo San Ignacio, un lujoso hotel con apariencia medieval, David se quedó ayudando a su familia con las cosas. En El Castillo los dueños solo nos permiten estar en el patio para tomar unas cuantas fotos, pero no entrar. Desde una de las ventanas del comedor nos vigila un empleado. Sus ojos nos persiguen a donde vayamos. Pero Tour es quien se roba la atención y las miradas, jugamos con el cachorrito que aprende a andar por el estacionamiento.
Al volver por David, ya en camino a Mérida, la de Venezuela, él me dice que María Irene llegó a su casa apenas nos fuimos al Castillo.
—¿Le platicaste de Michael Jacobs?
—No —me responde— se me olvidó. Tan cerca, pienso.
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Estos pasos míos fueron precedidos de caminos que se entrelazaron entre México, España y Venezuela. Los de Michael Jacobs y Manolo El Sereno desde Frailes, los de Alexander von Humbolt y Aimé Bonpland explorando la naturaleza americana, y contando las historias que se encontraban en los Andes, todo para intentar entender un poquito mejor el mundo, su mundo.
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En la carretera se divisa desde lo alto una marcha alargada, custodiada por los Andes. Para llegar tenemos que ir y venir en curvas, alejándonos pero cada vez más cerca. Karla nos avisa que el teleférico no funciona desde hace años, por lo que no podremos subir hasta las montañas más altas de los Andes venezolanos. Es Mérida, la tercera.
Me resulta increíble imaginar que se construyó una ciudad (cientos de ciudades, en realidad) en los Andes, pensar que la ciudad está en una montaña y su crecimiento está limitado a la geografía, cuando de donde vengo no hay nada que impida que mi Mérida se extienda a lo largo y ancho de la península de Yucatán.
El político merideño Germán Briceño Ferrigni dijo en 1990 que Dios ha sido el gran arquitecto de su Mérida: “Cuando ponía orden y armonía a los cataclismos y estremecimientos iniciales de la creación, construyó este estupendo y luminoso anfiteatro y edificó la Sierra Nevada, cuyos picos mienten verticales y vaporosas agujas de una espléndida catedral gótica. Esculpió la montaña para que ella misma fuera un ágora y pudiera fundar una academia; y la pulió para que diuturnamente nos mostrara sus magníficos cristales”.
—Es poética porque tiene muchos parques dedicados a poetas, librerías antiguas, es una ciudad que se ha construido alrededor del cine, es la cuna de las personas que han salido haciendo cine, tiene teatros antiguos, el casco histórico antiguo. Hay una sensación de arte, cultura, tranquilidad —me dijo Liliana Rivas, periodista merideña, antes de viajar.
Durante su encuentro con amigos en Mérida, Manolo y Michael se reían de que sus anfitriones en una galería de arte todo el tiempo estuvieran diciéndoles “a la orden” cuando les ofrecían algo, una frase que, a vista del inglés, pudo provenir de los soldados en la lucha por la independencia para responderle a Bolívar. No puedo evitar pensar en las risas cómplices entre ambos viajeros cuando en el Mercado Artesanal de Mérida nos ofrecen licor de mora, a la orden, jerseys de la Vinotinto, a la orden, pastelitos andinos, a la orden, empanadas, a la orden, llaveros, a la orden, imanes, a la orden, vitamina merideña, a la orden.
Dejamos nuestro equipaje en el hostal ya que en una hora cenaremos pizzas en un restaurante cercano, pero no iré con el grupo. En su lugar, vendrá por mi Fortunato González Cruz, alcalde de la ciudad en 1992, cuando se realizó el Encuentro de las Méridas del Mundo en México, en el que mis padres se conocieron.
Españoles y venezolanos discutieron durante todo el viaje por Yucatán. En las idas a Chichén Itzá y a la playa, en las comidas, en los transportes.
En una actividad en la Casa de España como parte del encuentro, Fortunato criticó a los españoles y les puso “a parir”, recordaba Manolo Romera, amigo de mi padre, en una conversación que tuvimos en Mérida, la de Extremadura, en diciembre de 2021.
Fortunato, me contó Manolo Romera, dijo que la pobreza y el atraso en México se debió a “que los españoles llegaron con un sable desenvainado, cortando cuellos”.
Cuando le tocó su turno en tribuna, Romera le reclamó: “España ha estado intervenida por un montón de civilizaciones y terminadas las invasiones nos pusimos a trabajar. Pero ustedes, en vez de trabajar, se pusieron a quejarse”.
—¿Cómo has dicho eso? —le preguntó el embajador español en México.
—Es la verdad —respondió Romera.
—Pero eso no se puede decir.
A 30 años de aquel encuentro, mientras conduce por las calles merideñas, Fortunato me dice que “esas son cosas que pasaron. No se pueden juzgar bajo los criterios de hoy, fueron hechos que sucedieron en su época”.
Presume que tiene “relativamente buena fama” como exalcalde porque no robó, ni tiene carro de lujo como los que “utilizan los señores estos”, ni Hummer, ni Maserati.
El centro merideño me rompe el corazón. Cuando esperaba una ciudad vibrante, lo que me encuentro es un lugar apagado, sin vida. Esta noche la ciudad está oscurecida por la falta de alumbrado público y por las calles circulan pocos vehículos y poca gente. Es todo lo contrario a la Plaza Grande de mi Mérida o la Plaza España de la Mérida extremeña, que están rodeadas por restaurantes o bares llenos de paseantes durante las noches. La contradicción de lo que ha sido Mérida a lo largo de su historia, una ciudad joven, de estudiantes, que copaban las calles con arte, cultura y poesía.
—Yo creo que ese semáforo está quemado —advierte Fortunato al cruzar una calle cautelosamente.
Aquí se nota el contraste con las otras dos Méridas, no solo geográfico, sino social: La Situación y las emigraciones provocadas por la misma hacen que, en comparación, esta Mérida se siente vacía aun siendo una de las capitales universitarias de Latinoamérica.
Jacobs reconoció que Mérida tiene “poco encanto arquitectónico”, después del terremoto que golpeó Venezuela en 1812. En su lugar, los edificios fueron reemplazados por edificios del siglo XIX y modernos que parten desde la plaza central junto a palmeras gigantes y una alta catedral neoclásica.
Fortunato me lleva a La Abadía, un restaurante que ocupa el lugar de un antiguo monasterio que mantiene el ambiente religioso, donde en las catacumbas se sirve vino y las pinturas de Jesucristo nos siguen con sus ojos, pero están por cerrar. Entonces, se decide por La Chistorra, un bar español adornado por banderines de equipos de La Liga, los Estudiantes de Mérida y de trofeos de corridas de toros. Fortunato me presume que es taurino, un sticker en la parte trasera de su auto lo confirma.
—Esta Mérida está en una crisis muy grande. Pero es que la dictadura no lo permite. Hemos retrocedido mucho. Mérida vive del turismo y de la universidad, la universidad está casi vacía y el turismo ¿cómo está? El teleférico no funciona.
Jacobs sí logró subirse al teleférico, pero 15 años después está descompuesto. Dividido en cuatro estaciones a lo largo de 12 kilómetros, alcanza una altitud de 4,765 metros, casi hasta la cumbre del Monte Bolívar. En aquel viaje se detuvo abruptamente a mitad del camino en su trayecto de bajada y la escena que siguió adquirió tintes de película de terror. Una mujer volvió a sufrir el Mal del Páramo, hubo gritos, el viento crecía y la cabina se llenaba de vaho humano, un hombre se desmayó, dos mujeres se persignaron, el caos crecía hasta que un italiano bronceado estampó su pie en el piso del teleférico. El terror al oír el sonido metálico dio paso a alivio y risas. La energía volvió.
Alejo, amigo de Michael y Manolo, les contó que circulaban rumores de que el teleférico “pronto” cerraría indefinidamente. Año y medio después, en agosto de 2008, un experto suizo advirtió que los cables cumplirían su ciclo de vida, medio siglo, entonces debía ser cerrado por seguridad. Volvió a abrir en 2016 y a cerrar en 2020.
Fortunato dejó su carrera política y ya solo se dedica a ser catedrático en Derecho para la Universidad de los Andes pero por La Situación el sueldo en bolívares no le alcanza para llegar a fin de mes. Su familia emigró, una hija vive en España, otro en Dinamarca y otros dos en Canadá. El país se desplomó, lamenta.
—Tenemos 22 años de destrucción masiva.
En 1813, Simón Bolívar fue proclamado Libertador en Mérida, durante la Campaña Admirable, en la lucha por la independencia de España y a él se incorporaron 500 soldados de la región.
Casi 200 años después, a principios de 2007, Michael Jacobs y su amigo español Manolo El Sereno fueron al merideño bar Granada con sus tapas andaluzas y sus azulejos de Triana. A Jacobs le pareció “irónico que una ciudad que hizo tanto por ayudar a Bolívar a liberar a Venezuela de España pareciera tener tantos establecimientos que surtían a esa nostalgia”.
A 15 años de distancia, percibo en La Chistorra aquella nostalgia que apaciguó la melancolía de El Sereno por Frailes. Escuchar a Fortunato hablar de las Méridas del Mundo, de España, mientras comemos una tortilla de patata y callos a la madrileña, construye un ambiente de un bar tradicional de las provincias españolas, ese ambiente familiar e íntimo, rodeado de personas (aunque La Chistorra esté vacío) que con las copas de vino o los tarros de cerveza se vuelven cercanas. Este bar evoca al hogar que Jacobs decidió adoptar y que lo adoptó, y al hogar de mi padre, evoca a aquellas pláticas en Frailes sobre el santo Custodio y Sara Montiel o en Mérida sobre el pasado romano de la ciudad o en Cáceres con mis tíos Alfonso y Amparo sobre los conquistadores de su tierra que cruzaron el Atlántico para llegar a América.
Ser de una ciudad enteramente plana —la Mérida yucateca—, pasar por otra atravesada por un río —la Mérida española—, para finalmente llegar a una en las montañas de los Andes —la Mérida venezolana— es una redundancia. Volver tres veces a la ciudad con el mismo nombre solo para retornar al punto de partida es dar vueltas en círculos por la misma palabra.
Salimos del bar y miro a las estrellas desde los Andes. Recuerdo aquellas palabras que el hijo de un guía le dijo a Michael en el Astrofísico de Mérida: “Mi maestro dice que es el único lugar en el mundo donde puedes observar los hemisferios norte y sur”.
Ya observé los cielos de las tres Méridas.