Una mariposa nace, vive y muere en apenas unos días. Aunque efímero, contemplamos su vuelo con asombro. Y el aleteo de sus alas, como dice el proverbio chino, “se puede sentir al otro lado del mundo”.
La tesis del libro Breve elogio de la brevedad (Gedisa, 2024) es sencilla: lo breve entraña lo profundo. Para probarla, Antoni Gutiérrez-Rubí recorre la historia y la cultura en busca de las distintas formas que ha adoptado la brevedad. Se trata de una reflexión breve y, por ello, honda. A continuación ofrecemos la introducción y el primer capítulo.
El pensamiento breve ha sido devaluado y despreciado durante mucho tiempo. Una mezcla de soberbia intelectual y arrogancia académica ha ninguneado lo breve. Detrás de ella se ha escondido, disfrazada, una concepción jerárquica y patrimonial del saber y del poder. Pero la fragmentación social, la democratización del saber (incluyendo, también, la superficialidad y volatilidad del pensamiento en la sociedad líquida e hiperconectada) y la fascinación y necesidad de lo básico y nuclear en un mundo complejo han recuperado, reivindicado —y redescubierto— una amplia gama de breves recursos filosóficos, de pequeños pensamientos que, como perlas, tienen una extraordinaria pureza. Hay una mirada nueva hacia lo fundamental, hacia lo profundo. Hacia lo esencial.
La fuerza de los aforismos históricos —principios morales, éticos o filosóficos de los antiguos pensadores y otros protagonistas de la literatura, las artes y las ciencias humanas— ha demostrado su radicalidad y su capacidad para resistir y aflorar, con vigorosa actualidad, en la sociedad masificada y cacofónica de nuestros días. Volvemos a los clásicos, sí. Amamos su brevedad, pero no por pereza intelectual o incapacidad. Amamos lo breve por su naturaleza de principio, de pilar, de fundamento. Porque necesitamos construir lo complejo desde lo básico. Porque necesitamos certezas, que son más valores que teorías. Buscamos el pensamiento breve, pero profundo, por su capacidad para iluminar —para abrirnos los ojos y la mente— en medio de las sombras, las incertidumbres o las dudas.
Este libro es un elogio a la brevedad, un texto que es, como decía Roland Barthes, «un tejido zurcido con las citas provenientes de otros textos, con las innumerables influencias procedentes de otras tantas fuentes de la cultura». Gracias a todas las personas que con sus pistas y sugerencias me han ayudado.
Prometo ser tan breve como sea posible.
Por qué un elogio
Elogiar no es exactamente lo mismo que alabar, ensalzar, engrandecer, aunque se presenten como sinónimos. El elogio pondera las cualidades y los méritos. No es una exaltación, sino más bien un reconocimiento. En este libro, será también una reivindicación. Y, de alguna manera, una sanación: escribir lo justo, desprenderse de lo accesorio, buscar la concentración y la síntesis. En definitiva: ser con la forma más auténtica, la de la sobriedad y la contención.
Elogio procede del latín elogium, pero, como tantas otras palabras, tiene raíces helénicas y la encontramos referida numerosas veces a lo largo de la historia. El Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria (2013), de Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, recoge una definición del término que proviene de la Grecia clásica: «Expresión encomiástica en prosa o verso, muy cercana al panegírico».
Elogios, panegíricos, encomios, odas, alabanzas… forman parte entonces de una época en la que se exaltaban las virtudes y los hechos de un personaje o de un lugar, de un momento en que se celebraban efemérides concretas, como las victorias o, también, las derrotas. Isócrates y Píndaro fueron dos de las figuras clave que contribuyeron a hacer aflorar el virtuosismo de los rétores (aquellos que escribían o enseñaban retórica, oradores que se dirigían a jurados y asambleas en la antigua Grecia). Isócrates fundó una importante escuela de oratoria, y a él se atribuye la creación del concepto panhelenismo y del género panegírico. Por su parte, Píndaro es otro de los nombres relevantes de la época. Fue uno de los poetas líricos más célebres de su tiempo y maestro del epinicio, odas corales —Olímpicas, Píticas, Nemeas e Ístmicas— dirigidas a atletas vencedores que celebran las victorias logradas en los juegos. De su obra, se conservan cuarenta y cinco epinicios, y notamos su influencia en poetas como Horacio, Goethe y Hölderlin. Versos breves para ser repetidos y recordados. Para ensalzar y glorificar.
La figura literaria del elogio la encontramos con sentidos y finalidades distintas también en la literatura medieval, en la etapa de transición entre la Edad Media y los inicios del Renacimiento, así como en el posterior giro hacia el Barroco, con grandes obras que aún resuenan en nuestros días, como Elogio de la locura o Encomio de la estulticia (1509), de Erasmo de Rotterdam. Hoy, en tiempos de vanidades narcisistas, la palabra elogio es atractiva por contraste. Quizás por ello está presente en una amplia variedad de títulos, épocas y autores. Una breve muestra: Elogio de la insurrección, del Marqués de Sade; Elogio de la lentitud, de Carl Honoré; Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell; Elogio de la literatura, de Riccardo Mazzeo y Zygmunt Bauman; Elogio de la sencillez. El arquetipo universal del monje, de Raimon Panikkar; Elogio de la infelicidad, de Emilio Lledó; Elogio de la transmisión. Maestro y alumno, de Cécile Ladjali y George Steiner; Elogio del caminar, de David Le Breton; Elogio de la madurez, de Francesc Torralba; o Elogio de la duda, de Victoria Camps.
¿Y sobre la brevedad? Una excepción —quizás haya más— en forma de obra poética: Elogio a la brevedad. Poesía nakú (2020), compilación a cargo de Rúkleman Soto y Krístel Guirado.
No encontré, sin embargo, ningún breve elogio de la brevedad y el reto se convirtió en un estímulo mayor para escribir sobre ello.