¿Qué sentido tiene poner en circulación de nuevo el relato de un viaje de hace más de dos décadas? ¿Y una manera de viajar en la que ya no se viaja? ¿Por qué escoger las notas sobre México y no las que guardan los miles de cuadernos que el crítico literario, traductor y escritor Eduardo Lago (Madrid, 1954) tiene sobre otros países? Y ¿por qué surgen tantas preguntas si de lo que se trataba es de reseñar uno de los títulos recientes de la reciente editorial Firmamento?
Esta es la historia de cómo lo que iba a ser sobre todo una recensión acaba convertida, por obra y gracia del azar, en, sobre todo, una entrevista: se empieza hablando de Cuaderno de México y sus orígenes y se acaba por el vértigo de la edición y el arte de la entrevista.
Este periodismo de rabiosactualidad se remonta, en primer lugar, al siglo pasado. Es 1995 y Eduardo Lago —profesor en el Sarah Lawrence College, que 10 años antes había llegado a Nueva York para decidir que ese era el lugar donde quería continuar su vida— emprende un viaje junto con su compañera, GB, desde Manhattan hasta el corazón de Chiapas, con parada en Yucatán. No pasa nada salvo lo que pasa en los viajes: improvisaciones, cambios de rumbo, aciertos y desaciertos gastronómicos, encuentros y elucubraciones sobre efímeros compañeros de trayectos…
“Como explico en el prólogo, el Cuaderno de México no se diferencia en nada de los cientos de cuadernos que acumulo en mi despacho y en mi casa de Nueva York. Escribo constantemente, es un continuum de décadas que no cesa y que no busca ser publicado”, detalla Lago en entrevista a COOLT. “Este me pidió la persona que hizo el viaje conmigo que le diera forma para ella, luego se publicó por azar y dos décadas después Firmamento lo rescató. Se podría hacer lo mismo con cualquier otro cuaderno y tendría el Cuaderno de Jerusalén, de Damasco, de Tokyo o de Goa”.
La escritura, lo que ocurre cuando se viaja
Pero es el cuaderno de México el que tenemos, y son sus estampas las que llegan a modo de postales literarias. Así, junto al registro de las situaciones habituales en los viajes, como las maldiciones a los mosquitos, los enfados súbitos por tontunas, la música o las películas a las que hay que plegarse porque el conductor o el responsable de un transporte así lo quiere, al igual que al helor de los aires acondicionados, se encuentran fragmentos extraordinariamente literarios que podrían integrar las líneas de cualquier novela, o de cualquier género, o de cualquier manifestación artística, fotografía, cine, etcétera incluidos:
Saltando por las gradas sacrificiales unos turistas españoles profanan con gritos soeces esta residencia abandonada por la divinidad. Huyendo de ellos, pasamos por detrás de un palacio de ojivas quebradas, y agazapados en la ladera de una montaña de piedra recubierta de tierra y rastrojos, a la sombra de unos árboles ralos, sorprendemos a un grupo de campesinos sentados en cuclillas, almorzando en silencio, con los machetes de desmonte descansando en el suelo. Rostros de ojos oblicuos, bocas de labios anchos que dejan entrever dentaduras de piezas cuadradas, enfundadas en plata. Miran fijamente y no sonríen. Están trabajando fuera del perímetro del recinto, no está previsto que los veamos. Pero son ellos, más que las mismas piedras, la imagen verdadera y dolorosa del país, la realidad de México.
Es esa mirada al margen, y su reelaboración, esa distancia entre lo que se ve y el fabuloso despliegue que provoca en el pensamiento y la imaginación, el magma de que está hecha la literatura. Aquí esa materia es México: “Claro, hay lugares especiales cuya magia reclama que los rescate el arte, en cualquier forma. La esencia de mi manera de ver la escritura es lo que ocurre cuando se viaja”.
El infierno de la reescritura
En el prólogo de Cuaderno de México, Lago ofrece buenas pistas sobre su escritura. Consiste, básicamente, en editar la escritura; o sea, un horror, un infierno que es una palabra más hermosa y más mexicana desde que Malcom Lowry lo retratara en Bajo el volcán. El novelista inglés tiene un cameo literario en el prólogo de esta obra junto con la referencia debida a Enrique Vila-Matas, que es quien le habló a Lago de escritura infernal. Y es que este Cuaderno de México es una edición del cuaderno publicado 20 años antes, que fue una edición de las notas de viaje tomadas en su momento. Al fondo de todas las cribas, los recuerdos. Lago explica a COOLT el proceso:
“El Cuaderno de México es una doble edición de mis recuerdos. Está la versión en bruto, manuscrita, luego la versión pulida, que escribí para GB, mi compañera de viaje. Para Firmamento hice una segunda purga, eliminando recuerdos y anécdotas personales y acendrando la pureza de expresión de la escritura. El prólogo es otra edición de recuerdos, varios lectores me han preguntado si es el principio de escribir mis memorias. Lo curioso es que algunos medios se interesaron más por el prólogo que por el libro en sí. Un programa de Radio Nacional me pidió entrevistarme para hablar solo del prólogo. Dije que no, pero tiene sentido lo que querían, porque lo que querían es que hablara de mi relación con mi biblioteca, de la que me estoy desprendiendo deliberadamente, borrando una vida de lecturas que de todos modos es imborrable”.
Ese infierno de la escritura y su eterna revisión es el que traza una delgada línea en la trayectoria literaria de Lago. Una trayectoria en la que figuran las novelas Llámame Brooklyn —ganadora del Premio Nadal en 2006— y Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee; los cuentos de Ladrón de mapas y otros libros de corte ensayísticos relacionados con su labor de crítico y traductor. Coronándola, seguramente la que será su obra póstuma, aunque más que póstuma se podría hablar de novela-compañera. En todo caso, Lago no tiene reparos en hablar de ella: “Estoy revisando la versión número 70 de lo que he dado en llamar mi novela póstuma, La estela de Selkirk. Cada vez que la reviso, en lugar de avanzar, retrocedo, más que el manto de Penélope. Si sigo así la borraré entera. La línea de continuidad es la obsesión por la perfección formal. Es lo que me lo hizo ver Vila-Matas, no diciéndolo directamente, sino reparando en la infernal meticulosidad de la escritura. Es un grave error, dañino. Al final quedará un texto erosionado, con cráteres, que tendrá que reparar un geólogo de la literatura como Javier Vela”.
El editor toma la palabra
Se sigue enredando la escritura, gira la entrevista y seguimos el camino anfractuoso. Javier Vela (Madrid, 1981), reconocido poeta, pero también explorador desprejuiciado de otros géneros literarios, es la persona que está detrás del catálogo de Firmamento. La editorial acaba de nacer, pero ya se le parece; hay búsqueda en esa mezcla de libros de distintas épocas, y de autores más conocidos, menos, inéditos y que se echaban de menos. Algo de esto último hubo a la hora de ir a buscar y apostar, 20 años después, por el libro de Lago. Vela lo presenta como nadie y también al autor, de modo que la declaración, larguita, va íntegra:
“Hay ciertos libros de los que uno se siente huérfano y que, como editor, aspira siempre a devolver a la mesa. Ese fue el caso de Cuaderno de México. Fue un texto de Andrés Ibáñez el que me situó tras su pista. Años atrás, yo había leído con admiración una novela y un ensayo suyos, Llámame Brooklyn y Walt Whitman ya no vive aquí, así que esa primera etapa de su escritura me intrigó mucho, pues Lago tiene algo de escritor ‘oculto’ que está a la vista de todos, y su naturaleza independiente y refractaria a la ostentación se acerca en buena medida a la de algunos de mis autores y autoras de cabecera. Al leer el cuaderno, tuve la sensación de que, aun habiendo surgido desde la inmediatez de lo cotidiano, no había perdido la menor vigencia. Debo decir que, en general, siento una especial atracción por los libros deliberadamente ‘inactuales’ en relación a su tiempo, porque, como todo el mundo sabe, la buena literatura nunca resulta anacrónica. Frente al diario de Lago creía por momentos reencontrarme con ciertos pasajes de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, con el Tabucchi de Nocturno hindú o con algunas páginas que habrían podido firmar Julien Gracq o Saul Bellow, entre otros. Pero la descripción de la orografía y el paisaje mexicanos, su arquitectura, sus costumbres, su gastronomía, su léxico, así como las observaciones sobre el turismo o los flujos de masas, son solo parte de ese diario infernal del que habla Vila-Matas. Es la mirada genuina de Lago (lúdica, antirretórica y un poco canallesca) la que humaniza el relato ‘omnímodo’ del narrador. Quien busque una guía de viajes sobre el México de hoy tiene un amplio catálogo donde elegir: por el contrario, Cuaderno de México incluye justamente lo que el lector nunca hallará en esa guía, es decir, una mirada oblicua sobre la realidad que nos revela todo lo que el viajero encontró a su paso allí donde el turista se olvidó de buscar”.
Un libro de género cambiante
Lo mejor es que el lector no vaya a buscar nada a la hora de abrir un libro. Si tiene objetivos, como anunciaba Vela, se verá defraudado y este libro no será la excepción. Pero si es un buen lector, un vagabundo de la literatura, Cuaderno de México le supondrá una buena dosis de asombro: incluye elementos de la literatura de viaje, pero el prólogo que lo acompaña —y no solo— es una jugosa pieza que lo acerca al ensayo. Además, entrando de lleno en el contenido, eso de viajar sin haber contratado por internet, sin retratarlo todo móvil en mano, no dejará de parecerle imposible a los más jóvenes. ¿Ciencia ficción acaso? ¿Será posible que veintitantos años después lo que había sido un libro de viajes se haya convertido por nada, es decir, por el inexorable paso del tiempo, en otra cosa, en una obra de otro género?
“Me interesa esa reacción porque significa que todo ha evolucionado sin que yo mismo lo perciba. Sigo viajando exactamente igual. Acabo de volver de California, de hacerle una entrevista a Franzen y lo que hice fue recorrer la Highway One, que va de San Francisco a Los Ángeles bordeando el Pacífico. Su centro es Big Sur. Allí concebí un cuento. Me gusta que se vea el Cuaderno como ciencia ficción o una distopía. Supongo que lo es”.
Es bonito pensar que la literatura, aliada con el tiempo, actúa, dispone y pertrecha con una independencia rayana en la soberbia, mientras aquí, los del lado de acá, no nos enteramos de nada y seguimos creyendo que somos los mismos. Nos pasa. Pasa. Le pasa: “Apenas he cambiado”, escribe Eduardo Lago, y así responde a la pregunta sobre lo que ha podido aprender sobre sí mismo al volver sobre su libro tanto tiempo después: “He vuelto a mi verdadero ser, después de un lapso ilusorio que creó Llámame Brooklyn. Tardé 15 años en terminar ese libro, y se publicó porque cayó en manos de una agente muy sensible e inteligente, Antonia Kerrigan. Luego la abandoné, pero nadie ha hecho más por mí como escritor. Ahora escribo en el silencio, el anonimato y la oscuridad. Lucho con La estela de Selkirk, que por cierto es la manifestación más pura de mi idea de entender la literatura como viaje, físico y espiritual. Ahí hay muchísimos lugares a los que viajé para que se me revelaran los capítulos de lo que quería escribir. A veces la historia me salía al paso nada más llegar, otras no ocurría nada. Al final, después de años de viaje, todo encajó y me quedé con un manuscrito que intento terminar. Estoy cerca, pero eso creí otras veces y al final no era así”.
Preguntar, conversar y sacar a la luz
Da igual lo que se pregunte, la literatura siempre está ahí para responder de forma obsesiva, manifestándose a la mínima que uno abre la boca, teclee o tome al boli para escribir sobre México o responder a las preguntas de la periodista de turno. Ahí vuelve Lago a hablar de su estela, la novela de las 70 versiones. ¿Serán ya 70 y pico cuando se publique la entrevista?
Hablando de entrevistas, a lo largo de esta se ha presentado la figura poliédrica de un escritor del que faltan algunas facetas públicas por mencionar: una es su paso por la dirección de Instituto Cervantes de Nueva York desde el año 2006 hasta el 2011. Otra, la de entrevistador —él ya lo adelantaba en alguna de sus respuestas— de los nombres más importantes de la literatura estadounidense de las últimas décadas: Normal Mailer, John Updike, Philip Roth, David Foster Wallace, Paul Auster, Jonathan Franzen, Rachel Kushner, Lydia Davis… Con ese bagaje, Lago ha ideado una teoría de la entrevista sugerente: “Para mí son unidades narrativas que se rigen por sus propias normas. El tratamiento que les doy es el mismo que pongo en práctica cuando escribo un cuento: en ello está la verdad de lo que se quiere transmitir”. Esto escribe Eduardo Lago en el mismo Cuaderno de México, la obra que condujo a esta entrevista, aunque luego las preguntas llevaran a otros caminos.
Entrevistar a un entrevistador hace casi inevitable una última pregunta: ¿echa alguna pregunta de menos?
“No echo nada de menos y agradezco la entrevista. Es un género admirable y difícil, y lo trato como si fuera una obra de ficción. Una vez una amiga escritora me dijo, a propósito de una entrevista con un autor de gran envergadura, no recuerdo quién, que las entrevistas nunca son verdad porque están editadas. A mí los entrevistados siempre me piden que corrija los errores y el estilo, pero lo importante es que lo que transmiten es siempre la verdad, y esa verdad oculta es lo que hay que sacar a la luz, y lo que el lector después se encuentra, y sacar a la luz verdades ocultas es una definición perfecta de lo que es la escritura de verdad”.
No hay más preguntas; con suerte hay alguna verdad.