La primera vez que me encontré con Aurora Venturini, ella aún caminaba y yo tenía una revista en papel. Fue en el año 2008, en la década donde estallaron los blogs en Argentina como salas de ensayo para jóvenes y no tan jóvenes escritores. Con Fernando Krapp, a tono con la época, no tuvimos mejor idea que lanzar una revista en papel. Ese año nos habían echado en simultáneo de una librería en la que trabajamos juntos. Gastamos las dos indemnizaciones laborales en imprentas y bares, emborrachando al diseñador para que nos ayude sin costo. La revista se llamó Diez Pinos, un guiño a Manal y a nuestros orígenes suburbanos. La línea editorial, por llamarla de algún modo, era “literaturizar la vida”. Con esa bajada pretenciosa convocamos a autores exitosos, nóveles y a otros que admirábamos pero contaban con tantos lectores como familiares y enemigos. Para el tercer número pensamos en Aurora Venturini. Solo habíamos leído de ella su novela Las primas. Desde entonces, queríamos saberlo todo sobre su vida y su obra.
No recuerdo cómo conseguimos su dirección. Supongo que por medio de la escritora María Laura Fernández Berro, que en esos años era su asistente o algo parecido. Aurora vivía en un barrio de casas bajas, en la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires. Con Fernando caminamos los últimos metros hasta su casa, en la Calle 37, disminuyendo la velocidad de nuestros pasos. Era invierno, el aire estaba húmedo y helado, un souvenir que nos acercaba el Río de La Plata para que no olvidemos su cercanía. Frente a la puerta blanca, de chapa, tardamos en desenfundar las manos de los bolsillos de las camperas. No por el frío, sino por la sensación de que tocar el timbre era como apoyar el dedo en una copa de cristal para invocar espíritus.
Aurora estaba sola en su casa, un lujo que en los años siguientes no podría darse. Abrió la puerta que daba a la calle y, como si no hubiéramos acordado un encuentro, preguntó:
—¿Qué quieren?
Luego, sin dirigirnos una palabra, la seguimos a velocidad tortuga por los cuatro o cinco metros de pasillo angosto hasta su casa: una cueva color pastel, recargada de adornos, cuadros con marcos dorados y diplomas de certámenes literarios municipales. Aurora se sentó en un sillón individual inmenso. Chiquita, flaca, movía los pies en el aire como si fuese una nena vieja. Nos miró de arriba a abajo, con ojos de pajarraco en extinción. Sin ofrecernos café, mate o un vaso de agua, dijo:
—Escucho.
Fernando, con una mirada fugaz, me dejó la palabra. Le conté de la revista, de la elección del nombre, de los autores que habían colaborado en números anteriores. También le conté que había una sección donde un escritor narraba su primer día de trabajo, que sabíamos que había trabajado en la Fundación Eva Perón con Evita, que nos gustaría que escriba sobre esa historia. Aurora sin dejar de mirarme a los ojos, como si fuera el único hombre en la sala, no dijo ni sí ni no. Me pidió una dirección postal y dijo que en unos días enviaría el texto. Pasaron dos, tres, cuatro semanas y no tuvimos ninguna novedad. Dimos por descartado que no contaríamos con su texto. En esos días yo no tenía una dirección fija, así que dimos la de Fernando. Cuando ya nos habíamos olvidado del texto, el cartero, como en una película de amor en blanco y negro, golpeó la puerta. Fernando firmó una planilla y a cambio le dejó en las manos un sobre con el remitente “Aurora Venturini”.
Fernando abrió el sobre de inmediato, con cuidado para no dañar el contenido. Adentro guardaba tres hojas escritas a ambos lados, con una letra redonda y dibujada, de maestra de escuela. Para su sorpresa, el texto no contaba la historia de la Fundación Evita ni nada referido a una experiencia laboral de Aurora o de un personaje ficticio. El texto no tenía puntos ni comas ni otro signo de puntuación. Incluso era difícil descifrar de qué iba, si es que iba a algún lado.
El texto de Aurora no salió en la revista. No por habernos transformado en editores exquisitos o caprichosos, sino porque el tercer número de la publicación nunca llegó a la imprenta. Como escribió Fabián Casas, “las parejas y las revistas literarias duran casi siempre dos meses”. El sobre está guardado en un cajón. Y su historia abre la película Beatriz Portinari, un documental sobre Aurora Venturini (2013), dirigida en coautoría por Agustina Massa y Fernando Krapp.
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En 2007, el diario Página/12 lanzó el Premio Nueva Novela con la intención de descubrir voces inéditas de la literatura argentina. Además de un importante estímulo económico (30.000 pesos argentinos que, en esa época, se convertían en 6.000 dólares), el ganador o la ganadora iban a tener la bendición de un jurado de lujo, compuesto por Rodrigo Fresán, Alan Pauls, Juan Forn, Guillermo Saccomanno, Sandra Russo, Juan Sasturain y Juan Ignacio Boido. Por unanimidad, el primer premio se lo dieron al manuscrito de Las primas, firmado con el seudónimo Beatriz Portinari. Cuando el jurado abrió el sobre de plica, para conocer a la enigmática autora, tuvo la misma sensación que tuvimos con Fernando al abrir la carta de Venturini: no encontraron lo que esperaban. La joven narradora, la nueva voz, la autora inédita que iban a lanzar desde el diario al cosmos literario, tenía 85 años.
A los integrantes del jurado, ya les había llamado la atención que el manuscrito estuviese escrito a máquina, con tachaduras y correcciones manuales. Pero, sobre todo, los había cautivado la narración sobre una familia de anormales en los años cuarenta y, en particular, la brutalidad de la voz de Yuna, hermana literaria del Benjy de Faulkner de El ruido y la furia y de Pecola, la protagonista de Ojos azules de Toni Morrison.
Mariana Enríquez trabajó como prejurado en la elección de manuscritos del Premio Nueva Novela. En el prólogo a la última reedición de Las primas, cuenta: “El encuentro con la narradora de Las primas fue impactante. La sintaxis radical que evitaba la puntuación porque la ‘cansaba’, la brutalidad en la exposición de las miserias de los personajes, la inusitada falta de piedad para describir a una familia”. Y, en otro apartado, agrega “Aurora Venturini estaba fascinada por el humor negro, la crueldad, la monstruosidad: ella se consideraba anómala y creía en una literatura deforme, lúdica también, porque Las primas es una novela de reirse en voz alta ante las provocaciones y las decisiones insólitas. Cuerpos al límite, escritura como borbotones de sangre.”
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Aurora Venturini no era una autora inédita, como buscaba descubrir el Premio Nueva Novela. Ella se jactaba de escribir desde los 4 años y sumaba —entre poemarios, novelas, cuentos y traducciones— más de 40 libros editados. Todos por editoriales chicas o en ediciones caseras donde la propia autora costeaba la tirada. En la primera visita, Aurora nos dio un libro de poemas titulado Al pez y una edición artesanal de una traducción suya de Lautréamont. Los había separado en dos packs sobre la mesa baja del living. Apenas entramos nos los dio y, de pie, se aseguró que los guardemos en las mochilas.
Luego de dos horas de charla, nos acompañó hasta la puerta de la Calle 37. Cuando pisamos la vereda, desde la oscuridad del pasillo, con voz cavernosa nos dijo:
—Se llevan los libros, ¿no? Tengan cuidado que muerden.
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Son muy pocas las entrevistas donde Aurora no contaba que fue amiga y colaboradora de Evita (“se le hinchaban los pies de tanto trabajar”); que frecuentó a Borges cuando vivió en Buenos Aires; que era amiga de Violette Leduc y del tándem Beauvoir-Sartre, en su exilio francés —que empieza en 1955 por ser peronista durante la Revolución Libertadora y se extendió hasta 1975—; que fue unas de las pocas mujeres en estudiar filosofía en la Universidad Nacional de La Plata en la primera mitad del siglo XX; que fue cortejada por un jovencísimo Ernesto Sábato (le dedicó el libro Uno y el universo); que tradujo obras de Villón y Rimbaud; que como maestra se “hacía respetar” y que fue unas de las primeras en aplicar los test Rorschach en Argentina.
En cambio, poco y nada le gustaba hablar de sus dos maridos; el primero un juez conservador de nombre Eduardo; el segundo, Fermín Chávez, un historiador reconocido tanto por su obra académica como por sus libros de divulgación. De ambos quedó viuda.
En las entrevistas, tampoco hablaba de su familia o sus orígenes. Eso, en todo caso, lo dejó para sus libros. “Yo no soy muy familiera, nunca fui, pero siempre acabo escribiendo sobre mi familia, o sobre familias”, decía. “Mis seres son todos monstruosos. Mi familia era muy monstruosa. Es lo que conozco. Y yo no soy muy común. Soy una entidad rara que solo quiere escribir.”
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Aurora Venturini murió en el 2015, a los 92 años. Desde que ganó el Premio Nueva Novela había alcanzado los lectores y la repercusión que siempre había añorado y consideraba se merecía. Sin embargo, con un gesto de altivez, se burlaba de su tardío descubrimiento. En una entrevista que le realiza Leila Guerriero, dice: “Yo ya había publicado antes cuarenta libros, pero esto fue una explosión. Ahora acá dicen que soy buena porque lo dicen en Europa. Son repugnantes, mirá. Vivimos en un charco inmundo”.
Sus libros estallaron en Argentina y en Europa, donde fueron traducidos al italiano, al francés y se rumorea que pronto al inglés. En España, Aurora Venturini, en vida, publicó el libro de cuentos Nosotros, los Caserta y la novela Las primas que obtuvo en el 2009 el premio Otras Voces, Otros Ámbitos que otorga El Corte Inglés. Entre otros elogios de la crítica, recibió piropos de Enrique Vila-Matas, que dijo que quizás detrás de la firma de Venturini “pudiera ocultarse el prolífico César Aira disfrazado de loca faulkneriana”.
En estos días, parte significativa de su obra vuelve a las librerías españolas por Tusquets. La reedición de varios de sus títulos, cuenta con una serie de tapas maravillosas de Sebastián Freire. En las imágenes se puede ver a niñas y jóvenes desesperadas, escapando de casas laberínticas, y a viejas sonrientes, con muecas pícaras liberadas de sus cuartos propios.
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Los últimos años Venturini los pasó en silla de ruedas, bajo el cuidado de una enfermera o empleada doméstica que trató con indiferencia. En su novela autobiográfica Los rieles, narra el accidente doméstico que le quebró varios huesos y derivó en una internación de varios meses donde, prácticamente, tuvo que aprender a caminar de nuevo. Publicada en el 2011, es una novela sobre la vejez maldita y la decadencia, una puerta entreabierta que parece enunciar una despedida que también fue un principio: el del mito Venturini.
En una entrevista que dio al diario Página/12, como si estuviera dictando su largo epitafio, narró:
“Se va lo que se pudre, por eso ya hice el trámite: me anoté en el crematorio, con cajón y todo. No quiero que me muerdan los gusanos, que ya en vida me han mordido bastante. El señor que me atendió me preguntó: ‘¿Trae el cuerpo para cremar?’ ‘Sí, el mío, pero vas a tener que esperar’. Llené la planilla, entonces escribí mi necrológica, lo único que no puse es la fecha porque no sé cuándo me voy a morir. Pero escribí: ‘Sus restos fueron cremados y sus cenizas, esparcidas en el bosque de La Plata, ciudad a la que amó tanto’. Tal cual. El muchacho me miraba. ‘Nunca me pasó algo igual’, me dijo. ‘Ah, yo soy muy original’, le dije. Después me compré el cajón, pero le dije que quería algo baratito, total va al horno. Yo soy diferente.”
Aurora Venturini, la joven revelación octogenaria, la escritora de otro siglo que agitó banderas que hoy dominan las calles. La mujer de las mil versiones, de las mil vidas. Y también, como la conocimos una tarde invernal, la viejita de la Calle 37 que escribía sin pelos ni puntos en la lengua.