Tengo frente a mí un cuerpo intervenido.
Un cuerpo mutilado.
La ciencia decidió ajustarlo a las normas de una sociedad que no tolera desvíos. En la asepsia de los quirófanos, desde sus primeras semanas de vida, los cirujanos practicaron en él intervenciones sucesivas para eliminar todo rastro de ambigüedad anatómica: acortaron el clítoris, acondicionaron la región vaginal y reconstruyeron los órganos genitales externos, de modo tal que el cuerpo terminase siendo el de una mujer fecunda.
Un cuerpo de mujer como Dios manda.
Ese vía crucis por salas de operaciones y consultorios médicos, con sus maratones de análisis clínicos, sus extenuantes visitas a especialistas y la ingesta diaria de pastillas, tuvo en los años que siguieron consecuencias irreversibles.
Sin embargo, pese a la persistencia de ese disciplinamiento quirúrgico —cuatro intervenciones, la primera de ella a los tres meses de vida—, y a las alteraciones que produjo en el aparato psíquico y emocional, el cuerpo que tengo ante mí es coronado por una sonrisa iridiscente, un puñado de luciérnagas que titilan en pleno día.
El cuerpo ríe con los ojos, ríe con las mejillas y la boca.
Hola, dice.
Se llama Candelaria.
Lleva el asombro en la mirada, el pelo muy corto y un flequillo que recuerda a la Juana de Arco de Milla Jovovich. Para quien ha leído, aunque sea en parte, su historia, extraña verla llegar, ligera y grácil, la mirada diáfana de quien parece haberse asomado recién al mundo y desconoce aún sus hostilidades.
Quizá explique ese contraste el alivio que trajo a su vida descubrir, por fin, su identidad, descorrer el velo que la encubría, poner en palabras una historia que durante muchos años fue silenciada.
¿Tardé mucho?
Los brazos baten el aire pegajoso de una tarde sofocante en Buenos Aires. Tiene la voz de una adolescente, alegre y despreocupada, aunque, en la medida en que cuenta su historia, el tono es alterado por notas más graves.
El disciplinamiento con que los cirujanos quisieron devolverle a Candelaria la apariencia y las funciones de un cuerpo sexuado de manera binaria dejó en ella marcas indelebles. Durante mucho tiempo no pudo deshacerse de la sensación de humillación que le proporcionó sentirse un objeto de estudio, presa de la mirada de especialistas que la escrutaron sin pudor, palparon sus genitales y tomaron fotografías de su anatomía mutante, utilizándola a veces como ejemplo de un cuerpo anómalo frente a una audiencia de estudiantes de medicina.
El cuerpo que tengo delante es, además, un enigma. Una de las razones que constituyen ese misterio es central: dentro de este cuerpo se aloja otro cuerpo, o mejor, la memoria de otro cuerpo: una memoria del dolor.
Porque, en el principio, Candelaria fue Esteban.
* * * *
Esteban Schamun nació el 5 de octubre de 1981.
Fue la suya una vida brevísima: no más de 60 días.
Entonces, Esteban dejó de existir. No murió, exactamente: a pedido de sus padres, su nombre fue eliminado del Registro Nacional de las Personas. Sin embargo, 43 años después, Esteban está aún entre nosotros.
Pesó 4,2 kilos al momento de ver la luz, un varón robusto y saludable, pero nació sin testículos descendidos. En las semanas que siguieron, cuando ya había sido bautizado, según la fe católica que abrazaban sus padres, empezó a perder peso, a vomitar a mares y a deshidratarse. Después de un peregrinaje agotador por consultorios médicos, una endocrinóloga dio un diagnóstico definitivo: hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal.
El nombre extraño de una enfermedad infrecuente.
La hiperplasia suprarrenal congénita tiene consecuencias variadas. Una de ellas puede ser la presencia de genitales con una apariencia atípica; por ejemplo, un clítoris de tamaño excesivo para la norma, que en algunos casos es percibido como un pene, o labios vulvares cerrados que sugieren la forma de un escroto.
Es una nena, dijo la endocrinóloga.
Es una nena, repitieron los padres frente a sus otros hijos. Tienen una hermanita.
No hubo preguntas.
El silencio fue ahondándose con los años.
Candelaria vivió enmudecida. Sus padres cumplieron con todas las demandas médicas, sin percibir el daño que el tratamiento habría de dejar en su hija. Todo esto sucedía a principios de los años ochenta, cuando faltaba mucho tiempo para que fuese parte de la agenda política la lucha en favor de las diversidades sexuales y de las libres identidades de género.
Me sentía un monstruo, dice Candelaria.
Es una suerte que haya nacido en estos tiempos. Si lo hubiese hecho en días más sombríos, por ejemplo, cuando lo monstruoso era parte del espectáculo de masas, podría haber integrado el catálogo de rarezas y anomalías del cuerpo humano que en el pasado se disputaban la mirada de quienes asistían a las ferias populares para observar a quienes eran considerados desviados: hermafroditas, mujeres barbudas, niños de dos cabezas, toda una galería de criaturas con deformidades anatómicas que hasta fines del siglo XIX incitaron la curiosidad por lo insólito.
Esas malformaciones, como se consideraba entonces al hermafroditismo o a la intersexualidad, por ejemplo, son estudiadas por la teratología, la disciplina científica que examina a las criaturas que presentan anomalías reñidas con la norma: lo monstruoso.
El mundo, aunque perduran todavía atrocidades como la mutilación genital femenina, y aunque a veces la televisión insista en regodearse exhibiendo a personas con singularidades físicas como atracciones, en un penoso teatro de la crueldad, es hoy algo mejor y, con todo, algo más justo.
* * * *
Los Schamun vivían en un caserón de fines del siglo XIX, en un barrio acomodado de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires. Una construcción de dos plantas y diez habitaciones, con puerta cancel de roble, vitraux y pisos de mármol de Carrara con incrustaciones de bronce. Candelaria creció en ese ambiente de una clase social económicamente acomodada y fue educada en los rituales del catolicismo. A la hora de la cena, el padre bendecía la mesa, se leían los salmos y se rezaba, de pie, el padrenuestro y el avemaría.
Todo sucedió entre murmuraciones, de eso no se habla, Dios no lo permita, sin que la extenuante sucesión de visitas médicas, internaciones y cuidados intensivos llamasen la atención de nadie, o sin que nadie, en todo caso, pidiese demasiadas explicaciones acerca de ese silencio, en la creencia de que transitar ese calvario sin ponerle palabras era un modo de hacerlo más amable y menos hiriente, o una manera de evitar la mirada, cruel e impiadosa, de los demás.
Candelaria solo pudo confiarles a criaturas imaginarias lo que le sucedía, hablaba con ellas: el miedo a dejar su cuerpo a la vista de los otros, las simulaciones con que encubría su indiferencia durante los primeros escarceos amorosos con hombres, el sentimiento de extranjería que se imponía cuando estaba con otras muchachas, los ardores que, en la adolescencia, la quemaban ante la cercanía de una mujer.
Pero algo cambió una mañana de un día cualquiera, uno de esos días en que pareciera que todo va a transcurrir sin novedad. Candelaria vivía en casa de sus padres. Tenía 17 años. Quiso probarse un vestido, se paró frente al único espejo de cuerpo entero que había en la casa, en el escritorio de su padre, y apenas terminó de aprobarlo merodeó sin propósito aparente por la habitación. Quizá movida por la curiosidad o la intuición —el inconsciente siempre habla—, abrió uno de los cajones del escritorio y descubrió una carpeta que guardaba la minuciosa historia clínica del gran secreto familiar.
Ese día empezó una pesquisa extenuante. Consultó a familiares y amigos, visitó juzgados para recuperar expedientes, revisó cuanto trabajo encontró sobre uno de los capítulos de los estudios sobre identidad de género: la intersexualidad.
En esa búsqueda se sirvió de las herramientas que solía utilizar en su oficio de periodista, que había aprendido en medios televisivos y en el efímero diario Crítica de la Argentina.
Solo se demoró en conversar con su madre —su padre murió de manera abrupta—, que empezó a mostrar indicios del mal de alzhéimer.
Mientras su madre perdía la memoria, Candelaria procuraba recobrarla.
* * * *
—Imaginate que soy tu mamá. ¿Qué dirías? —preguntó la psicóloga.
—Te perdono, pero necesito conocer mi historia —dijo Candelaria.
—Ya estás preparada para eso.
Poco después se encontró con su madre en su departamento. Después de los saludos de rigor, de una conversación breve sobre tonterías, encendió un cigarrillo y dijo, con la disciplina de una actriz, las dos líneas que había ensayado en el consultorio.
—Necesito saber qué pasó cuando nací. Liberate del silencio, ma. No guardes más secretos, ya pasó mucho tiempo.
Cuando su madre habló, Candelaria sintió una puntada en la boca del estómago. Anotó mentalmente esta idea, que después volcó en su libro, Ese que fui (Sudamericana, 2023):
Mamá habla y eso es un acontecimiento extraordinario. No pronuncia mi nombre primitivo. Nunca dice Esteban. Nunca dirá ese nombre.
Ella quiso saber por qué nunca le dijeron nada.
Porque es lo que nos recomendaron los médicos —su madre responde entre lágrimas. Es el llanto de una madre que, con todo, se ha dedicado amorosamente a su hija—. No queríamos criarte como una niña enferma. Queríamos que fueras libre. Hicimos lo imposible para que tuvieras una infancia feliz y normal como la de los otros chicos de tu edad. Te voy a escribir una carta y, si vos me lo pedís, yo desaparezco de tu vida.
Esa carta es la reconstrucción minuciosa de las dificultades —médicas, administrativas, legales— que afrontó la familia. Un tiempo después, el alzhéimer empezó a hacer estragos. En Ese que fui, Candelaria recuerda los días de la despedida. No hay en ese recuento una gota de resentimiento. El adiós es pura amorosidad:
Desde que mamá entró en la etapa final, los viajes a La Plata se hacen más esporádicos: me destroza verla postrada en la cama ortopédica, con un botón gástrico por el que le pasan un alimento líquido, blancuzco, espeso. No habla, no come, no camina. No me reconoce.
En el último período de lucidez, intermitente, me confundía con un varón.
Cuando nos veíamos, decía:
—Hola, tesoro, qué lindo que sos.
Para no contradecirla, le sigo la corriente, con la esperanza de que en sus últimos años de vida en mi rostro también vea a Esteban, y que por fin se muera reconciliada con el pasado atroz que decidió borrar para sobrevivir. Cuando la despido, apoyo la cabeza sobre su almohada y le agradezco por tanto amor y le pido que se vaya:
—Ya está, mamá.
* * * *
Es linda Candelaria. Tiene la hermosura de quien ha podido reunir los escombros de una vida y transformarlos en una experiencia plena. Ha construido una felicidad mansa desde el día en que decidió dejar atrás los fervores engañosos de la vida urbana y se instaló en las afueras de la ciudad.
Se deshizo de todo, juntó apenas lo indispensable y se montó con su perra en un auto viejo. En el escaso equipaje llevaba alguna novela (La maestra rural, de Luciano Lamberti) y un ejemplar de Walden. Es un libro significativo. Con ese clásico de Henry David Thoreau, el poeta y filósofo norteamericano, Candelaria aprendió las enseñanzas de una vida despojada, ceñida a la naturaleza. Aunque dado a la poesía y a la meditación, Thoreau, sin embargo, transformó sus ideas en actos: hacia 1844, compró un terreno junto al lago Walden, en Massachusetts, y mandó construir una sencilla cabaña con madera de pino, sin comodidades de ninguna clase.
Silencio y quietud.
En esa mansedumbre y en las costumbres sencillas de la vida rural, Candelaria encontró el espacio y el tiempo para mirarse a sí misma. Ella misma hace el inventario de lo que la rodeaba en ese paraje desnudo donde encontró refugio: cinco perros, dos gatos, gallinas, un duraznero, un cerezo, un manzano, un limonero, un níspero, una huerta y un sauce que aliviaba con su sombra frondosa el bochorno del verano.
Estaba, también, Amanda, la compañera a la que unió su vida.
Muy lejos de las urgencias que le imponía el oficio de productora periodística, Candelaria se entrega, desde entonces, a las rutinas de la vida de campo: alimenta a los animales, cocina dulces caseros, cultiva la huerta o junta ramas secas para encender la salamandra las noches de invierno. A veces, ese silencio hondo es interrumpido por el crepitar de las brasas, el canto de los pájaros, el silbido del viento o las ráfagas de lluvia que golpean en las ventanas.
Escribe, claro. Primero lo hizo encubierta en un seudónimo, cuando el libro era apenas un bosquejo; después, libre de ataduras.
Una pequeña felicidad empezó a habitarla desde que se propuso conocer su historia quitándole el velo que la encubría. Demoró en tener su primera sesión de psicoanálisis, pero en cuanto entreabrió esa puerta su vida comenzó a cambiar.
Supo, entre tantas otras cosas, que era una persona intersexual, una aguja en un pajar. Ese que fui es el testimonio de esa experiencia de vida, pero es también un intento por contribuir con la lucha de las personas que puedan sufrir la intervención de sus cuerpos sin haber dado su consentimiento para que eso ocurriera.
Que muchos padres no hayan sabido ponerle límite durante tanto tiempo a esa manipulación siempre cruenta responde al rasgo de una época que, no sin dificultades, pareciera empezar a quedar atrás.
Candelaria explica así por qué decidió dejar por escrito su experiencia:
Si me expongo, es para dejar testimonio del daño irreparable e irreversible que hizo la medicina sobre mi cuerpo. Y es, entre otras razones, para exigir que dejen de mutilar niñxs intersex, que se garantice el derecho a la autonomía, a la integridad corporal, a la reparación y a la verdad.
En el libro, cita a Diana Maffía y Mauro Cabral, autores de Los sexos, ¿son o se hacen?, un breve ensayo en el que se advierte sobre los modos en que ciertas prácticas médicas vulneran derechos de pacientes que presentan anomalías anatómicas con el propósito de ajustar esos cuerpos a la norma socialmente aceptada.
La consideración de una anatomía no fácilmente identificable como femenina o masculina, su clasificación como monstruosa, como una urgencia pediátrica que la mayoría de las veces tiene una cruenta y arbitraria resolución quirúrgica, el secreto que rodea y exige la intervención médica, todo ello forma parte de la estructura de normalización que la medicina y la psicología asumen como instituciones.
En uno de los epígrafes con que abre su libro se cifra su historia. Es una bellísima idea de Clarice Lispector.
No hay hombre ni mujer que no se haya mirado al espejo y no se haya sorprendido consigo mismo.
Lo puso en otras palabras, tan hermosamente, Caetano Veloso.
De cerca, nadie es normal.