Fue Gilles Deleuze el que, recordando la experiencia de Primo Levi en Auschwitz, habló de la vergüenza como la única razón para producir cultura. El arte, postulaba el francés, consiste en liberar la vida de aquello que el hombre apresó: la libera de su “prisión de vergüenza”, después de que la aventura humana hubiese sido profanada por esa industria del horror llamada nazismo.
Hay algo liberador en la fresca, sutil y punzante prosa de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975), una frescura que humedece toda su obra y que puede explicarse de muchas maneras, pero que es inescindible de su condición de hijo de la dictadura, de pertenecer a una generación que creció y se educó bajo el cielo ominoso del pinochetismo, esa larga noche que todavía despide ramalazos de oscuridad. Es una literatura que batalla con los guantes de la ternura y del humor contra ese dolor sedimentado. Lo extraordinario, claro, es que esa “prisión de vergüenza” tiene aquí la virtud de lo inasible: es un remoto e intuitivo ruido de fondo, un animal herido que gime en una playa lejana. Con motivo de la reimpresión por parte de Anagrama de Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Tema libre (2019), COOLT charló con el escritor santiaguino afincado en México.
- A lo largo de tus libros uno puede ir descubriendo la densa atmósfera del Santiago post Pinochet, la represión emocional de tu generación, la penetración cultural que había hecho el control. Pero lo interesante es que nunca hay victimización, sino en todo caso adaptación. Al fin y al cabo, tu literatura es una literatura sobre la ternura, el crecimiento, la pertenencia a un lugar, pero también sobre la adaptación o sobreadaptación ante la dificultad. Es más, leyendo Tema libre descubro un texto sobre tu “adaptación” al inglés, vestida en ese caso, como una necesidad o curiosidad, lo mismo da. ¿Lo notás también?
- Sobre la reticencia a la victimización, creo que nos ha hecho menos daño del que nos hubiera hecho la victimización, que nos habría relegado al silencio. El silencio de la renuncia y de la soledad no están exentos de belleza, y eran destinos posibles, pero a mí me interesa hacer contacto, siempre me interesó.
- Ahí es cuando se habla del aspecto vitalista de la literatura.
- Claro. Me gusta que los mecanismos autocríticos y analíticos generen, en lugar de parálisis, relato, movimiento, poesía. No sé, mirarse uno mismo como parte de una multitud, hasta desconocerse, para luego reconocerse y sintonizarse de nuevo. Esas discusiones de legitimidad, esos vaivenes, esos tránsitos me interesan muchísimo.
Hace tres años, antes del encierro global, Zambra publicó Poeta chileno (Anagrama), la gran novela que una buena parte del ecosistema literario le reclamaba. Todavía estaba lejos el triunfo de Gabriel Boric, pero allí aparecían, proféticas, algunas reivindicaciones que la sociedad reclama hoy. Hasta la aparición de ese libro, la obra de Zambra descollaba por su octanaje afectivo y humano, por su encantadora combinación de experiencia personal y aliento universal, pero también por su brevedad. Un poeta puesto a escribir ficción, o sea, un narrador a quien le costaba el medio fondo. Con Poeta chileno no solo ratificó su estrella y le rindió homenaje a la literatura de su país y al inefable oficio poético, sino que demostró que, si tenía que ajustarse a los patrones de la tradición, también podía brillar.
Esa voz irresistible había aparecido en la palestra con la publicación de Bonsái (2006), un opus de menos de 100 páginas que cayó como un asteroide luminoso en las colinas andinas, un artefacto de relojería armado con maestría y precisión, una especie de mamushka literario cuya belleza y desenfado catapultaron a Zambra al Olimpo del arte en su país, al punto de ser considerado —lo siento por el lugar común— con el siempre resbaladizo apelativo de “nuevo gran escritor latinoamericano”. Cuando todavía estábamos despertando del “sueño Bolaño”, otro escritor chileno, surgido en el indie de la poesía, venía a ocupar un rol central en el ambiente. Del manantial del Pacífico había surgido otra pieza única. Como escribe Leila Guerriero en el epílogo de Bonsái —toda una curiosidad que un libro tenga un epílogo—, Zambra “es un maestro de la puntuación y del empleo de los tiempos verbales, que en Bonsái fluctúan entre un pasado que inyecta nostalgia, un presente que inyecta inminencia, un futuro que inyecta inevitabilidad”.
“Bonsái —arranca Zambra— tiene mucho que ver con la literatura que me gustaba: un cruce de autores chilenos (Juan Emar o González Vera) y, a su vez, gente como Felisberto Hernández o Macedonio Fernández. Supongo que Nicanor Parra también: los Discursos de sobremesa son puro Macedonio, cuyo humor sin límites es esencial. Felisberto es un autor que podría leer todo el tiempo, que no se agota en el tono, aunque el tono es el que le permite todo, por eso tal vez me siento más cerca suyo que de Macedonio. Pero todo eso estaba mezclado”.
- Vivís en el DF de México hace algo más de cinco años. La literatura ha romantizado el exilio. En tu caso, aún cuando es una elección, ¿adquiere algún matiz de ese tipo?
- Yo crecí leyendo y admirando la literatura chilena producida en el exilio, por eso mismo nunca usaría esa palabra para referirme, ni siquiera aproximadamente, ni siquiera metafóricamente, a mi situación. Tampoco me radiqué en México por alguna razón profesional, simplemente me enamoré de Jazmina y teníamos que decidir si vivir en Santiago o en Ciudad de México, así que tiramos una moneda al aire y salió México —no, por supuesto que no fue así... En realidad en ese momento yo creía ser más “portátil” que ella, entre otras cosas porque Jazmina tiene aquí con sus amigos una pequeña y hermosa editorial. Me ha costado estar lejos, en todo caso.
- ¿Extrañas Chile a diario? Supongo, también, que la conectivdad moderna mitiga bastante la distancia…
- Extraño mucho. Extraño Chile todo el tiempo, y ahora te diría que también extraño Argentina y Perú... Extraño hasta a gente que me cae medio mal, con eso te lo digo todo. Poeta chileno nació en un momento de nostalgia paralizante, nostalgia de la mala, pensé que hasta podía amargarme, y por supuesto no quería eso. Escribir esa novela fue, entre otras muchas cosas, una manera de movilizar la nostalgia, de jugar con ella.
- Justamente, ¿cómo vives el momento del plebiscito desde México?
- Muy nervioso, pero esperanzado en el triunfo del Apruebo. El domingo lo viviremos entre chilenos, capaz que hasta con empanadas de pino y algún guitarreo, espero que celebratorio. Hace no muchos años, terminar con la Constitución del dictador parecía una quimera, pero está sucediendo, y eso me impresiona y emociona. Y me enorgullece que tantas causas en su momento minoritarias y caricaturizadas se hayan vuelto masivas y urgentes. Y que tanta gente esté leyendo el mismo libro, al mismo tiempo.
- En ese sentido, ¿tenés una mirada optimista en cuanto a las posibilidades de cambio, quiero decir: ¿crees que los llamados poderes fácticos (el establishment, las corporaciones, etc) dejarán a Boric producir cambios reales o es algo que hoy es imposible de responder?
- Tengo y mantengo la esperanza de que haya transformaciones profundas. El optimismo es traicionero, no sé si elegiría esa palabra para definir mi sensación. Venimos de muchos años de escepticismo y de pesimismo desbocados, por eso cuesta tanto confiar, pero en este caso me cuesta incluso más desconfiar, porque creo que, a pesar de toda clase de adversidades, el Gobierno de Boric sí está haciendo los énfasis adecuados, y no ha perdido la osadía y la valentía. Gabriel Boric tiene 10 años menos que yo, así que tal vez ahora toca confiar en los hermanos chicos.
* * * *
Dos de las grandes dificultades de la literatura universal son, por un lado, la producción de escenas cuya carga erótica parezca verosímil —y que no sean un compendio de palpitaciones efectistas o vulgares—, y, por otro, la (in)capacidad de conseguir un registro del absurdo y de la hilaridad que sea inesperado y atractivo. Ambas propiedades, como en los seres humanos, suelen resultar esquivas, y constituyen un terreno resbaladizo del que se suele mantener prudente distancia. Es por eso que quienes logran combinar ambos atributos, como en el caso de Zambra, son aquellos que logran pasar de categoría. El cuento ‘La novela autobiográfica’, incluido en Tema libre, es una muestra consagratoria del humor del santiaguino. En él, aparecen sobrevolando una vez más los duendes del pasado: es como si el espíritu de Bolaño se hubiese amotinado dentro de su cuerpo.
Escribe Zambra:
“Así y todo, a pesar de su inminente currículum, lo primero que me pregunta, nada más encender la grabadora, es lo siguiente: ‘¿Son tus libros autobiográficos?’.
Finjo que no entiendo la pregunta. Kalamido me la replantea de este modo, pronunciando cada palabra con esmero, se diría que con fe: ‘¿Cuánto de ficción y cuánto de realidad hay en sus libros?’.
(…)
Me siento ofendido, pero lo dejo pasar, porque he sufrido humillaciones bastante peores. Guardo silencio, pero no lo guardo bien. Decido responder. Y decido, además, aunque sé que esto es completamente innecesario, decir la verdad.
‘Mis libros son 32 por ciento autobiográficos’, le digo.
Me temo que Kalamido entienda que hay ironía de mi parte. No es mi intención. Mi respuesta es totalmente honesta. Mi temor es infundado: Kalamido anota la cifra en su cuaderno, bebe dos sorbitos de un té que no sé de dónde sacó, me mira de frente, como pensando en voz alta, como mirándome en voz alta, si es eso posible.
‘Lo sabía, 32 por ciento’, dice.”
En Bonsái, en cambio, los protagonistas —Julio y Emilia— son una pareja que se descubren, que hacen el amor, que leen, que compiten entre ellos, que vuelven a hacer el amor, vuelven a leer, y hablan de libros.
Escribe Zambra:
“Antes de comenzar a leer, como medida precautoria, habían convenido lo difícil que era para un lector de En busca del tiempo perdido recapitular su experiencia de lectura: es uno de esos libros que incluso después de leerlos uno considera pendientes, dijo Emilia. Es uno de esos libros que vamos a releer siempre, dijo Julio”.
Ese es parte del encantamiento que produce Zambra: un susurro hecho prosa que nos arrulla y nos envuelve. Como observa Margarita García Robayo en el epílogo de Poeta chileno: “En La vida privada de los árboles encontré la constatación de lo que sospechaba que podía ofrecernos la escritura más allá de la escritura. Leía y pensaba: ‘Alejandro Zambra es alguien que domina perfectamente la técnica de confección de frases’. O: ‘Alejandro Zambra es alguien que invierte lingotes de ingenio en concisión y profundidad —mis dos virtudes favoritas’. Pero esas cualidades, aunque innegables, no eran lo que me conmocionaba. Había algo más, había un descubrimiento: por fin estaba frente a un autor que escribía para llegar a ese lugar que no está hecho de palabras. Y te llevaba con él. No conozco un talento mayor. Ni en la literatura ni en la vida.”
- Ayer leí una reseña que le han hecho a Bonsái en el New York Times. ¿Cómo es leer una reseña de un medio (en este caso, uno tan canónico) de una obra que terminaste hace 18 años?
- Es una alegría, claro, qué puedo decirte. El otro día Caetano, el hijo de un amigo muy querido, me dijo que iba a leer Bonsái y yo pensé que ambos, Caetano y mi libro, tenían ya casi 18 años... Los escritores a veces somos demasiado ansiosos, pero los libros tienen vidas escurridizas y largas y me parece que en algún momento se independizan de nosotros. Yo estoy más bien empeñado en los libros que sigo criando, los publicados ya se fueron de la casa, pero por supuesto me gusta que algunos domingos vengan a almorzar.