Libros

En los ‘Descampados’ de Manuel Calderón

El escritor español cruza ficción, crónica y ensayo en un libro que funciona como “territorio moral”.

Fotografía incluida en el libro 'Descampados', de Manuel Calderón. TUSQUETS

Una tierra sin memoria, sin pasado y sin futuro. Un territorio moral. Son las definiciones que Manuel Calderón encuentra más apropiadas para su último libro, Descampados (Tusquets, 2023), una ficción anómala que por momentos coquetea con la crónica periodística y otras veces con el ensayo enfocado en sucesos y lugares que son una parte importante de la historia personal de este escritor nacido en el municipio andaluz de Peñarroya-Pueblonuevo en 1957. 

También periodista (en El SolABCLa Razón) y licenciado en Filosofía, Calderón cuenta historias curiosas y atrapantes, condimentadas con humor y erudición. A lo largo de las casi 300 páginas de Descampados aparecen Pasolini, Camus, Lowry, Agamben, Benjamin o Schopenhauer para apoyar sus reflexiones sobre un marco de referencias ilustres, de alto vuelo. La experiencia de lectura que nos propone podría asimilarse perfectamente con la que vivimos al apreciar alguna de las obras en las que Gaudí usó como técnica principal el trencadís, esos mosaicos abstractos tan comunes en la arquitectura modernista catalana armados a partir de trozos irregulares de cerámica, vidrio y mármol. “Esos trozos no conforman una unidad exacta, pero sí una más heterogénea y muy bella”, advierte Calderón, autor de un libro que cruza géneros para rediseñar vivencias personales sin ingresar a los dominios de la tan en boga “literatura del yo”.

Un descampado, nos dice Calderón, es un lugar fuera del tiempo donde pervivirá el olvido de lo que ha dejado de ser, un refugio para las palabras que no encuentran una historia en la que existir. Finalmente, su libro es también un refugio para esas palabras que brotan como resultado del ejercicio de la memoria, la función cerebral que nos permite codificar, almacenar y recuperar la información del pasado a nuestra manera. Cada persona tiene una memoria particular que convive con la memoria colectiva, la que, según el psicólogo francés Maurice Halbwachs, “recompone mágicamente el pasado”. 

Decía Italo Calvino que los humanos “andamos siempre a la caza de algo escondido cuyas huellas, que asoman a la superficie del suelo, seguimos con fruición”, y también que “es la palabra la que une la huella visible de la cosa invisible, con la cosa ausente, con la cosa deseada o temida, como un frágil puente improvisado tendido sobre el vacío”. De eso se trata Descampados, de tender ese puente a partir de las impresiones personales de un hombre que ha vivido mucho y ha encontrado una manera elegante, emotiva y muchas veces cruda de contarlo. “Es un libro que tiene una parte de ensayo y una parte de prosa”, señala el autor. “Con una narrativa más bien lírica e incluso comentarios estrictamente literarios. Claro que es una ficción, por eso está dentro de la colección Andanzas de Tusquets. En una nota que publicó Babelia se habló de Sebald como referencia, lo que es un verdadero honor para mí. La literatura centroeuropea me interesa mucho por la tensión moral que siempre contiene”.

- ¿Cómo empezó este libro, cuál fue el disparador?

- Lo empecé sin tener del todo claro qué quería escribir. Necesitaba un espacio muy libre de escritura, sin atarme a un argumento ni plantearme una trama. Quería entregarme un poco a las digresiones, a las divagaciones. Y así fui avanzando. Este libro es en sí mismo un descampado, un lugar donde fui arrojando cosas sin mucho orden para ir conformando un territorio moral que nos sugiere cómo estar en la vida y cómo entender la política. A medida que el libro fue avanzando fui más consciente de que estaba construyendo ese territorio moral. Tiene cuatro partes porque necesitaba algún orden, aunque no hubiera capítulos. Eso me ayudó a componer una historia muy alicatada, con una cierta unidad.

- Hay un significado simbólico del descampado sobre el que usted trabaja, pero también uno mucho más terrenal que le ha servido como referencia e inspiración. Esos grandes territorios abandonados a su suerte que son tan comunes en las películas del neorrealismo italiano, por ejemplo.   

- Los descampados son esos territorios enormes, abandonados, que en países como España e Italia también formaban parte de la ciudad. Ahí paseaba mucha gente, y mis amigos y yo jugábamos al fútbol. En ese espacio, a primera vista desolado, había cierta alegría de vivir. Sentíamos orgullo por haber pertenecido a ese territorio, no nos gustaba que nadie se compadeciera de nosotros. Nunca me sedujo la compasión hacia el pobre y el inmigrante. El mundo se construye así, viajando de un lado a otro. Y yo rechazo abiertamente ser receptor de esa compasión.

El escritor y periodista español Manuel Calderón, autor de 'Descampados'. IRENE CALDERÓN

- Es un libro por momentos escéptico, pero también muy vitalista en algunos pasajes, ¿no?

- Alguien me dijo que encontraba humanismo en esta actitud del libro que señalas. Y me gustó mucho, porque humanismo es un término que se usa cada vez menos. No hablo del humanismo del Renacimiento, como doctrina creada a partir de una perspectiva histórica, sino del que nos permite entender a las personas en su propia soledad y dejar de verlas como “hechos colectivos y sociológicos”. Ese humanismo me interesa mucho.

- ¿Puede ampliar esta idea?

- Creo que este humanismo al que me refiero crea un lenguaje muy puro. A veces escuchaba en mi madre una pureza en el lenguaje muy distinta a este lenguaje sociológico de palabras muy extrañas y muy feas, que se habla tanto hoy.  A mí me interesaba partir del hecho humano concreto, más que del enfoque político. Si todo lo resolvemos en un contexto político, la realidad se empequeñece. En España dices “franquismo” y ya está. Claro, sí, franquismo... Pero esos años estuvieron llenos de matices. La gente también era feliz, aunque había una dictadura. Las personas también vivían, buscaban sus propios márgenes de libertad. No hay por qué olvidarse de eso. La izquierda más hegemónica en aquel momento erró el análisis. Pensaban, por ejemplo, que la gente estaba esperando una gran huelga general revolucionaria, y no fue así. La vida continuaba, a pesar del franquismo. Las personas, por encima del contexto político, tenían sus propias ambiciones. Se enamoraban, se casaban, tenían hijos, eran fieles, eran infieles... Esto que digo no coincide con la versión de que la historia avanza inexorablemente hacia un lugar, claro. En realidad, la historia avanza como buenamente puede. Yo me he querido meter a fondo en esa contradicción a través de una escritura con cierta moralidad pública, que refleje lo que yo creo sobre las cosas por encima de encasillamientos políticos.  

- ¿No cree que ha escrito un libro melancólico?

- Para nada. He rehuido expresamente de la melancolía, a pesar de que es una bellísima palabra, de esas que en sí mismas encierran, por su propia belleza, más de lo que quieren explicar. Yo he tratado de evitarla como estrategia narrativa. Digo más de una vez que en los años que he crecido no nos podíamos permitir la tristeza ni la añoranza porque había que seguir adelante. La tristeza suele ser un privilegio burgués. En el fondo, la melancolía depende de cómo se la use. Puede ser tramposa, como si te estuvieses reclamando algo. Los que llegaron a Buenos Aires desde Europa a principios del siglo pasado huyendo del hambre y las guerras, por caso, no tenían tiempo para permitirse ese privilegio. Me parece legítimo sentir melancolía de la infancia, de esa mirada limpia, no contaminada. Veo como un logro mantenerla, si esto fuera posible, hasta el final de nuestros días.

- El de la memoria es siempre un tema engorroso. Y en España especialmente, a partir de las discusiones sobre cómo enfocar y procesar el pasado reciente. El libro también se mete con ese tema y llega a sus propias conclusiones.    

- La escritura de este libro coincide, efectivamente, con el auge del tema de la memoria histórica y la búsqueda de la identidad. Fueron debates que se abrieron en España y continúan vigentes. La memoria histórica es un tema importante si se trata con seriedad y, sobre todo, con honestidad. Hay que asumir el dolor desde todos los ámbitos, y entender que el sufrimiento no es una categoría política. El mundo no se puede constituir en torno a lo que uno sufre. A mí eso me parece importante. Hay una palabra clave que no se ha utilizado: perdón. Amelia Valcárcel, una catedrática española que tiene un libro muy interesante titulado justamente La memoria y el perdón, dice que el olvido sólo se produce cuando hay perdón. Igual no nos equivoquemos: olvidar no siempre supone el perdón, que es un don que tenemos los humanos por encima de nuestra condición social. Poder perdonar es el principio para poder olvidar. Y es también lo que da un carácter civilizatorio a este debate. Se ha construido una categoría política en torno al sufrimiento. Es necesario que la ley actúe contra los asesinos y los dictadores, pero estoy hablando de otra cosa, del uso político del sufrimiento y del pasado, un “pasado discursivo” que muchas veces no coincide con los hechos históricos y ni siquiera se contextualiza.  

- Otro tema polémico que aborda: el procés catalán. El tema del independentismo y la identidad parece lejos de agotarse en España. 

- El tema de la búsqueda de la identidad, del conflicto en torno a los nacionalismos, también tiene que ver con esto que comentaba sobre la memoria. La búsqueda de la identidad política y personal, la necesidad de ser siempre algo, de constituirse en una minoría explotada o perseguida (mujeres, homosexuales, gente de color) y no moverse de ahí. Pensarse siempre como minoría y no como parte de un colectivo. Cataluña es una de las regiones europeas con mayor autonomía que conozco. Y uno de los lugares más prósperos y avanzados del continente también. Culturalmente, el nacionalismo catalán es hegemónico: en los medios de comunicación, en las universidades, en los colegios profesionales… Por lo tanto, me niego a aceptar la idea de que Cataluña es un pueblo oprimido. Más bien se ha desarrollado un cierto victimismo. Yo defino al nacionalismo como una equivalente a la basura cósmica que gravita en torno a la Tierra, los restos de viejas ideologías que hoy no tienen ninguna utilidad. El nacionalismo radical fue terriblemente nefasto para Europa, pensemos en los Balcanes…

- Usted nació en Andalucía pero se pudo integrar muy bien a la vida en Barcelona, de todos modos.

- Me integré a una Barcelona diferente a la de hoy. Vivo en Madrid desde 1995 y, aunque parezca un tópico, siento que aquí sí nadie quiere saber de dónde eres. Todo el mundo va a su bola. Es una ciudad nada chauvinista, que a veces se castiga bastante a sí misma. Pero tiene muchas facetas y barrios con su pequeña vida local muy desarrollada. Es una ciudad muy vital. Cuando ocurrieron los atentados de marzo de 2004 noté por primera vez que la gente iba con la cabeza gacha. Fue un golpe muy duro y acusaron recibo, eso me emocionó. Tuvieron un sentido íntegro y muy interiorizado del dolor, no lo aprovecharon para sacar beneficios.

- ¿Cree que hay un espíritu catalán, un espíritu madrileño y también uno “sureño” en España, entonces? 

- Después de vivir en Barcelona y en Madrid, miro hacia el sur y encuentro algo que no sé qué categoría darle. En el sur, para bien y para mal, las cosas se echan a la espalda, no se da importancia a cosas que en otras zonas de España se magnifican: el propio pasado, la propia historia por encima de todo, como si los demás no tuvieran historia. En el sur de España la gente tiene ese vitalismo que encierra una sabiduría. Hablo del saber estar en la vida.    

- Le ha dedicado muchos años al periodismo. Se dice bastante que es una profesión que está sufriendo una de sus crisis más agudas. ¿Lo ve así?

- Me gustaría creer que va a seguir existiendo un periodismo serio, de referencia. Antes decíamos “me he enterado de tal cosa porque la he leído en el periódico”. Si lo decía un periódico era cierto, no se ponía en duda. Hoy lo que dice un periódico puede ser cierto o no. Una cosa es la evolución tecnológica, que me parece bien aprovecharla, pero siempre hay que pensar en un lector inteligente. Alguna vez me han dicho: “Escríbelo como para que lo lea tu madre”, algo que en principio presupone que mi madre era tonta. No entiendo por qué la complejidad asusta. Creo que es necesaria la mayor exigencia posible dentro de las redacciones: exigencia de ser riguroso, de citar fuentes, de decir la verdad, de ser responsables, en suma. No hay que permitir que se imponga la mentira. No lo veo como una pelea perdida. El futuro está abierto.

- ¿Cuál es el mejor recuerdo que tiene de su trabajo en el periodismo? 

- La etapa del ABC Cultural en los años noventa fue muy bonita. Tenía la sensación de que estaba en algo importante. El diario aumentaba mucho su tirada (hasta 40.000 ejemplares) cuando salía el suplemento cultural. Había una voluntad expresa de ser un medio influyente, tolerante, liberal, con muy buenas plumas. Es fundamental evitar que los periódicos se transformen en trincheras políticas, que sean libres y liberales. En aquel suplemento entendíamos eso y también que la historia, la filosofía, la literatura y la poesía son herramientas de conocimiento muy útiles para poder entender nuestra realidad.

Periodista. Redactor jefe de Ciclosfera y colaborador de la emisora de radio El Destape y de La Agenda de Buenos Aires, ha trabajado en medios como Agencia Télam, Clarín y Radio Nacional y publicado en revistas como Los Inrockuptibles, Rolling Stone y El amante. También ha codirigido la película Ocio (2010) y escrito diversas obras teatrales.