Para la escritora cubana Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989), el acto de escribir se manifiesta como “una danza que constantemente te cambia los pasos”. Si algo ha aprendido de la literatura, cuenta a COOLT, “es que, aunque pienses que conoces al dedillo la coreografía de las palabras, siempre hay algo nuevo que varía tu ritmo, tu forma de ser y estar en el mundo”.
Su última novela publicada en España se titula El cielo de la selva (Lava, 2023) y, al igual que su anterior obra, La tiranía de las moscas (Barrett, 2021), no ha pasado desapercibida por parte de la crítica literaria: el suplemento ‘Babelia’, del diario El País, la seleccionó como uno de los mejores libros del pasado año.
Pero la autora no solo se mueve por la narrativa, también transita por la dramaturgia y el periodismo. Ese encuentro con la literatura a través de diferentes formatos hace que se sienta nómada, y le gusta esa idea, ya que a través de ese tránsito puede “encontrar nuevas posibilidades de expresión”. Escribir, pues, no se convierte solo en una danza, sino también en un viaje donde existen fricciones, rozamientos, que lijan y pierden piel. A su vez, la escritora explica que el teatro la hace “temblar en la escena junto a los personajes”, y la obliga a escucharlos y a jugar según sus leyes. Por su parte, la narrativa es el terreno mestizo perfecto para el idioma, mientras que el periodismo le recuerda que todo parte de una lengua común que es la investigación, donde hay que mirar hacia adentro antes de mirar hacia afuera, donde existe “la capacidad de contemplar lo que somos”.
En conclusión, para Elaine Vilar Madruga, la vida dentro de la literatura es una “rebelión de lo mestizo”, una mezcla que puede constatarse en El cielo de la selva a través de las diferentes voces femeninas que se encuentran en la novela, y donde la jungla, la naturaleza, rompe con el prejuicio de las escritoras cubanas que solo narran desde el deseo y el exotismo del Caribe.
- ¿Qué motivó la escritura de esta novela, donde la selva es el personaje principal?
- La primera imagen que llegó a mi cabeza antes de comenzar la novela —porque la literatura la entiendo también a través de imágenes— fue la de una vieja que caminaba por los corredores desolados de una hacienda en penumbras. A mí un libro me tiene que latir antes de empezar a escribirlo, un personaje me tiene que gritar su rabia, su dolor o su amor; y yo a esta historia la sentía muy viva, me coleaba entre los dedos, así que fui anotando las imágenes y me di cuenta que entre una y otra existía una cuerda que las ataba, una corriente de sentido. Lo que yo creía que eran imágenes inconexas era en verdad un puzle, y todas las piezas estaban frente a mis ojos. A este proceso le llamo “escribir entre la niebla”, pero también se podría sustituir la palabra “escribir” por “escuchar”.
La novela es también un ejercicio de memoria. Quería que fuera una historia sobre mujeres, sobre sus furias y sus dolores, y pensé en mis dos bisabuelas “que parieron demasiado”, y pensé en Medea, y luego recordé los terrores de mi infancia y en el miedo que sentí la primera vez que me di cuenta de que la muerte existía y que era terriblemente democrática: se llevaba por igual a niños y a viejos, a ricos y a pobres, a los bondadosos y a los cabrones. A todos. Ese miedo a la muerte, a su democracia irracional, nunca lo he conseguido borrar; en todo caso, lo he intelectualizado —que no es que lo haya exorcizado— a través de la literatura, y aun así no me he curado de él. El miedo es esa selva que se ciñe en torno a todos. Hay tantas selvas como miedos. Cuando terminé la escritura de la novela, recuerdo que me sentí muy niña y muy sola.
- La atmósfera de este libro es brumosa y me recuerda en un sentido estético a varias autoras de ese mal llamado nuevo boom latinoamericano como Fernanda Melchor, Cristina Rivera Garza o Selva Armada. ¿Consideras esta obra como parte del género del realismo gótico latinoamericano?
- “Escribir entre la niebla” me da el beneficio de no detenerme nunca a pensar en etiquetas. A mí, por ejemplo, me parece que todas mis novelas son obras de teatro. Generalmente intento no ser consciente de aquello que es o no es mi libro; trato de jugar mientras escribo, lucho para que el juego no se me escape de las manos. Luego, cuando ya la obra está terminada y llegan las lecturas críticas, por supuesto que me doy cuenta de que un libro X puede ser colocado en un sitio preciso, en este anaquel, por ejemplo, o en este otro mejor, pero cada vez que intento que el libro encaje en un molde que ya existe, enseguida salta un instinto de no definición que me dice: “Sí, esta novela podría encajar en este género, pero también creo que podría encajar en este otro…”. Y una vez que abro esa línea de fuga que comienza con un pero, me doy cuenta de que el texto puede estar en varios sitios, en varios anaqueles a la vez, que es también nómada. En fin, que se parece a mí.
- Santa y Ananda son madre e hija, y poder vivir en la selva implica que la madre consuma a la hija para poder vivir en ese lugar o viceversa. ¿Cuál es el beneficio de visibilizar en el arte las relaciones agridulces madre-hija? ¿Crees que desmitificar la maternidad conlleva a la comunicación entre los vínculos para solventar complejidades?
- Creo que el arte cada día se ocupa menos en edulcorar la realidad, y eso me parece hermoso. No escapar de la realidad, no cubrirla de azúcar, no teñirla del blanco artificial, de lo pulcro, me parece, además, revolucionario. No se escribe un libro, entiendo yo, para manipular la realidad de forma tal que construyamos con las palabras lo que quisiéramos que fuera y no lo que en verdad es.
A mí me agitan las maternidades no convencionales, las maternidades monstruosas, las madres e hijas subalternas, las parias, las nómadas, las pobres, las que viven en las calles, las locas, las putas, las rotas, las amordazadas, las violadas, los cuerpos de mujer que alguien consideró que no eran “estéticos”. Ahí me detengo, en esos cuerpos, porque los conozco, porque son los cuerpos de las mujeres de mi familia, son las historias de mis amigas, es el silencio en el que se ahogaron mis bisabuelas. Una, cuando escribe, lo hace con toda esa furia a cuestas, y con toda la alegría también, porque la furia se transforma en esplendor cuando se le permite existir. Yo quiero que mi literatura sea honesta con el mundo, pero no con ese mundo que nos vendieron y que todavía nos venden muchas veces como correcto, decente o limpio. Ese no me interesa porque no existe.
- Romina es el agente externo, la puta, la aventurera. ¿Romina llega a la selva a cuidarse del afuera? ¿Es el ser revolucionario contra el poder?
- Romina es la sobreviviente, y ser sobreviviente es el acto más revolucionario que conozco en el mundo. Fíjate, yo creo que Romina es el hilo que une todo el tapiz de la novela. No existiría El cielo de la selva sin Romina. Si un libro tiene un alma, Romina es el alma de la selva. Es la hermana venganza, es el cuerpo del que se nutre un nuevo ciclo, es una justiciera en buena lid. Es el cuerpo de todas las subalternas del mundo que viene a ponerse frente a nuestros ojos para mostrar su belleza y su derecho a existir.
- Vienes de una isla que, dentro del imaginario global, no se piensa en selva sino en playa, en mar. ¿Qué tanto has aprendido personalmente de la selva para poder escribir este libro?
- Personalmente, poco. Yo nací en la ciudad, lejos del monte, que, en Cuba, viene siendo un hermano menor de la selva. El monte tiene sus secretos, sus cosmogonías, sus tradiciones. El monte es el escenario de la religión que profeso y este es en verdad mi vínculo más cercano con él. Fue un trabajo difícil escribir una novela en un ámbito que no era lo conocido para mí y los procesos de investigación y de escucha resultaron esenciales para atreverme a entrar en la boca de la selva. A mí me interesaba que, en la novela, la yerba se pudiera oler, los mosquitos se escucharan zumbar, el aire espeso de la claustrofobia se pudiera sentir. Quería llegar a percibir texturas en la atmósfera del libro. Mi esposo fue mi ayuda más grande. Él nació en los campos cubanos y pasó una parte importante de su infancia ahí, y luego también cumplió su servicio social como médico en zonas rurales. Su contacto con la realidad de los montes es vívido, así que antes de escribir me senté a escuchar sus historias. Le pregunté por los olores, por las texturas, por los colores, por el mundo de las sensaciones, por la intensidad de su experiencia, y él fue tan generoso que me regaló todo eso, un mundo me regaló. Luego he pensado que una selva es más que un cuerpo boscoso en una determinada zona geográfica. Selva es, para mí, la claustrofobia de los miedos.
- Cuba tiene una larga tradición misógina que no es visible debido al régimen. ¿Cómo se lidia en esta novela con el poder y cómo lidias tú con el poder desde tu escritura?
- La escritura en sí misma es un acto de resistencia contra el poder, por eso es tan hermosa para algunos y tan peligrosa para otros. Por eso es que la literatura se silencia y por eso es que, a lo largo de la historia del mundo, se han quemado tantos libros una y otra vez. Sobre los libros quemados, que es la memoria amordazada de la humanidad, se cimientan los poderes. Por eso hay que escribir más y más libros, aunque pienses que algún día los tuyos también puedan ser quemados. Es una lucha entre las palabras y el fuego que quiere tragarse esas palabras.
- Si tuvieras que recomendarme autoras cubanas de tu generación, ¿en quiénes piensas?
- Serían cinco, como los dedos de una mano: Dainerys Machado, Yadira Álvarez, Martha Acosta, Agnieska Hernández y Jamila Medina.
- El cielo de la selva es tu tercera novela publicada en España, país donde recibiste el Premio Cálamo a Mejor Libro del Año de 2021 por La tiranía de las moscas. Para una caribeña, ¿es más fácil publicar en Latinoamérica o en España?
- No sé si es raro, ni siquiera sé si es curioso, pero me es más fácil publicar en España. Creo que eso en gran parte se debe no solo al apoyo que reciben las autoras latinoamericanas aquí, sino también a que en España tengo a lectoras y lectores muy fieles, libreras y libreros que leen críticamente mis libros y que se han convertido en pilares fundamentales de mi carrera. En España se encuentra mi agencia y también las dos editoriales que me han abierto sus puertas (Barrett y Lava). Todo esto va creando comunión, una casa, un lugar al que volver. Me afana, eso sí, que mi literatura se publique más en Latinoamérica, que nuevas editoriales les abran las puertas a mis libros. Latinoamérica es mi tierra, es el continente donde se encuentra una parte importante de mi vida y de mi escritura.