¿Cuántas formas de territorio es posible habitar a lo largo de la vida? ¿Y cuántas de las experiencias vitales somos capaces de situar dentro de este concepto?
Piñen (Libros del Pez Espiral, 2019), el último libro de la escritora y filósofa mapuche Daniela Catrileo, no abre ventanas, sino compuertas, como si de una represa se tratara, respecto a estas y muchas otras preguntas. En los tres relatos que componen la obra (‘¿Han visto cómo brota la maleza de la tierra seca?’, ‘Pornomiseria’ y ‘Warriache’), aparecen territorios cotidianos como “la hora de la leche” en la infancia, el barrio obrero y periférico en el que ella creció en San Bernardo, al sur de Santiago de Chile, y otros que no habita, al menos físicamente, como Wallmapu, el territorio ancestral del pueblo mapuche.
“La idea de territorio se desdibuja de una manera que esté asociada a un lugar material, sino que también tiene que ver con una experiencia”, dice Catrileo (Santiago, 1987), una de las creadoras y pensadoras más interesantes del Chile contemporáneo, parte de una nueva generación mapuche criada en la ciudad en plena transición democrática, dispuesta a entregar ese testimonio y expandir los límites de un pensamiento interseccional que rara vez abandona el plano discursivo para transformarse en una huella viva.
Para la autora, hay un espacio transversal que se define en Piñen —palabra que viene del mapudungún y que se refiere a la mugre pegada en el cuerpo— y que es el de “la infancia precarizada”. “Quizás, quien haya nacido desde diferentes puntos periféricos de la capital o del país se puede sentir identificado con esa infancia, una que es, al menos en el primer relato, un lugar abandonado, una infancia que se descubre a sí misma, que reflexiona también, que vive en la orfandad, tanto de los adultos como del Estado y las instituciones”, explica la escritora en entrevista por videollamada a COOLT.
“Creo que hay territorios superpuestos, unos contra otros, están intercalados y tienen que ver con edades, experiencias comunes y con paisajes. Por ejemplo, una vivienda social. ¿Cuántos conocemos una vivienda social? Pero no una de los años sesenta, construida con otro sentido de lo público, sino una construida bajo un modelo neoliberal, a finales de la dictadura, donde cambia completamente la mirada hacia el espacio digno de ser vivido”, dice Catrileo.
“Quizás para nosotras es común cuando éramos chicas ver las noticias y escuchar sobre las casas Copeva”, añade, refiriéndose a unos inmuebles que son un símbolo en Chile del menosprecio a la clase obrera en la transición democrática. Viviendas sociales que, recién entregadas, a mediados de los noventa, se inundaron sin cesar, invierno tras invierno. “Ahí hay un imaginario que es súper fuerte y que tiene que ver con nuestra precariedad y con lo poco que nos dieron para poder sostener una vida”.
La memoria es otro elemento que recorre toda la obra de la escritora, no tan solo Piñen, sino también su poesía en Río herido (Edicola, 2016), Invertebrada (LUMA Foundation, 2017), Guerra florida (Del Aire, 2018) y El territorio del viaje (Archipiélago, 2017), así como Llekümün, obra audiovisual premiada recientemente con el primer lugar del certamen AX: Encuentro de las Culturas Indígenas y Afrodescendiente del Ministerio de las Culturas.
“Hay un proceso para la diáspora mapuche y otros pueblos que han sido diaspóricos en el que está muy presente la idea de desarraigo, pero también la de estar en un lugar intermedio”, dice Catrileo, que explica que en Piñen hay “algunas experiencias personales”, pero otras recogidas y otras ficcionadas.
“Así se va tejiendo la escritura y quería que quedara claro esa idea: alguien que no estaba en un lugar, ni totalmente en el otro y solamente tenía para poder tejer esta especie de lugar identitario a la familia. Pero también era una familia que poco decía, así que la historia también se construye con una comunidad que, más allá de no estar viviendo en el territorio ancestral, está viviendo como comunidad en una población”.
Según Catrileo, esta sensación de hallarse en un intersticio es muy compartida por la gente que es champurria (mestiza) o warriache (nacida en la ciudad), y así se refleja en muchas de las creaciones artísticas que se están haciendo durante los últimos años de la población mapuche. “Quería ahondar en eso porque a la chilenidad le falta mucho por saber sobre los pueblos indígenas que viven en estos territorios”, explica.
“De alguna manera, sabía que, si este libro podía ser leído masivamente por un lugar de la chilenidad, también podría hablar sobre estos lugares que nos acercan mucho más”, dice la escritora, quien subraya la posibilidad de matizar lo mapuche, “que acá es entendido como algo totalmente homogéneo, como un pueblo que casi está estático viviendo de la misma forma que en el siglo XVIII”. Según la autora, todavía existen “un montón de prejuicios que son abordados desde un imaginario muy racista que aún existe”.
No obstante, Catrileo asegura que Piñen no es un libro que pretenda hacer pedagogía. “Pero quizás sí puede tocar alguna fibra que diga que estamos con ustedes todos los días, somos compañeros de colegio, de trabajo, pero cuánto se han interesado ustedes no solo en los símbolos y lo cosmético, sino en el interior de nuestra experiencia, en el testimonio del despojo, por ejemplo”, dice.
Las protagonistas de Piñen son sujetas de acción y no representación. Viven, existen y sienten en sus páginas, así como muchas como ellas lo hacen en diferentes barrios. Niñas, adolescentes y mujeres mapuche cuyas vidas no están romantizadas y, por tanto, dignificadas. Catrileo cuenta que se demoró mucho tiempo en la construcción de estos personajes para evitar de cualquier forma un acercamiento peligroso al panfleto.
“Quise trabajar el lenguaje, que fuera poético. Una de las cosas que me interesaban y que es un deseo desde la infancia, es el de poder leernos en algún libro. Que mi abuela, mi vecina, que las gentes que conocí desde niña puedan estar nombradas como participantes y sujetas de acción de sus historias en los libros y que no aparezcamos como lo ornamental, como las trabajadoras de aquellas mujeres ricas o los sujetos etnografiados por las crónicas coloniales. Sentía que había responsabilidad en escribir sobre estas sujetas de una forma sensible por supuesto, pero con una belleza política, que hiciera justicia por esas personas”.
Hay un momento clave en la vida de Catrileo, quizás uno de los tantos que marcó su camino como escritora y, especialmente, grabó en ella la idea de que podía relatar su “nosotros”: leer a Pedro Lemebel. “Pensé que eso se parecía más a mi realidad que los otros libros que había leído en el colegio. Rescatar esas vidas, tratar de darles dignidad en el relato. Hacernos cargo de eso nos cuesta muy poco, pero son significaciones grandes. Por ejemplo, San Bernardo no estaba escrito en un libro, esa periferia. Cuántos libros hemos leído sobre Nuñoa o Providencia [comunas privilegiadas de la capital]. La narrativa chilena no salía de ese lugar. Cuándo van a aparecer nuestros paisajes, cuándo vamos a ser dignos. Quizás teníamos que nosotras hacernos cargo de esos lugares. Aprender que sí era posible escribir de esos espacios, era posible retratarlos con dignidad”.
Dignidad es precisamente una palabra escrita en muros de todo Chile desde el 18 octubre del 2019. Pasó de ser el concepto vacío dentro de los discursos de los políticos en épocas de campañas electorales que prometían un tipo de vida que jamás llegó a definir la exigencia central de la revuelta popular. Y es también la palabra que mejor define, quizás, las historias y vidas de las mujeres que aparecen en Piñen. Para Catrileo, ése es “el trabajo político” de la escritura. “Tenemos el espacio para escribir. Puedo escribir. Mi papá no pudo hacerlo, mis abuelitos tampoco. Cómo yo, que tengo esta herramienta, no voy a poder darle dignidad a esas personas que he amado toda mi vida”.
Democracia ficcionada
Si la generación de los hijos e hijas escribió sobre la dictadura, el exilio y la clandestinidad, desde mediados de la década pasada con más fuerza se ha comenzado a publicar literatura sobre la transición chilena por parte de una generación más joven, que escribe desde el desenmascaramiento de aquello que se nombró como democracia. Se ve en Piñen, en Ella estuvo entre nosotros, de Belén Fernández, e incluso en Qué vergüenza, de Paulina Flores, por destacar algunos (excelentes) títulos.
“Esa ficción de la democracia muchas no la tragamos y no queremos hacerlo, porque hay sinnúmero de injusticias que no han tenido reparación”, dice Catrileo, que explica que ya en su infancia era sensible a esa desigualdad. La escritora recuerda cómo Augusto Pinochet, “ese mismo sujeto que tratan de tirano, dictador y asesino”, estaba sentado en la cámara del Senado. “Para mí es muy fuerte pensar en la imagen de Pinochet siendo detenido en Inglaterra. Yo me acuerdo de ese momento, y recuerdo que era muy consciente políticamente a pesar de que en mi familia no estaba tan politizado todo, pero sentía rabia, injusticia y era una niña. Cómo la gente seguía amando a este tirano. Y, claro, con un montón de miedo también, porque nuestros padres nos traspasaron muchos de esos miedos, de haber vivido en un tiempo en el que te mataban por opinar distinto”.
Catrileo recala la importancia de abordar el momento de la transición chilena desde escrituras menos acomodaticias que las de años atrás: “Hubo una literatura que se tornó muy superficial y que empezó a hablar de un mundo que no nos pertenecía y que no nos van a pertenecer a quienes no nacimos en esos lugares privilegiados. Había un desgaste ahí del que había que hacerse cargo. Si una está escribiendo, también está memorizando sobre ciertos hechos históricos que para nosotras políticamente son importantes, creo que va a ser algo que se va a reiterar mucho más, desmontar esa maqueta perfecta de los noventa que había en Chile por una democracia que supuestamente se había ganado, pero que todos sabemos que ha sido un pacto que nos ha traído más desigualdades que otra cosa”.
Y es un pacto que terminó de romperse en ese octubre del 2019. Una revuelta que desde la institucionalidad se intentó apaciguar con la firma del Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución, casi un mes después, el 15 de noviembre, entre congresistas del oficialismo y la oposición. Catrileo ve este proceso “con incredulidad”, y lamenta los discursos políticos “buenistas” contra la violencia que se sucedieron tras la revuelta: “Ni siquiera podemos protestar tranquilamente, ni siquiera podemos exigir, porque siempre vamos a estar vetados bajo ese halo impuesto por la gente que tiene privilegios y que no es capaz de ponerse en el lugar del otro. Y de creer que ellos pueden hacer todo porque son los elegidos”.
“Chile no ha podido salir del siglo XIX, son las mismas élites que se han reproducido entre ellas y han mantenido esta idea de que ellos son una suerte de elegidos que tienen que transformar este país”, dice Catrileo, quien asegura que es “es muy frustrante políticamente” pensar en transformar las cosas en un país en el que la violencia está “institucionalmente metida”. “Cómo vamos a escribir algo, cómo vamos a seguir cuando la gente está presa”, se pregunta.
Entre los presos que Catrileo tiene en mente figuran dos comuneros mapuche, José y Luis Tralcal, quienes en 2018 fueron sentenciados —“sin pruebas”, dice la escritora— a 18 años de cárcel por la muerte en 2013 de un matrimonio latifundista. “Cómo podemos vivir en un país que permita esas injusticias, cómo podemos vivir nuestra vida cotidiana cuando esas cosas están pasando”, dice Catrileo. “Creo que eso es lo que me ha deprimido más en el último tiempo, pensar en cómo este proceso por un lado les trae cierta alegría a algunas personas, pero que no puede ser un horizonte para todes, cuando sabemos que no se ha reparado nada”.
Reparación y justicia es lo que buscan los familiares de los presos de la revuelta, pero también las comunidades que viven en las denominadas Zonas de Sacrificio Ambiental. Es lo que merece también el pueblo mapuche desde hace siglos. Lo que merecen las mujeres violadas por militares y agentes de la dictadura de Pinochet. Las familias de desaparecidos. Violeta Parra lo compuso muy bien: "Chile limita al centro de la injusticia".
El pasado mes de enero la Justicia chilena condenó a 11 años de prisión al ex policía Carlos Alarcón por el asesinato de Camilo Catrillanca, joven mapuche de 24 años. El homicidio tuvo lugar el 14 de noviembre de 2018 en la comunidad de Temucuicui, ubicada en una región marcada por las reclamaciones territoriales del pueblo mapuche. En los días que siguieron a la muerte de Catrillanca, disparado por la espalda mientras conducía un tractor, en las ciudades chilenas se vio algo parecido al estallido social de 2019. “Hubo un agotamiento de las mentiras”, dice Catrileo, que apunta al peso decisivo que tuvieron las imágenes de los hechos a la hora de evidenciar la intención de las autoridades de señalar a los mapuche.
Catrileo considera que las complicidades que se tejieron entre comunidades tras el asesinato de Camilo contribuyeron a sentar las bases de la revuelta de octubre de 2019. Una revuelta en la que se vivieron episodios de gran simbolismo: se echaron abajo monumentos de conquistadores y las banderas mapuche Wünelfe y Wenufoye se izaron en todos los centros de protesta a lo largo de Chile. “Creo que la gente, de forma muy intuitiva, desde el sentir y los afectos, tomó lo primero que pensó que era digno de levantarse. Aquello que para ellos y ellas significaba una lucha y que por algún motivo se sentían más representados por eso que por una identidad nacional impuesta”, dice Catrileo al respecto.
La presencia de las banderas mapuche en la revuelta interesa de forma especial a la escritora, quien ve en ese fenómeno “una forma de solidaridad”, no una apropiación cultural. Catrileo recuerda que por la bandera Wenufoye “hubo gente presa durante mucho tiempo”, y que fue un símbolo creado por muchas comunidades no solo de Gulumapu (territorio habitado por los mapuche al oeste de la cordillera de los Andes), sino también de Puelmapu, en Argentina. “Fue un proceso muy largo de construcción política, de autonomía, de organizaciones territoriales, de gente que fue castigada, acusada de terrorista. Es una bandera con mucha historia y mucho peso, qué bello que se haya hecho masiva, pero también tenemos que pensar en la responsabilidad política de saber qué símbolos estamos levantando”.