Más allá de la explotación mediática que la crónica roja hace de la violencia, millones de personas viven y sobreviven a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, ajenas a los grandes titulares donde los problemas cotidianos no tienen lugar.
La poeta mexicoestadounidense Ana Carrete ha narrado la condescencia del continuo profiling racial, de género y clase al que tiene que someterse tanto en su vida laboral como en su vida personal. Y lo hace en su poesía donde además de todas esas contradicciones expresa el angst milenial sin autocompasión. Como en su serie de poemas Teaching Spanish in the USA, donde las paradojas de su identidad binacional convergen de manera algo absurda y cómica con la cultura de los memes y los malentendidos generacionales. Carrete nació en San Diego, California, en 1985, aunque creció en Tijuana, México. Al igual que todas las personas que viven en la frontera y que tienen doble pasaporte, su identidad siempre está en el ojo de la tormenta. Sin embargo, la historia nos enseña que no siempre fue así.
El suroeste estadounidense, esa extensa región, en su mayor parte desértica y también con un gran acceso costero al Pacífico, no siempre fue territorio de la potencia del norte. Luego de una sangrienta guerra entre 1846 y 1848 y el controversial Tratado de Guadalupe Hidalgo, México perdió más de la mitad de su territorio, junto con vastas zonas de explotación minera e industrial. Unas tierras que se extendían por los actuales estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Texas, Colorado, Arizona y partes de Wyoming, Kansas y Oklahoma. Para compensar esa pérdida, los Estados Unidos indemnizarían a México por los daños causados durante la guerra. Sin embargo, en la ratificación posterior del tratado, el Senado estadounidense eliminó y modificó artículos que garantizaban el respeto a la ciudadanía, la propiedad y la seguridad de los mexicanos que quedaron en territorio estadounidense. Por eso, en el sugestivo imaginario de la teórica cultural Gloria Anzaldúa, pionera de los estudios sobre la subcultura chicana, este es territorio de Aztlán. A medio camino entre la historia y la mitología, sería uno de los establecimientos de las más antiguas culturas aborígenes de todo el continente. Y destino de la peregrinación continua de inmigrantes del mismo México, de Guatemala, y del resto de los empobrecidos países de América Central que, en su nunca mejor dicho derrotero, encarnan una procesión milenaria a su lugar de origen.
Ese hogar ahora está delimitado por una línea de alambre de púa. Así definía Anzaldúa su herencia mestiza, atravesada por esa gran cicatriz incurable: la frontera entre Estados Unidos y México. Un espacio transcultural cuya frágil epidermis está marcada en el pasado por las huellas sangrientas de guerras de más de dos siglos. Una cicatriz que sigue abierta en el presente debido a la geolocalización transnacional de capital a través de la industria maquiladora, así como se ha convertido en un territorio disputado por los cárteles que gobiernan redes de narcotráfico y tráfico de personas, en continuo derrame de inmigrantes, víctimas de las mismas políticas de exclusión que los echaron de sus países de origen.
Sobre estas cicatrices del pasado, el presente y el futuro, dos escritoras mexicanas residentes en El Paso, Texas, comparten con COOLT la experiencia de vivir y escribir desde la frontera.
Alaíde Ventura, entre la tragedia y el preciosismo
La primera de ellas es Alaíde Ventura Medina (Xalapa, 1985). Residente desde hace tres años en uno de los territorios urbanos fronterizos más grandes del mundo, Alaíde se mudó desde México DF, donde vivió por 12 años, hasta El Paso, Texas, con una beca para estudiar escritura creativa en la Universidad de Texas en El Paso (UTEP). Sin embargo, lejos de ser una principiante cuando llegó a UTEP, Alaíde ya contaba con reconocimiento, a pesar de su breve trayectoria. Su novela Como caracol (SM, 2019) recibió el premio Gran Angular de literatura juvenil, mientras que con Entre los rotos (Tránsito, 2021) obtuvo el premio Mauricio Achar.
Esta última novela cuenta desde la mirada una chica joven el efecto que ha tenido en su hermano menor la violencia ejercida por su padre. Es una tragedia familiar con un poco común equilibrio, que nunca desborda el melodrama aunque nos rasguñe el corazón. Entre los rotos trata con un inusual precisionismo poético, el trauma, así como el duelo y la pérdida. Su lenguaje, contenido pero de gran intensidad lírica, parece una valla de defensa ante el drama que cuenta. En México, Hugo Arrevillaga realizó una adaptación teatral con Patricia Loranca como actriz principal.
Alaíde explica a COOLT que ese sutil equilibrio lo logra gracias a que no considera la literatura una especie de catarsis. Y se presenta a sí misma como “una escritora de diario (bitácora), una compulsiva de la documentación, que ha conseguido hacer de sus obsesiones un oficio”. Además, nos confiesa que trabaja mucho a “fuera de la libreta, fuera de la literatura”. Hace terapia, medita, prioriza, cuida su alimentación y descansa y después acude a la página a dotar de sentido a toda esa experiencia que llega prefiltrada, “como el café de supermercado”. A lo que agrega: “Antes usaba la metáfora de la mesa de disección (como que me abro la entraña frente a todos). Creo que sigue aplicando, nomás que cada vez soy más consciente de que hasta la entraña viene maquillada”.
Y hablando de experiencias directas, Alaíde es una gran aficionada a la bicicleta, deporte que la ha impulsado a conocer mejor ese vasto espacio real e imaginario que es el desierto del sureste americano. Un territorio que ha afectado a la autora, que se reconoce influenciada por la transfrontera/cultura/idioma: “¡Estos cielos! Dios mío. El silencio, la amplitud de horizonte. Yo que vengo de la exuberancia del verde, de pronto me encuentro invadida por el azul. Mira, hasta poético es esto, es que no hay otra manera de decirlo, realmente, los amaneceres y los atardeceres del desierto son impronunciables”, dice, entusiasmada.
Un elemento que caracteriza, hasta el momento, la obra de Alaíde son las protagonistas jóvenes y adolescentes. Voces que según la autora “hablan solitas”. Y cuenta que su método se asienta en la construcción del personaje. Es decir que ella primero le da vida en su cabeza y en el papel a ese elemento, y después comienza a desenrollar la trama y pulir el estilo, “en ese armado, el proceso es natural, tanto de dónde viene la voz, dónde nace, cómo funciona cómo suena, hacia dónde va dirigida”. A pesar del predominio de estos personajes y las historias de iniciación en su novela, Alaíde es una escritora con ambición de no encasillarse en ningún género y borrar sus divisiones: “Con el tiempo me gustaría acercarme a ese tipo de literatura que es algo en medio, tipo David Almond o Annabel Pritcher”.
Sylvia Aguilar, la reescritura constante
Esta inclinación hacia los personajes adolescentes también está presenta en la obra de otra escritora mexicana residente en El Paso, Sylvia Aguilar Zéleny (Hermosillo, 1973), quien, además de una prolífica actividad como escritora para adultos y adolescentes, coordina la edición online del MFA de Escritura creativa de UTEP. Sylvia coincide con Alaíde en lo importante que es el desarrollo de personajes, un método llamado “Character Driven-Stories” que según su punto de vista se basa en “subir o bajar la lumbre dependiendo del efecto que se quiera lograr en el público”. Esta es la técnica que usó para su libro Nenitas (Nitro Press, 2013), merecedor del premio Ciudad de la Paz y configurado por un mosaico de poderosas voces femeninas y escenarios donde las microviolencias laten en el fondo, aunque sin nunca llegar a estallar del todo.
Según la autora, este poderoso libro coral fue el puntapié inicial para The Everything I Have Lost (Cinco Puntos Press, 2020), una historia de iniciación de una adolescente que vive entre Juárez y El Paso y cuyas rutinas y vida familiar se verán afectadas por una inminente tragedia. El libro fue escrito originalmente en castellano (Todo esto es yo, Premio Nacional de Novela Tamaulipas 2014), pero cuando la autora intentó traducirlo se dio cuenta que no alcanzaba a expresar lo que quería. Así que la edición en inglés fue escrita en ese idioma con una ampliación del mundo de la inquieta Julia, de 12 años, a quien seguimos a través de los registros de su diario en su periplo entre las dos ciudades fronterizas.
Esta atención a la escritura como proceso, reescritura constante, es uno de los modus operandi de esta autora, a quien se puede conocer más allá de México y Estados Unidos gracias a El libro de Aisha (Literatura Random House, 2021). En esta obra “escuchamos” las diferentes voces familiares y amigas que cuentan la historia de Patricia, devenida “Aisha” después de casarse y convertirse al islam. A medio camino entre la autoficción y la novela coral, Sylvia nos hace entrar en un drama familiar donde subyace la violencia de género y los fundamentalismos religiosos, ofreciendo preguntas más que respuestas sobre las condiciones que generan tales violencias. Autoconsciente de la propia hibridez del libro, Aguilar resuelve la tensión entre forma y contenido optando por una multiplicidad de lenguajes (el diario, la carta, los testimonios). De esta forma, la escritura de Aguilar, al igual que esas frazadas que unen retazos de otras telas, muestra sus costuras como proceso y no como producto. Un proceso que, en términos de Phillip Lopate citado por la autora, plantea la escritura como “un viaje del pensamiento”. El viaje no solo está tratado como tema, sino que también afecta la vida cotidiana de la autora, quien reside desde hace más de 11 años en El Paso. Un lugar donde la experiencia del cruce fronterizo diario ha devenido en relatos y también curiosas anécdotas, como la de un restaurante con dos cajas registradoras: una donde se cobra con impuestos del estado de Nuevo México y otra, de Texas.
La vida en la frontera también será el eje de la próxima novela de la autora, Basura, una historia de tres mujeres ambientada entre El Paso y Ciudad Juárez que publicará Tránsito el próximo mes de abril.
Más allá de las anécdotas y las curiosidades, la vida transfonteriza ha dejado una huella en la experiencia vital y creativa de estas escritoras en cuyas genealogías aparecen tanto Elena Garro, Sandra Cisneros, Jamaica Kincaid y Margo Glanz o más cerquita, la obra de Margarita García Robayo y Gabriela Damián, en el caso de Alaíde Ventura, y los cruces entre poesía y no ficción de autoras emergentes como Jasminne Mendez y Mónica Ortiz, mencionadas por Aguilar. Y así es como tres generaciones diferentes conviven, desde los experimentos de ese sugestivo artefacto literario que es la autoficción en Sylvia Aguilar Zéleny, pasando por el acercamiento a la tragedia familiar en Alaíde Ventura, a la sublime poesía del angst milenial en Ana Carrete, estas autoras escriben desde la frontera, no solo como territorio geopolítico sino haciendo implosionar las fronteras entre los géneros literarios. Fronteras geográficas y culturales, límites que son trasvasados por diferentes poéticas desde ese terreno, esa cicatriz aún abierta a la experiencia vital, la imaginación y la escritura.