En la terraza de la tranquila cafetería del Hotel Petit Palace Santa Bárbara de Madrid, el escritor Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) comparte desayuno con el fotógrafo Daniel Mordzinski. Antes de despedirse de él y dedicar toda su atención a la entrevista, Halfon saca el smartphone y comparte con Mordzinski una instantánea reciente de su hijo Leo, de seis años. El conocido como “el fotógrafo de los escritores” reacciona con esa admiración y esa dulzura que suelen despertar los niños de los grandes amigos, a los que muchas veces vemos crecer rápida y misteriosamente a través de fotografías. Precisamente la llegada al mundo de su hijo Leo es el motivo sobre el que giran algunos de los textos que componen Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide, 2022), el último libro del autor guatemalteco publicado en España y uno de los motivos por los que está en Madrid —el otro es su participación en el Festival Centroamérica Cuenta— representando un papel, el de escritor, que, admite, cada vez le cuesta más: “La paso muy bien en estos actos, pero no tienen nada que ver con escribir. Cuento las horas para volver a casa [reside desde hace un año en Berlín], estar con mi mujer y mi hijo, y volver al texto que tengo a medias, porque esto interrumpe tu verdadero trabajo, que no es promocionar un libro, sino escribir otro. O así lo veo yo. La promoción es para la editorial, la escritura es para el escritor”.
En Un hijo cualquiera, Eduardo Halfon continúa alimentando esa gran novela vital por entregas que inició con El boxeador polaco (2008) y que siguió con Monasterio (2014), Signor Hoffman (2015), Duelo (2017) y Canción (2021) —todos en el catálogo de Libros del Asteroide—, libros compuestos por relatos que mezclan autobiografía y ficción y protagonizados por un Eduardo Halfon que no es el verdadero Eduardo Halfon, aunque en algunos aspectos se le parezca. “El truco de mis libros es que están hechos para que los creas reales. Yo quiero tu reacción emocional. Y sé que voy a conseguir una reacción emocional mucho más honda si te lo crees. En ese sentido, darle mi nombre al personaje es un truco. Y ahora te lo estoy contando, pero igual va a funcionar”, cuenta el escritor, que recuerda que la idea de poner su nombre al personaje de sus creaciones literarias surgió tras la reacción que observó en Guatemala en aquellos que leían Saturno (Jekill&Jill, 2003), su primer libro publicado: “La gente lo leyó como si fuese la carta de un suicida. De hecho, la primera crítica que salió se tituló ‘Tenemos que salvar a Halfon’. A mí me encantó ver que los lectores pudiesen leer el libro de esa manera. Por eso a partir del siguiente libro, El boxeador polaco, al protagonista le doy mi nombre. Empecé a jugar más”.
- La primera vez que leí Saturno lo consideré un “matar al padre” en toda regla. Después de leer Un hijo cualquiera he empezado a verlo como un matar al Halfon que ya no quería ser más.
- Es muy interesante esa relectura de Saturno. El hecho de “matar al padre” de forma metafórica era algo que yo, entre comillas, necesitaba, porque matar al padre significaba también matar al hijo primogénito, al ingeniero, a todo aquello que no me iba a permitir ser escritor.
- El peso de ser quien te digan, de ser lo que se espera de ti, está muy presente en esta obra suya —y en toda en general—. Por ejemplo, en ese estudiar una carrera (Ingeniería) que usted nunca había elegido.
- Es muy difícil desprenderse de esas imposiciones. Ahora lo difícil para mí es no caer yo en eso, en imponerle a mi hijo una vida, pero es inevitable también. Tú le das tu vida a tu hijo, tus gustos, tus disgustos, tus placeres, tu lenguaje… Esa transmisión se empieza a dar desde el primer día, pero ¿cómo volverla no impositiva?
- En una entrevista reciente a Sara Mesa, la escritora decía que “crecer es irte desprendiendo de capas de ti mismo, capas que has creado para complacer a los demás y que han hecho que olvides quién eres en realidad”. Añadía Mesa que la familia es “una amenaza constante para la parcela propia del yo íntimo”.
- Es muy interesante la palabra amenaza. Nunca había pensado en la familia como una amenaza. Yo he utilizado diferentes palabras para describir la relación con la familia y siempre me meto en problemas, porque se lo toman mal [rísas]. Pero sí, hay algo de amenaza. Creo que mi caso y el de Sara son diferentes al venir yo de una familia judía, porque en una familia judía hay un deber: es tu deber ser judío, es tu obligación. No te están amenazando. Luego las amenazas llegan cuando te quieres salir, cuando no quieres cumplir tu deber. Mi padre, por ejemplo, me dijo que si yo no me casaba con una chica judía me desheredaba. Él hoy niega que me lo dijo —no sé si porque me casé con una chica que no es judía—, pero yo tengo grabada esa escena. Para mí la familia no es que sea una amenaza, sino que la familia amenaza para que sigas su camino. Y todo esto te lo estoy diciendo mientras pienso en cómo no caer en ello con mi hijo. Pero es inevitable. Siempre caemos en la amenaza casi sin darnos cuenta. Así que tampoco puedes culpar a la familia.
- Decía David Trueba que ser padre no te convierte en padre, sino que te convierte en hijo.
- Absolutamente de acuerdo. Yo no sé si me convertí en hijo, pero desde luego cambié como hijo, me volví otro tipo de hijo a partir de la paternidad porque también entiendes, desarrollas otra empatía hacia tu padre, ya no lo juzgas tan fuerte tal vez. Hay algo que se suavizó en mí como hijo.
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Siguiendo el camino marcado por la familia, Eduardo Halfon estudió ingeniería en Estados Unidos. No fue hasta los 28 años cuando la literatura entró en su vida casi por accidente para cambiarla para siempre. Primero, a través de la lectura. Luego, de la escritura. Ese cambio, cuenta en las páginas de Un hijo cualquiera, se dio de la forma más insospechada: en la consulta de un médico en mitad de una sesión de acupuntura. “Cuando esté doctor me enfrentó a sus preguntas (‘¿Qué te gusta? ¿Qué quieres hacer?’), me sentí como arrinconado. Tenía que decir algo. Que quería leer fue lo primero que me salió, pero luego me di cuenta de que era cierto, de que yo quería leer. No escribir, no publicar, no ser escritor, sino leer. Y llegué a eso a través de la enfermedad, de la alergia y la sinusitis que, cómo ves, siguen conmigo. Eso no es ficción”, dice entre risas, con una voz marcada por la congestión nasal.
- ¿Podríamos decir que a Eduardo Halfon le salvó la literatura?
- Sí. No sé si me salvó físicamente, porque yo no me encontraba en peligro físico, pero estaba absolutamente perdido, desubicado, frustrado. Cosas bastante normales a esa edad, después de la Universidad, y que en mi caso se acentuaron por la vuelta a Guatemala desde Estados Unidos, a un español que ya no hablaba. Me sentía realmente perdido. Y la literatura llegó como una boya a la que uno se agarra para no hundirse.
- “Mi ideología era esta: no había suficientes horas en el día para leer todos los libros que necesitaba leer, y no había suficientes libros en el mundo”, escribe. Yo siempre tengo la sensación de que cuanto más leo, más me queda por leer.
- No se acaba nunca. Eso siempre lo vas a sentir, porque no solo vas descubriendo libros que no has leído del pasado, sino que no paran de salir libros nuevos que no te da tiempo a leer. No te alcanzan las horas. De todas formas, esa sensación de que hay mucho para leer al principio me causaba vértigo, pero ya no. Llegué a un tipo de resignación y a la certeza de que uno tiene que ser muy selectivo con lo que lee.
- En el libro cuenta su evolución como lector: del yonqui que lee como si leer fuese su droga, al lector artesano que intenta descubrir los entresijos del arte de escribir, al lector hijo de puta. Una vez que uno llega a ese nivel, ¿se puede dejar de ser un lector hijo de puta?
- Ojalá, pero no estoy seguro [risas]. Yo sigo en esa tercera fase, pero también me doy cuenta de que voy entrando en una cuarta: la del relector. Cada vez más releo libros que me han marcado, que me han encantado. Este año, por ejemplo, releí todo Cormac McCarthy, que es uno de mis autores de cabecera, porque sé que viene libro nuevo.
- Supongo que ser un lector hijo de puta tiene mucha relación también con ser un lector muy hijo de puta con los textos de uno mismo.
- Totalmente. Soy el peor hijo de puta conmigo mismo.
- Eso se nota. Sus libros parecen pulidos hasta el último detalle. Cada palabra encaja, cada frase tiene su ritmo, no sobra nada.
- En mi caso es enfermizo. Llega un momento en que igual me paso de exigente, pero soy así. Trabajo muchísimo el lenguaje, me fijo especialmente no solo en la palabra apropiada, sino en quitar todas las que sobran, en destilar una oración, un párrafo, en darle ritmo a las palabras. Esto tiene mucho que ver con mi formación como ingeniero. Y también con mi aprendizaje. Un día le entregué un relato a un profesor universitario que me contrató como ayudante, Ernesto Loukota. El cuento era malísimo. Su reacción fue brutal. Me dijo que cómo quería escribir veinte páginas cuando no sabía escribir una línea. Entonces empezamos un ejercicio diario en el que él me asignaba una línea para el día siguiente. Y la revisábamos. Creo que tardé tres o cuatro meses para ganarme escribir dos líneas. Yo tenía muchas ganas de aprender la artesanía del lenguaje y me topé con alguien que me podía ayudar en eso.
En este punto, Halfon hace un inciso en la conversación para ejemplificar su exigencia. Unos días antes, cuenta, una persona subió una foto de la primera página de Un hijo cualquiera a una red social. “Casi me muero”, dice el escritor, que vio un “error enorme” que se le había pasado por alto. Un error enorme, por otra parte, invisible al ojo del resto de mortales. Este entrevistador puede dar fe de ello: Halfon le señaló hasta la frase en la que en teoría estaba la errata. No fue capaz de encontrarla. “Llamé a la editorial y rogué que retirasen los libros. Me dijeron que si estaba loco. Estoy rogando a la gente que compre libros porque solo si se agota la primera edición puedo cambiarlo en la segunda”, afirma, uno no sabe sí en serio o con un punto de humor.
- ¿Se puede ser escritor sin leer o a un escritor que no lee se le ven las costuras del disfraz?
- Es imposible. Se nota. Cuando a mí me mandan manuscritos, se nota mucho si alguien no lee. Hay algo en la elección de temas, de palabras, que muestra que uno no es lector, que quiere publicar, pero no aprender a escribir. Yo sigo aprendiendo a escribir. Llevo 20 años dejando huella de mi proceso de aprendizaje. Si uno lee de una manera concentrada y crítica los textos de otros, luego podrá aplicar esa lectura a los suyos. Al final, uno lo que quiere es convertirse en autolector.
- Usted no deja de autoleerse y de autocorregirse.
- Hay un texto en este nuevo libro titulado ‘La marea’ que ya publiqué en Mañana nunca lo hablamos (Pre-Textos, 2011). Lo retomo, lo corrijo y lo vuelvo a publicar. Hago esto todo el tiempo. Y eso es porque no lo considero terminado. Quito cosas, párrafos enteros, añado otros párrafos. Considero todo lo que yo he escrito como algo vivo. Todos mis libros son manuscritos, no algo ya fijo escrito en piedra. Puedo seguir trabajando esos textos hasta que me quiten la pluma de la mano. Siempre pienso en Pierre Bonnard, que entraba a los museos cargado de pinturas para retocar a escondidas sus cuadros. Yo me siento así con muchos de mis textos. Hay otros que ya no los retoco más, que los dejo morir. Considero la literatura algo que estás dispuesto a dejar morir.