Escribir bien es una cuestión de genio innato, o eso es lo que parecen decirnos las biografías de escritores y las obras —de ficción o no— protagonizadas por alguien que se dedica al arte de hilar palabras. ¿Fueron Jane Austen, Julio Cortázar o Emilia Pardo Bazán a un taller de escritura creativa? Me atrevo a asegurar que no, en parte porque no era algo que existiese en vida de Austen o Pardo Bazán (tampoco las hubiesen dejado entrar) y en parte porque, en el caso de Cortázar, esos primeros talleres lo pillaron cuando estaba ya en posición de impartirlos.
Los talleres literarios, que se diferencian de las tertulias en que hay un profesor y un interés didáctico en aprender a escribir mejor, se empezaron a popularizar en el mundo hispanohablante a partir de los años sesenta del siglo XX, según explican en escritores.org. En el ámbito anglosajón, el crítico literario D.G. Myers rastreó el origen de este tipo de enseñanza hasta finales del siglo XIX.
Pero poco importa cuándo haya empezado todo: lo que está claro es que, en la actualidad, los talleres, cursos y hasta másteres de escritura creativa y todas sus variaciones son algo muy extendido. Una búsqueda rápida en Google ofrece muchísimos resultados y opciones: ¿no hay ninguno cerca de donde vives? Existe la posibilidad de hacerlos también online. Los rangos de precio, duración y temática principal son muy variados. Si tienes internet y quieres hacer un curso de escritura creativa, el argumento de que no encuentras ninguno a tu medida no es válido.
Quizá la excusa sea otra: ¿realmente son útiles este tipo de talleres?
En 2014, el novelista británico Hanif Kureishi protagonizó una polémica al afirmar que los cursos de escritura creativa no servían para nada. La controversia fue marginal, de esas que solo escandalizan al círculo que atacan, pero en ese círculo fue bastante sonada porque el propio Kureishi era en ese momento profesor de escritura creativa en la Universidad de Kingston. Sin embargo, pese a voces críticas como esa, las aulas, bibliotecas y pantallas de ordenador siguen llenándose de personas dispuestas a aprender a construir mejor sus textos.
“Fue una experiencia absolutamente positiva”, recuerda Alberto Ramos, de 40 años. Él hizo solo un curso, un taller de literatura al que se apuntó porque, “obviamente”, le gustaba mucho escribir y porque el profesor era uno de sus escritores favoritos, el gallego Suso de Toro. El gancho definitivo “para superar cualquier amago de pereza y procrastinación”, explica por correo electrónico. No iba con ideas preconcebidas, pero cree que posiblemente aspirara a conseguir encontrar “algún truco” que lo ayudara a estructurar mejor sus textos. Y, de paso, “alcanzar momentos de inspiración con mayor facilidad”.
Esto último, lo de inspirarse, lo encontró gracias al grupo con el que hizo el taller, y fue lo que más le sorprendió. “Se generó un ambiente agradable y muy propicio para que cada uno fuese encontrando su hueco y su creatividad con más facilidad”, dice.
Ese ambiente es una de las claves que destaca Karina del Valle, de 27 años. Ella es una veterana en talleres de escritura creativa, que empezó a hacer de adolescente en Valencia (Venezuela). En esos primeros talleres, no acababa de encontrar su sitio. “No me sentía muy identificada, no había un seguimiento de una planificación, porque el interés de los participantes influye muchísimo en lo que el guía va a exponer”, cuenta por videollamada. Sin embargo, incluso de esos talleres sacó algo. “Eran más para explorar un interés creativo y compartir con las demás personas, así que tenían una carga terapéutica bastante importante”, reflexiona. Más adelante, ya en Caracas, hizo talleres más serios: uno de iniciación a la poesía en el espacio La Poeteca, que desde el primer día fue “muy estimulante”, y una formación reglada, el diplomado en escritura creativa en la Universidad Metropolitana de Caracas, que fue “maravilloso”.
Para María Paredes, madrileña de 37 años con tres talleres a sus espaldas, lo más sorprendente fue que, además de aprender a escribir, aprendió a leer. “A leer en el sentido de ser mejor lectora y poder hacer unas lecturas más profundas. Eso a lo mejor no lo esperaba tanto y lo encontré”, explica por teléfono.
Pero ¿qué se hace?
Los talleres de escritura creativa son un pequeño misterio para todo el que haya escrito algo sin pasar por una clase de ese tipo. ¿Qué ocurre cuando se traspasan las puertas del aula? ¿Nos encontramos a un grupo de gente escribiendo? ¿A una profesora explicando la fórmula de la creatividad? ¿Se entregan sobres sellados con el secreto del talento literario dentro?
“Básicamente, se escribe y se lee, y se comparten ambas cosas”. Así resume Santiago Llach lo que se hace en los talleres de su Escuela de Escritores, situada en Buenos Aires pero con numerosos cursos también online.
De forma algo más concreta, Alberto Ramos cuenta en qué consistían las sesiones con Suso de Toro: “Nos traía algún texto que le pareciese significativo por algo, principalmente porque encontraba en él alguna técnica narrativa que le gustaba. Aunque había cierta querencia por la poesía tanto por parte de Suso como en muchas de las alumnas, casi siempre nos centrábamos más en prosa. A partir de ahí, durante el taller trabajábamos en alguna idea personal, que se pudiese a menudo resumir en dos o tres líneas, y a partir de la cual podíamos ir construyendo algo durante la semana”.
Tras ese trabajo en textos personales normalmente en casa, llega uno de los momentos más temidos por muchos: el de saber qué le pareció al profesor o al resto de la clase tu escrito. Ramos cuenta que en el taller que hizo él “se elegía a un grupo de personas al azar al principio de la clase y nos leían aquello en lo que habían trabajado a lo largo de la semana. La audiencia en general era aduladora, claro, pero el profesor era, como corresponde, más crítico”. Escuchar lo que no gusta de algo que has escrito no siempre se lleva bien. “A mí no me gusta de inicio que me critiquen”, admite Ramos. “Creo que esto de ‘agradezco las críticas constructivas’ es una mentira absoluta. No hay nada agradable en una crítica al principio. Te sientes desnudo, examinado y suspendido en algo que, según tu criterio, está bien, es especial. Y esto es especialmente doloroso si quien te lo dice es un tipo al que tú admiras”, asegura. Aun así, poco después, “dejas ese camino del victimismo y de ponerte a la defensiva” y “vas dejando hueco a que, efectivamente, una relectura no sobra, y que probablemente tu texto sea mejorable”.
A Karina del Valle le gustaba mucho esa parte en la que los compañeros comentaban los escritos de los otros, aunque concede que “puede ser un arma de doble filo”. Sin embargo, si la profesora ha creado un espacio en el que se estimula a todos a sacar lo mejor, “se vuelve un laboratorio en el que agradeces tener esas miradas en las que dices ‘sí, agarro todas las intervenciones como un regalo porque es lo que le está haciendo falta a mi texto’”, explica. “Que las otras personas comenten te ayuda a saber qué estás comunicando. A veces no te das cuenta de que estás comunicando ciertos sentimientos, y que te lo puedan decir en pro de mejorar vale muchísimo la pena. Cuando le pierdes el miedo, se vuelve algo muy fructífero”, sentencia.
Cuestión de genio o cuestión de oficio
En su ensayo Zen en el arte de escribir, Ray Bradbury defendía que la cantidad redunda en calidad: si escribes un relato a la semana, al final del año tienes 52 cuentos. Si haces esto durante mucho tiempo, por pura estadística, pero también porque con la práctica se aprende, al final habrá alguno bueno. “La cantidad da experiencia. Sólo de la experiencia puede surgir la calidad”, aseguraba el autor estadounidense.
Para Santiago Llach, esa idea se resume en “sentar el culo en la silla y desnudarse arriba de la mesa”.
¿No hay entonces personas con más talento que otras para la escritura? Llach explica que “los talleres ayudan a los talentos a organizarse” y propone dos ejemplos que rompen un poco con el estereotipo de cuánto se puede hacer con solo talento innato. “Magalí Etchebarne, autora de un maravilloso libro de cuentos que se llama Los mejores días: ella brilló desde el primer taller al que vino cuando tenía 19 años, y todos esperábamos que diera frutos. Un talento bestial. Pero escribe poquito”, señala. En el otro lado pone a Julia Moret. “Ella es contadora y yo no hubiera dicho desde el principio que se iba a convertir en una escritora excepcional. Trabajó mucho y le sacó horas a su trabajo corporativo y a su maternidad, escribió su libro al costado de las autopistas yendo y viniendo del trabajo y de buscar a sus hijos en el colegio. Quizás el talento no era visible en el primer momento, pero retrospectivamente lo tiene”.
En cuanto a los alumnos, todos los entrevistados aseguran que salieron del taller o talleres con más herramientas para escribir mejor. “Se adquiere una mayor fluidez al escribir y se da uno cuenta de tantos errores que cometía”, dice Viviana Yepes, colombiana de 36 años que hizo varios talleres porque el mundo de la escritura y la literatura siempre le ha parecido “mágico y maravilloso”.
“Los talleres te ayudan a ver cuáles son tus fortalezas y debilidades”, explica Karina del Valle, que recomienda informarse bien sobre el o los docentes antes de empezar, y también pensar qué es lo que busca uno mismo antes de apuntarse. María Paredes, que está a punto de publicar un libro de poesía con una de las compañeras que conoció en un taller, cree que ella ya tenía antes “un talento y una pulsión”, pero que le faltaba formación. “No tenía las vías para aposentar ese impulso”, reconoce. Para Alberto Ramos, una de las sorpresas fue “el hecho de que trabajando desde una idea que no me era propia, que no había creado yo, me resultaba cada vez más fácil adueñarme de cualquier tipo de relato e ir haciéndolo mío”, cuenta. “Me descubrí mucho más creativo de lo que yo daba por hecho que podía ser”.
¿Repetirían? Lo han hecho. El único que se quedó en solo un taller fue Alberto Ramos, que tiene algún proyecto de novela aparcado porque fue “cayendo en el proceso de trabajo rutinario por esa mala costumbre que tenemos de poder alimentar a nuestros menores dependientes”. En cuanto a lo de apuntarse a otro taller del mismo tipo, no sabe si lo haría. “En buena medida porque el recuerdo aquel fue muy grato y ya sabes lo de las segundas partes. Aunque probablemente acabase siendo de ayuda, cuando menos, para retomar el hábito y que las musas fuesen llamando a la puerta con más frecuencia”, concluye.