Andrea Chapela (Ciudad de México, 1990) comenzó a escribir con 12 años. Fanfictions, en internet, imaginando otras versiones y finales de los libros de Harry Potter. Un día, un amigo le retó. Le escupió que era incapaz de construir sus propias historias y, con 15 años, Chapela empuñó su pluma. El resultado fue la tetralogía de fantasía Vâudïz, que terminó de publicar 10 años más tarde.
A pesar de sus tempranos visos literarios, esta autora que la revista Granta nombró en 2021 como una de las mejores narradoras jóvenes en español estudió Química. Lo hizo por recomendación de sus amigos doctorados en Literatura, y asegura que es el mejor consejo que ha recibido nunca. A través de la pantalla de su habitación en Ciudad de México, confiesa: “Si hubiera estudiado Literatura, el peso del canon hubiera sido demasiado grande. Cuando me enfrente a él, confiaba en que lo que yo estaba haciendo estaba bien. A los 18, quizás me hubiera detenido”.
La observación y la experimentación científicas han influido en su forma de escribir, como recoge en su galardonado ensayo Grados de miopía (Tierra Adentro, 2019), que comienza así: “A mí la ciencia me parece bella y, al escribir, quiero explorar esa belleza”. Fue con este libro cuando Chapela se dio cuenta de que ella no aspiraba a la precisión científica en su obra: “Lo que me gusta de escribir es que, a diferencia de la ciencia, mi trabajo no iba a ser responder preguntas, poder decir sí o no, sino que iba a ser tratar de depurar cuáles eran las preguntas que yo me hacía y preguntarnos juntos”.
Hay mucho de eso en Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio, una colección de 10 cuentos que ganó en 2018 el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen y que Almadía publicó el año pasado en España. En una especie de Black Mirror emocional ambientado en México y cuyas protagonistas son todas mujeres, Chapela se pregunta por las relaciones que estas establecen con la tecnología y con otras personas de su entorno. Una pareja discute porque él desea “frecuenciarse” con ella y escuchar hasta sus gritos internos; una hija es incapaz de comprender que su madre se niegue a aprovechar los avances tecnológicos para vivir infinitamente; una chica se encierra en el baño para preguntarle a un software por las probabilidades de éxito de una cita. Y una bruma inquietante se desparrama fuera del libro.
- ¿Cómo de cerca están los futuros que imaginas?
- Uno de mis grandes miedos es despertarme y darme cuenta de que todo el tiempo he escrito realismo. La tecnología no nos va a salvar: puede ser una herramienta para el cambio climático o para las pequeñas heridas que nos hacemos entre nosotros, pero no va a existir una cosa que mágicamente nos saque de todos estos problemas. Mucha ciencia ficción no intenta predecir ni solucionar, sino que dice “estas son las posibilidades: ¿qué pasaría con lo humano dentro de ellas?”. Para mí, siempre se regresa a lo humano o a lo vivo de todo esto.
- ¿Por qué es importante resaltar la emoción en la ciencia ficción?
- Entiendo muy poco las emociones y me hacen preguntarme muchas cosas. Es una parte vital de lo que somos y, de alguna manera, están mal vistas en el mundo en el que vivimos. Luego llegas a la adultez y tienes que desprenderte de eso, porque se supone que para eso estamos aquí, para sentir cosas.
- ¿Cómo ha cambiado la tecnología la forma en que sentimos las emociones?
- La tecnología va mucho más rápida que la emocionalidad humana. Desde que se inventó el telégrafo, hay una promesa rara de la tecnología, sobre todo de las comunicativas, las que nos permiten relacionarnos y están en medio de nuestras relaciones. Parecería que hay una promesa de que van a arreglarlo todo. La tecnología puede ayudarnos, como que tú y yo hablemos y que parezca que vivimos en el mismo tiempo y en el mismo espacio a pesar de que allá sean las cuatro de la tarde y aquí las nueve de la mañana. Pero hay muchas cosas que no son iguales, y esas son las cosas que tardamos en ver. La tecnología configura de forma distinta las relaciones que tenemos ahora, y hace que tengamos que aprender a volver relacionarnos en muchos sentidos. Hay mucho de eso en el libro: a lo mejor, si pudiera enseñarte mi vida entera y pudieras experimentar las cosas como yo las experimento, podríamos entendernos. Pero, de alguna manera, en cada uno de los escenarios que creo, hay algo humano más allá de lo tecnológico, de querer vivir las cosas más allá o en contra de lo que dice el algoritmo.
- ¿Hubiera cambiado la relación con la tecnología si los protagonistas del libro hubieran sido hombres?
- Nunca me lo había preguntado. Habría que tener otros ejemplos. Se me ocurren los grupos grandes de WhatsApp en los que sólo hay hombres y las cosas que se hablan ahí. También hay algunos hombres en el libro, no son personajes principales, pero vemos cómo viven la tecnología. A veces son más caóticos y tienen sus redes totalmente abiertas, se sienten seguros en el mundo, a diferencia de cómo nos sentimos las mujeres. Por otro lado, históricamente se espera que los hombres sepan qué hacen tecnológicamente, como es el caso de Carlos en ‘90% real’: él sabe cómo usar esa tecnología y es el primero en usarla. Con algunos de mis personajes masculinos intento atrapar la misma emocionalidad y vulnerabilidad que les permito a los femeninos. Teo en ‘El pensamiento’ está dispuesto a ponerse un chip en la cabeza para estar realmente cerca de Ruth. No puede entender por qué ella no quiere, qué podría estar ocultando y por qué estar más cerca no sería lo que todos deseamos.
- ¿Por qué elegiste imaginar el futuro de Ciudad de México?
- Las conversaciones más importantes de mi adolescencia las tuve siempre atascada en un coche en el tráfico de Ciudad de México: con mi madre, con el que en un momento fue mi novio, con mis amigos. Hay algo muy peculiar en esas conversaciones de coche, de encierro. Lo que las distingue es que todos tenemos una excusa para mirar al frente. Eso permite, como las conversaciones a oscuras, hablar de manera más cándida. Por otro lado, el futuro de Ciudad de México se había escrito poco. Yo había consumido el futuro de muchos otros lugares, pero no de este lugar. Imaginar cómo sería el futuro aquí era tener que pensar cosas muy básicas sobre cómo se vive. Porque aquí se vive a pesar del tráfico, del aire, de las lluvias, del camino difícil, que hay que hacer tres horas para cruzar la ciudad y aun así la gente lo hace. La tecnología no está hecha para la vida en México, hay que adaptarla y se utiliza de formas que a lo mejor quienes las crearon, no habían pensado. Las maneras en las que adaptamos la tecnología son únicas de las situaciones y las necesidades de cada lugar.
- ¿Qué significa para ti la literatura especulativa, que engloba la fantasía, la ciencia ficción o el terror?
- Me siento muy comprometida con estos géneros. Hay una cita de Carmen María Machado a la que regreso mucho: a veces, contar las cosas con el mayor realismo posible tal cual fueron no captura cómo fue vivirlas. Para mí, estos géneros especulativos dan un paso más, empujan más la metáfora, es una forma de literalizar nuestro mundo interior. La realidad me parece más constreñida, no puedes romperla y tratar de decir otras cosas. La especulación y la ciencia ficción son géneros que históricamente han hablado de los grandes problemas que tenemos ahora: nuestra relación con el cambio climático, con el espacio, con la tecnología. Es una de las formas en las que se puede hablar ahora de lo político. Aunque este es un pensamiento a medio hacer que no se si he procesado todavía.
- ¿Tiene tu escritura una pulsión política?
- Me gusta mucho de donde viene la frase “lo personal es político”. En Ansibles, hay gestos: el hecho de que todos los personajes sean mujeres, los futuros que presento, la emocionalidad sobre la página. Pero la pulsión política de Ansibles me parece insuficiente. Todavía estoy intentando entender cómo escribir algo que sea político y no panfletario.
- ¿Están cada vez menos estigmatizados estos géneros por la “gran literatura”?
- Algo ha cambiado y seguirá cambiando. Hemos llegado a un punto en el que el presente y las posibilidades futuras son tan oscuras que hay una necesidad de imaginar, no necesariamente mejores futuros, no abogo por que toda ciencia ficción sea hopepunk, pero creo que es importante recordarnos los unos a los otros que hay otras posibilidades más allá de las que vivimos. En el acto de imaginar hay un acto de esperanza. La ciencia ficción no da un paso hacia adelante, no está en el futuro, está a un lado, y al proponer otra versión, ofrece un nuevo ángulo para ver la realidad. Esa es su gran fuerza. Pienso en Fernanda Ampuero cuando dice que la realidad es más horrorosa que cualquier cosa que ella pueda imaginar en horror, hay algo de eso: el miedo que tengo del futuro es que todo se vea igual y que sea hasta mi muerte un muy lento decaimiento.