Diego Trelles Paz y su carta de “amor desesperado” al Perú

El autor ofrece un baño de peruanidad en ‘La lealtad de los caníbales’. “Debo de ser el único escritor de mi generación que no ha buscado a Vargas Llosa para ser su amigo”, dice.

El escritor peruano Diego Trelles Paz. NADIA RAIN
El escritor peruano Diego Trelles Paz. NADIA RAIN

Diego Trelles Paz (Lima, 1977) es una pila andante y escribiente. En concomitancia con algunas nuevas voces destacadas de la literatura en castellano, desde los inicios su obra rompe con la preponderancia de la autoficción y la introspección ombliguista de las últimas décadas: sus relatos sorprenden por la vitalidad del discurso y las ganas de contar.

Ahora el escritor peruano publica en Anagrama La lealtad de los caníbales, libro al que ha dedicado siete años de arduo trabajo y que supone su regreso a la palestra. A sus 46 años de edad, el autor ya cuenta con una trayectoria envidiable: Premio de Novela Francisco Casavella 2012 y finalista del Rómulo Gallegos 2013 por la trepidante Bioy (Destino, 2012); una calurosa acogida a su anterior novela, La procesión infinita (Anagrama, 2017); y, en la distancia corta, como mínimo un sólido libro de cuentos, Adormecer a los felices (Planeta, 2015).

Pese a que lleva más de la mitad de su vida instalado en Francia, Trelles Paz no pierde de vista su país natal, Perú, y La lealtad de los caníbales es prueba fehaciente: la novela es una carta de amor a su patria y de odio al actual derrotero político de la misma, conceptualmente apoyada en el bastidor de La colmena de Camilo José Cela (título al que rinde homenaje expreso en la propia obra), pero mucho más cercana, en escuela literaria y hálito kamikaze por hallar esperanza frente a la asfixiante desigualdad social, al Conversaciones en La Catedral de Mario Vargas Llosa. Desde su militancia incondicional en la izquierda, la integridad de Trelles Paz reside en saber valorar la arquitectura artística y exponer sus deudas creativas sin sesgos ni prejuicios, por más que tenga clarísima su trinchera. Uno de sus personajes menos amorales lo expresa así: “Quien te diga que el arte no es ideológico miente”.

La heterodoxia formal de La lealtad de los caníbales la convierte en un baño de peruanidad: desde la jerga que inunda voz narradora y diálogos —un auténtico festival de lenguaje coloquial que demuestra el porqué la del Perú es una de las variantes más hermosas del español actual— hasta su desacomplejado chapuzón en un universo de violencia, sexo y muerte, el contenido de esta novela se distancia de la asepsia habitual en sellos españoles de prestigio y nos aboca a la miseria material y moral de sus endurecidos personajes, presentados a pie de barro. Aunque en ocasiones contadas el verbo entusiasta lo empuje a alguna inercia redundante (“un huaico que se desborda”), las más de las veces deleita con su dominio de la expresividad de barrio (“es un pinga loca este negro bamba”). Esa efervescencia popular empapa también la narración, llenando de color la acción (“los madrugaba con un golpe rápido”) y trufándola de frases afortunadas (“asintió moviendo la cabeza como un caballo incómodo”), entre las que no faltan algunas merecedoras de marco: “Gracias a esa crueldad de mi padre (milico, católico y un perfecto hijo de puta), me volví alegremente ateo”.

No se puede decir que Trelles Paz no se la juegue con La lealtad de los caníbales. Merece la pena leer su ficción, porque no deja indiferente y porque osa asomarse, con todos los riesgos que conlleva, a una de las realidades más vivas y afiladas de Latinoamérica. Desde luego, su autor no vive en una torre de marfil. Con su generosidad de siempre, el escritor tuvo a bien responder estas preguntas sobre su novela.

- Diego, creo que eres de los pocos autores peruanos de tu generación que se ha dado cuenta de que el Perú es un filón de historias increíbles y apasionantes para los lectores extranjeros. ¿Siempre ha sido así por tu parte?

- Parecerá raro, pero no suelo pensar en ningún tipo de lector cuando escribo. Si lo hiciera, no habría tomado muchas de las decisiones narrativas que seguramente alejaron a más de uno. Estoy de acuerdo en que el Perú es un terreno fértil para la ficción porque la realidad tiende con alegría hacia lo disparatado, lo inverosímil o lo rocambolesco y, aunque pueda hacer un daño real en la vida de mucha gente, se termina aceptando con resignación pero también con la risa nerviosa de la evasión. Los peruanos somos como los personajes de Rulfo.

- ¿Cómo te has documentado o cómo, si se me permite la metáfora, sigues teniendo un pie en la realidad peruana desde que resides en Francia? ¿Cuáles son tus fuentes?

- Me fui a los 21 años del Perú. Quería salir del país. No fui víctima directa de la dictadura pero estaba cansado de sus efectos. Siempre he sido un poco trashumante, pero no a la manera hippie de recorrer el mundo a la deriva: necesitaba irme para vivir otras cosas. Ya escribía. Ya había publicado Hudson el redentor y necesitaba romper con la vida de esos adolescentes creciendo salvajemente en dictadura en el barrio de Lima que describe el libro.

Lo cierto es que me fui pero nunca conseguí romper realmente con el Perú, y hasta el día de hoy no he logrado cortar ese cordón umbilical que me une a mi patria. Ahora legalmente soy francés y peruano, pero sé que nunca me sentiré francés. No romantizo: lo siento más bien como una maldición a la que soy adicto. Estoy al tanto de todo lo que ocurre en el Perú, por un lado, porque mi literatura nunca ha dejado de lado esa progenitura; y, por el otro, porque su política —ahora monstruosa— me interesa como ciudadano y persona pública.

Portada del libro La lealtad de los caníbales de Diego Trelles Paz. ANAGRAMA

- Si hay algo que te distingue de muchos otros autores generacionales es tu pasión por narrar, por contar historias, fuera del onanismo introspectivo. Incluso incluyes una mofa deliberada de la autoficción al inicio de tu novela. ¿Crees que es un buen momento otra vez, tras los nocilleros de los noventa y la esterilidad de tantas voces autobiográficas, para la fabulación?

- Es cierto que hay un chiste dirigido a la autoficción. Más que el género en sí mismo —que no es nuevo ni surgió hace poco— lo que me preocupa, en tanto lector y escritor, es la estandarización que produjo en la forma y el lenguaje literarios. Se empobrecieron terriblemente pensando en su accesibilidad para todo público. Más que un suceso de librería, se transformó en un éxito de supermercado. Con novelas que vendían explícitamente la idea de que el autor era el personaje y que la historia que se relataba era una vivencia trágica y muy real de la que el autor o la autora “pudo reponerse para contarla”, se generó un lector promedio que consume literatura al alcance de todos. No fue un gesto democrático sino demagógico, que acercó lo literario a la lógica de un sofisticado reality show. Se vendieron muchos libros, desde luego, ¿pero bajo qué costo?

De la autoficción del sufrimiento sexual y familiar con final feliz se pasó a la literatura del padre que también puede conmoverse con la llegada del hijo. Lo que habría que aceptar es que el mercado genera modas porque su único objetivo es vender. No tengo nada contra la literatura de corte autobiográfico, pero sí contra la estandarización tramposa de lo literario que quieren contrabandear como novedosa. Siempre me costó adaptarme a las modas, no es lo mío, pero comprendo a los escritores que olfatean y saben seguir esa ola que mueve el mercado para intentar sobrevivir de lo que escriben.

- La sombra de Mario Vargas Llosa es alargadísima. Sigo viéndolo como modelo de tu novela, en el sentido de querer explicar todo un país en un libro. ¿Cuál es tu relación actual con su obra y hasta qué punto continúa siendo para los escritores peruanos un referente para seguir, un hito inevitable o un padre que hay que matar?

- De repente exagero, pero creo que debo de ser el único escritor peruano de mi generación que no conoce personalmente a Vargas Llosa, ni tiene fotos públicas con Vargas Llosa, ni ha buscado a Vargas Llosa para que lo lea y sea su amigo. Busqué, sí, siendo muy joven a Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Augusto Higa porque tenía miedo de ser escritor y quería entender. Vargas Llosa tuvo la generosidad de cederme una de sus [columnas de opinión] ‘Piedra de Toque’ para una antología bilingüe de literatura peruana que me encargó el Festival de Saint-Nazaire, dirigido por el escritor Patrick Deville. Era un relato notable, como lo son los cuentos de Los jefes. Mi relación literaria con él es de gratitud, porque fue la lectura de Los cachorros la que me convenció de que la literatura sería lo más importante de mi vida. Es la misma que siento por Julio Ramón Ribeyro.

Ahora bien: no fue solo Vargas Llosa quien señaló el camino de la “novela total” en América Latina, pero en el Perú se suele tomar como el único referente. Tampoco estaba pensando en Conversación en La Catedral cuando escribí La lealtad de los caníbales, pero hay lectores que ven cercanías, y eso siempre será un halago. Lamentablemente, el respeto que tengo por el escritor ahora es diametralmente opuesto a la tremenda decepción que me generó su endose hacia las candidaturas de extrema derecha en Perú, Brasil, Chile y Argentina. Nunca hubiera imaginado que Vargas Llosa terminaría pidiendo el voto y hasta promoviendo la candidatura presidencial de Keiko Fujimori.

- Hay un juego de paralelismos continuo y reconocido entre La colmena de Cela y la colmena que tú imaginas en las calles limeñas, con alusión directa a La Colmena del centro limeño. ¿Hasta qué punto es real la influencia de Cela en tu “reconstrucción” de un enloquecido hábitat de personajes al límite en Lima? ¿Qué otras influencias has tenido presentes?

- La magnífica prosa y el estilo de Cela en La colmena no son ciertamente los míos; de eso era muy consciente. Lo que me interesaba era la estructura y, sobre todo, la idea de los destinos trágicos de numerosos personajes que se entrelazan mientras se encuentran en un mismo espacio: metáfora del enjambre a la que alude Cela desde el título. De la misma manera, estaba la idea de Madrid y Lima como capitales de resistencia ciudadana ante la dictadura y sus secuelas en la sociedad, aunque en diferentes momentos históricos. Lo que hizo Cela también tenía el antecedente del Manhattan Transfer de John Dos Passos. Visualmente, sin embargo, si podría llamársele de esta forma, mis matrices fueron, por un lado, las películas Short Cuts de Robert Altman y Magnolia de Paul Thomas Anderson, y por el otro, como en Bioy, pensando en los policías corruptos que vertebran toda la historia, la película Bad Lieutenant de Abel Ferrara. Literariamente, pensando en la cultura popular que permea toda la historia, tanto en la prosa como en la música que aparece, aunque no escriba como ellos, siempre Manuel Puig y Guillermo Cabrera Infante son referentes.

- La lealtad de los caníbales me parece más una novela para lectores de fuera del Perú, especialmente para occidentales, que para los propios peruanos. ¿Había dentro de ti una vocación de contar como es tu país a quienes no lo han conocido?

- Me estás repitiendo la primera pregunta con otras palabras, je... En todo caso, la respuesta es no. De hecho, algunos de los hechos de la novela salieron de noticias algo macabras de otros países a las que llegué de manera accidental. En ningún momento me propuse contarle o explicarle el Perú al lector extranjero. Ni siquiera sé si se va a traducir. No estoy realmente preocupado por llegar a determinado lector y, quizás por eso, hay gente que abandona mis novelas cuando la violencia puede ser perturbadora. Me pasó con Bioy: hubo lectores que se sensibilizaron con la primera parte y prefirieron no seguir. No me interesa en absoluto la gratuidad de la violencia, pero sabía que si deseaba abordar la escalofriante guerra interna en el Perú era imposible edulcorarla ni evadirla.

- Tu condición de emigrante, como la mía, creo que siempre otorga un punto de vista privilegiado o, como mínimo, con mayor rango de mirada sobre el país de origen, al poderlo contrastar con otras realidades cotidianas. ¿Qué has descubierto de tu país desde que vives fuera de él?

- Aunque podría haberlo intuido, jamás hubiera imaginado que, luego de la dictadura y de los muertos y desaparecidos y de la corrupción grotesca que nos trajo el fujimorismo por un decenio, la mitad de la población pediría el voto por Keiko Fujimori. Menos aún que aquellos que tuvieron vergüenza de haber apoyado al fujimorismo después del golpe salieran rabiosamente de sus escondites a propagar la locura disparatada de que “el comunismo” iba a tomar el poder si ganaba Pedro Castillo. Sabía que el racismo era poderoso en Lima, pero nunca imaginé la dimensión real de lo que produciría al aflorar naturalmente en tantísima gente. La lealtad de los caníbales consigue hablar del presente de los monstruos que controlan ahora el Perú, porque la política peruana es ahora un asunto de caníbales. No respetan nada. Ni la vida de los más de cincuenta peruanos que asesinaron por salir a protestar.

- Hay un leitmotiv muy interesante en la novela que es esa sombra de amenaza constante de terremoto masivo y que vertebra la propia progresión de los personajes hacia el caos. ¿Realmente ves así el Perú, como una carrera ciega hacia el desastre absoluto? ¿No le ves ninguna solución?

- Un terremoto real va a devastar Lima. Lo pienso con mucha tristeza. Un país en el que se privatizó hasta el oxígeno durante el covid-19 no está interesado por la vida de los que siempre viven en precariedad. Las políticas públicas nunca han sido la prioridad de los Gobiernos y, cuando existen, están motivadas por la corrupción. La idea de tener un Estado de bienestar social en el Perú es simplemente un delirio. La desigualdad se asume como natural. Si vemos lo que están haciendo en el Congreso con la democracia, con la institucionalidad, con el equilibrio de poderes, y la manera obscena en que se lleva todo esto a cabo, ¿quién en sus cabales podría ser hoy optimista? No obstante, suelo pensar en mi novela como una carta de amor a mi patria. Un amor desesperado, si quieres.

- ¿Cuál ha sido para ti (o será) el punto de no retorno del Perú como nación?

- Seguimos siendo una nación en construcción. Celebramos el bicentenario pero nadie se creyó el cuento. Perdimos esa oportunidad. La novela ironiza sobre eso a través del personaje de Fernando Arrabal, que desea escribir la novela peruana del bicentenario pero, después de muchos años, solo ha encontrado el título. Me niego a ver un punto de no retorno. Vamos a salir de este hoyo. El canibalismo será solo un mal sueño. No se puede celebrar un bicentenario mientras los muertos por la represión sigan siendo los indígenas. Mientras exista la noción del ciudadano de segunda clase, seguiremos siendo un espejismo.

- La violencia, como esa amenaza de sismo, recorre también la novela. Para ti, desde tu posición de ciudadano inmerso en la sociedad con derechos y garantías de la Europa democrática, ¿es la violencia lo que define la vida en Perú?

- Bastaría pensar en la forma que tienen todos los gobernantes para intentar mantenerse en el poder. Para no caer, todos se sacan su foto con los altos mandos policiales y militares. Ese es el aval simbólico de que no los van a tumbar. Lo acabamos de ver con los Rolex y la pulsera Cartier de 54.000 dólares [de la actual presidenta, Dina Boluarte]. Es alucinante. Eso yo solo lo he visto en el Perú. Siempre nos olvidamos de que el hambre y la pobreza también son violencia.

- Juguemos al tecnothriller del futuro inmediato. Vistas las tensiones mundiales existentes, ¿qué crees que colapsará antes, Europa o Sudamérica?

- En un tecnothriller, Europa no colapsará sola. Menos aún, Estados Unidos. En el presente inmediato estamos viendo cómo Estados Unidos y parte de Europa le siguen vendiendo armas a Israel y en Gaza hay un genocidio televisado del que pocos hablan. Y también vemos lo que Rusia hace en Ucrania. Nadie es más feliz y acaudalado en este tecnothriller del presente que los fabricantes de armas.

- Me encanta tu oído para las expresiones populares de tu país, como titular un correo con ese maravilloso “date cuenta, amiga” que tantas cargas de advertencia implica o el uso de los cientos de modismos y neologismos de la jerga limeña. ¿Qué es lo que te fascina de reflejar esos coloquialismos?

- Me fascina la jerga. No solo la peruana. En la novela aparecen la colombiana y la venezolana, como en Bioy y El círculo de los escritores asesinos aparecía la mexicana. Y en La procesión infinita está el Pochito Tenebroso, que habla como un malandro semiculto. Hablé antes de Puig y Cabrera Infante, pero también podríamos agregar a escritores de policiales como Manchette en Francia, que es mencionado en la novela. Y, desde luego, a muchos poetas peruanos como Rodolfo Hinostroza, cuyo verso cierra la última parte de la novela. Algo que aprendí de todas esas fuentes es que puede hacerse literatura con todo y, especialmente, con el habla viva de la gente. Bolaño popularizó el “causa” y el “causita” peruanos en Los detectives salvajes con el personaje de Polito. Yo en La lealtad de los caníbales introduje el “batería”. No me interesa nada la corrección anquilosada de las academias de la lengua.

- ¿Qué respuestas has tenido por parte de lectores europeos a ese baño de “peruanismo”, tanto lingüístico como vivencial, que propones en La lealtad de los caníbales? Debe de ser un shock en todos los frentes.

- Los “peruanismos” permean toda mi obra. Oswaldo Reynoso fue quien más alto llevó esa fusión entre lo culto y lo achorado. Y esto también puede responder a la pregunta sobre los lectores extranjeros: nunca me ha interesado si un lector español o francés entiende del todo a los personajes. Eso de pedir castellanizar la lengua es una aberración. El lector español siempre ha sido muy receptivo porque las jergas en literatura, si están bien usadas, si siguen las coordenadas musicales que las acercan a la poesía en la narrativa, producen un efecto maravilloso. Uno lee a Pedro Lemebel de Chile y lo que te digo queda perfectamente justificado.

- Sorprendentemente para un autor limeño, no tienes cortapisas a la hora de introducir dosis contundentes de sexo en tu relato. ¿Has querido “desahuevar” un poquito el buen gusto burgués que a veces permea la literatura contemporánea?

- El sexo es humano y es vital para todos pero, lamentablemente, también puede convertirse en agresión, en muerte. Como lector me fascinan las escenas donde esta comunión consentida produce placer en el que lee —es decir: arrecha—.

Las escenas sexuales entre Silvia (o Carmen) y Helmut eran necesarias para entender ese amor raro y obsesivo y, por lo mismo, imposible. Por otra parte, necesitaba hablar sobre la pederastia del clero, sobre la forma en que la Iglesia europea utilizó a América Latina como el patio trasero para pederastas impunes con sotana. Esas escenas fueron las más difíciles y tortuosas durante la escritura.

El escritor peruano Diego Trelles Paz. NADIA RAIN
Diego Trelles Paz. NADIA RAIN

- Pienso que la literatura ha sido tradicionalmente uno de los puntos fuertes de la cultura peruana, y lo sigue siendo. En los últimos tiempos, autores como Richard Parra, Leonardo Aguirre o Claudia Ulloa están aportando visiones muy valiosas y hasta osadas. ¿Qué autores de tu generación o más jóvenes sientes cercanos a tu trinchera autoral?

Los tres que señalas, sin duda. Agregaría a Jhemy Tineo, de Moyobamba; a Yero Chuquicaña, de Moquegua; a Tadeo Palacios, de Piura; a Nataly Villena, de Cusco; a Rodrigo Yllaric, un autor limeño inédito que vive en París y, cosa rara, se lanza con una novela de largo aliento. Hay más, desde luego, estupendos, de distintas propuestas: Johann Page, Katya Adaui, Julio Durán, Romina Paredes, entre ellos.

- De entre todas tus referencias a la cultura popular peruana e internacional, la que más me ha divertido es tu mención francesísima a El caso Ngustro de Jean-Patrick Manchette, que uno de tus personajes lee en francés en su bar del centro limeño. ¿Sabes que yo también he leído precisamente esa novela en francés en Lima? ¿Te ha influido algo Manchette o algún otro escritor europeo de novela negra en concepto y prosa de tu literatura? Siento en ti un pulso de autor noir.

- Manchette es un capazo y en Francia, una referencia venerada e ineludible, pese a que su literatura experimenta con la forma y el lenguaje. Tiene una prosa poderosa que, por momentos, por el perfil de sus personajes, parecería seca. No es un demérito: su aparente sequedad tiene una música propia que parece fácil pero ha sido trabajada con un oído magnífico para la oralidad. Y sus personajes son todos unos outsiders malditos enfrentados a la sociedad que traman intrigas políticas a veces delirantes y muy violentas. Entre los más contemporáneos me gustan las novelas policiales de Pierre Lemaitre. El chino Tito lee El caso Ngustro por segunda vez en Lima, la primera fue en París. No sabía que hablabas francés.

- Lo leo tan bien que no necesito hablarlo. Sigamos: eres fiel a la idiosincrasia de tus personajes, no los traicionas ni manipulas forzándolos a ir por donde tú quieres, cosa que denota tu fuste como narrador. Entre tanto “malandro” y pícaro como has creado, ¿hay alguno de esos personajes que te haya ganado el corazón, pese a sus fallas o por ellas mismas?

- Los personajes femeninos que protagonizan La lealtad de los caníbales: Rosalba, Rosa, Blanca y Silvia/Carmen. Me siento particularmente orgulloso de ellas porque, pese a la adversidad que cargan todas, a veces cruel, logran reponerse y luchan contra la enfermedad machista, que es una plaga mortal en el Perú. No hay enaltecimiento. Las siento humanas en sus caídas, venganzas, enamoramientos y victorias. También, desde luego, Ishiguro y el chino Tito. Por el lado un poco más retorcido y despiadado, me divertí mucho con el suboficial Manyoma: en algunas de sus participaciones están, para mí, las partes más altas de la novela. Finalmente, Fernando Arrabal: es el único personaje que realmente me enseñó a entenderlo mientras lo iba creando.

- Es muy interesante todo el fenómeno de los “escuadrones de la muerte” y tu descripción de cómo operaban (y operan) grupos de policías que hacen su propia gestión de negocios ilegales. ¿Cómo te documentaste para plasmar esas actividades delictivas y cuál fue tu intención al dedicarles una de las subtramas principales?

- Esa historia, que recrea la prehistoria de los comandos de la muerte en Trujillo y el presente de las bandas de policías y expolicías delincuentes que siguen vivas y coleando, es la columna de la novela. Yo tenía ya una idea de cómo operaban, pero, además de los videos que encontré en la red, leí El origen de la hidra de Charlie Becerra y varios reportajes de Ricardo Uceda, el autor de Muerte en el Pentagonito, que fueron de mucha ayuda. Hace un par de días publiqué en Zenda un texto que recordaba el caso de una banda de policías delincuentes que levantaba transeúntes en Lima con las camionetas, las chapas y los chalecos que les daba la fuerza policial. Esto ocurrió una semana antes de que apareciera mi novela en España.

- Fujimori ya es a niveles simbólicos el Francisco Franco de la realidad peruana. Ahora que a sus 85 años está libre y parece que incluso dispuesto a un posible retorno a candidatearse en campaña presidencial, ¿crees que no es inimaginable otro período de Fujimori como presidente electo? Dicen que en el Perú todo es posible…

- La idea primordial es que reescriba la historia de su infamia con entrevistas casuales donde se le nota más vivo y sano que nunca. Se venía muriendo para las redes desde hace más de diez años y ahora parece que ya no es necesaria la pantomima. No creo que se candidatee. Y si lo hiciera, no creo que ganase.  Pero su presencia pública sí busca recuperar un poco al patriarca del partido, pese a que ha sido liberado en desacato a lo que indica la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Lo que esto refuerza es la constatación de la impunidad como divisa política en el Perú

- Es curioso que tu personaje femenino fujimorista sea abiertamente bisexual y su amiga progresista, en cambio, reprima su veta gay. Eso me recuerda el hecho de que en una Lima tan catolicona haya un hotel para amantes en cada esquina. ¿Esas contradicciones son las que hacen imprevisible la sociedad limeña?

- Lima y la casta que dirige el país siempre se han mostrado religiosas, un poco por tradición y otro poco porque el poder de la Iglesia siempre ha estado presente para preservar su poder político. Lo vimos en la dictadura fujimorista. Aprovecharse políticamente del fervor del pueblo es una estrategia recurrente que produce resultados. Ahora mismo, la vida secreta de las personas públicas a través de programas de espectáculo rosa generan desde peleas y acoso cibernéticos hasta cortinas de humo al servicio de este Gobierno. El escándalo es una herramienta de evasión muy popular en todo el mundo. Rosalba y Sofía, que podrían representar esos dos polos de la población peruana que se enfrentaron en las últimas elecciones, descubren esa complicidad amorosa con algo de ingenuidad y también con rechazo.

- ¿Tienes ya planes inmediatos para un siguiente proyecto o de momento vas a dejarte llevar por las corrientes que genere esta nueva novela?

- Tengo un proyecto nuevo y algunos relatos que he venido trabajando desde hace un tiempo. Me gusta escribir novelas y cuentos, pero cuando el proyecto es novelístico hay un proceso que requiere tiempo y paciencia. Estoy ahora en la parte de la paciencia.

Escritor, guionista de cómics y cineasta. Ha publicado más de una veintena de álbumes y novelas gráficas de éxito, así como diversos libros de relatos y novelas. También ha sido director de la revista El Víbora y editor en Glénat España, y actualmente es colaborador de medios como El Mundo, El Confidencial, The Objective y Jot Down.

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