La Colombia antimágica de Sergio Álvarez Guarín

Lejos de la fantasía y el lirismo, el autor de ‘La lectora’ y ‘35 muertos’ escarba en la realidad más cruda de su país.

El escritor colombiano Sergio Álvarez Guarín. NATALIA CASTEÑEDA ARBELÁEZ
El escritor colombiano Sergio Álvarez Guarín. NATALIA CASTEÑEDA ARBELÁEZ

Estuve por la Feria del Libro de Madrid, vi y escuché a los escritores colombianos invitados, también vi la lista de otros autores, ausentes, que, según dicen, han sido vetados por la política en el poder. Y ni en la lista de los invitados ni en la de los excluidos vi el nombre de Sergio Álvarez Guarín. Lo cual me extrañó mucho.

Lo conocí a principios de los años 2000, en Barcelona, en donde él acababa de publicar su primera y exitosa novela y buscaba poner durante algún tiempo distancia con la intensidad de su país natal —estaban boqueando los años del narcoterrorismo— y encontrar la serenidad necesaria para escribir el siguiente libro.

Un hombre bajito, delgado, de piel cobriza, con melena rizada y barbita, que hablaba con un deje somnoliento pero en realidad estaba muy despierto siempre. Comimos juntos algunas veces y salimos de paseo y así fui enterándome de su vida, que es curiosa, colorista. Nació en 1965 en Bogotá. En su primera juventud había vivido durante cinco años en la Orinoquia, los “Llanos Orientales”, en una especie de precaria comuna idealista, que si no recuerdo mal seguía alguna concepción de la vida basada en la sabiduría oriental, y que, ante las dificultades y dureza del lugar, se fue desintegrando poco a poco. De manera que Sergio Álvarez, cuyo carácter es más bien sociable y locuaz, aprendió la aceptación de la autosuficiencia y la soledad, una soledad que allí, inmerso en una naturaleza no siempre complaciente, y a kilómetros de distancia de cualquier habitación humana, era muy intensa.

Nunca me lo explicó con detalle, pero deduje que allí asistió a esas atrocidades de las que a veces no llegan algunos ecos, que fuerzas poderosas y desalmadas cometen para desplazar a los campesinos y apoderarse de sus tierras y sus minas. El proyecto virgiliano se vino abajo y él volvió a Bogotá.

“Después de vivir en los Llanos”, recuerdo que me explicó una vez, “intenté instalarme en la ciudad, pero resultó que era igual de violenta que el campo; puse negocios y fracasé; trabajé en publicidad y en la televisión y tampoco pude con un ambiente que aunque lo disimula, está permeado de la violencia que recubre el país. En ese momento decidí dejar la vida de rebuscador, que es como se llama a quien intenta sobrevivir en Colombia, y decidí hacerme escritor. Al no tener formación universitaria ni títulos académicos ni contactos, en Colombia se me miraba raro, y decidí venir a Barcelona.”

En aquellos años, a principios de siglo, la ciudad todavía tenía mucho tirón para los escritores suramericanos. Se reunían de vez en cuando, celebraban en sus pisos fiestas en las que se bailaba —cosa insólita aquí—, quedaban para cenar, hablaban con tremenda seriedad sobre literatura —también cosa insólita—, se reían de las peculiaridades de comportamiento y temperamento del elemento indígena…

En Barcelona, Sergio cambiaba de piso con alguna frecuencia, pero en todos tenía el retrato de un santón zen con turbante y barba blanca, que me llamaba mucho la curiosidad pero por el que me parecía inapropiado preguntarle. Entonces capitaneaba un equipo de escritores “negros” que redactaban libros de autoayuda, de ficción barata o de lo que se terciase para nutrir los catálogos de los grandes grupos editoriales. También fue aquí donde escribió La lectora (RBA, 2001) y donde publicó sus primeros artículos en la prensa. Otra novela suya, titulada Mapaná (Planeta, 2000) y dirigida al público infantil, está como lectura en los planes de estudio para colegios colombianos.

Leí La lectora. Quedé impresionado por el estilo liso, por la precisión y sencillez de escritura, la intriga sostenida, el ritmo veloz, y ese fondo vitalista, humanista y algo fatalista que subyace al relato y le da al texto (pese a la rudeza de algunas derivadas de la trama, que no oculta ni disfraza el mal del ser humano y la indiferencia del universo), una dulzura risueña esencial, una invitación a la simpatía del corazón, a la fraternidad.

El argumento es el siguiente: en una mañana agradable y soleada, una joven estudiante universitaria está sentada al pie de un árbol en el jardín de su facultad, leyendo un libro; se detiene frente a ella una furgoneta, se apean unos narcos que la raptan y la llevan a un lugar oculto y remoto, un hangar o fábrica abandonada, y la obligan a leer para ellos —porque los desalmados delincuentes son, además, analfabetos— un libro en el que están convencidos de que se oculta, cifrada en sus párrafos, la clave de acceso a un tesoro, fruto de algún negocio de droga que se torció.

Durante el cautiverio, la joven estudiante tiene que resignarse a su nueva condición e intentar liberarse, y gracias a su inteligencia práctica, su paciencia y su ingenio, dentro de ese marco de privación de libertad va cambiando las relaciones de poder con los secuestradores. La estudiante y los narcos son las dos Colombias, países paralelos, que a veces por un conflicto puntual se ven frente a frente y obligadas a verse y pactar…

Alguna vez le comenté a Álvarez que me admiraba la fluidez de su prosa: el libro parecía leerse solo. Él era consciente de su valía. Me dijo que se considera un “escritor natural”, o sea que mantiene con la lengua una relación de naturalidad, no traumática ni vacilante ni dubitativa como la que sostienen la mayoría de los escritores. Lo constaté, por ejemplo, cuando publicó una crónica en El País sobre una sala de baile suramericana, en la que describía a las jóvenes bailongas con dos o tres adjetivos de precisión acariciante, entre los cuales estaba “suculentas”: el término, de gran plasticidad, juguetón y despreocupado, jamás se me hubiera ocurrido a mí para aplicarlo a una mujer…

Álvarez iba y venía de Colombia, yo cambié de ciudad y de teléfono y le perdí de vista. Cada vez que en la Cuesta de Moyano o en el Rastro de Madrid caía en mis manos algún libro de García Márquez, recordaba que él detestaba el “realismo mágico” y la trampa kitsch que a su juicio representaba esa corriente estética que se le proponía como una tradición a los escritores colombianos de su generación para el ocultamiento de la realidad-real de Colombia:

—Cuando se hunde un puente sobre un precipicio, un puente que es vital para comunicar dos pueblos, siempre hay algún tonto que maquilla la catástrofe y oculta la urgencia de la reparación diciendo que a partir de ahora los campesinos salvarán el abismo caminando por el aire o a hombros de un ángel, o alguna pendejada así…

Contra ese escapismo, dedicó varios años de intensa escritura a la siguiente novela, 35 muertos, retrato antiangélico, a través de una infinidad de personajes, de historias y de música y canciones, de la Colombia atormentada de finales del siglo XX: historia de la violencia omnipresente y del crimen diario, con elementos de thriller, de autoficción, de costumbrismo, de novela policial.

La leí nada más salió, en Alfaguara, en 2011. Me pareció un logro contundente y terrorífico, sin concesiones a la cursilería contemporánea, ya desde la primera escena, que cuenta el asedio policial a la casa donde se ha refugiado “Botones”, un sicario que ha matado a “unos trescientos inocentes” y que aún se llevará por delante a otros catorce antes de caer cosido a balazos. La crítica la celebró, aunque un poco estupefacta, impactada. De su suerte comercial no sé nada, salvo que la traducción alemana tuvo mucha resonancia.

Intrigado por la ausencia de Sergio en las listas de la Feria del Libro, y queriendo saber si se murió, o qué, llamé a su agente. Supe que está vivo y terminando otra novela, obtuve su teléfono, estuve unos días pensando en llamarle (pero hace muchos años que nada sé de él) y ayer, mientras viajaba de Madrid a Barcelona en el AVE, me decidí:

—¿Dónde estás, Sergio? ¿En Bogotá?

—No, aquí, en Barcelona. Desde hace siete años.

—Anda, los mismos que yo llevo fuera.

—Ya sabes que Barcelona me gusta, fue aquí donde empecé a hacerme escritor…

—Pero ya hace tiempo que publicaste tu última novela, ¿no?

—Sí, bueno, en realidad escribo bastante, y pronto verás algo mío nuevo, nuevecito, que tengo en el cajón. Verás, sucede que después de publicar 35 muertos vi que el sistema literario tenía prisas y se movía bajo intereses y posturas literarias y políticas que a mí me dejaban indiferente, y decidí dedicarle más tiempo a mis hijos y repensar un poco mi ejercicio de escritor, por eso llevo años tranquilo y sin afanes por publicar.

—Óyeme… ¿viste la que se armó con la Feria de Madrid?

—Mira, el afán del Gobierno de evitar algunos escritores y traer danzas, música y demás shows a la Feria es el afán de tapar con referencias al realismo mágico los crímenes que el Estado ha cometido estos últimos años. Porque…

—Se corta la comunicación, Sergio. Estamos entrando en un túnel.

Resulta que vive en el Ensanche de Barcelona, y en la calle contigua a la mía, a cien metros de distancia. Ya me lo voy a encontrar. Ya me lo he encontrado.

Escritor y periodista. Colaborador de medios como El País, Tiempo y Letras Libres. Autor de las novelas No se lo digas a nadie (1987), La libertad (1995), Turistas del ideal (2005) y Pronto seremos felices (2014), entre otras.

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