La discusión estalla en la cola de las entradas. Alguien acusa a alguien de haberse querido colar y los insultos vuelan. Como suele ocurrir en estos casos, la cosa no pasa a mayores y las agresiones —floridas, aliteradas— se limitan a lo verbal. De todas maneras, cuando por fin uno llega a la ventanilla y compra la entrada, los ánimos ya están caldeados y los contendientes, antes de entrar, se miran con furia. En la escena, habitual en Argentina, hay algo llamativo: no se trata de una cancha de fútbol ni un concierto de rock, sino de la feria del libro.
Esto, que puede haber pasado o no en la última edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, clausurada ayer, sí ocurrió, con toda seguridad, hace unos años. Quien esto escribe fue testigo. No es para extrañarse: Argentina, y en especial Buenos Aires, es un lugar en el que los conflictos —que suelen ser constantes— se viven a flor de piel y la consigna tácita parece ser: ante la duda, proteste; cualquier cosa, reivindique; y, citando al gran humorista Tato Bores, “no se queje si no se queja”.
Si, desde hace años, Buenos Aires se jacta de tener la avenida más larga del mundo (Rivadavia) y la más ancha (9 de Julio), la página web de la Fundación El Libro asegura que la Feria, con sus tres semanas de duración y sus 45.000 metros cuadrados, es la más concurrida del idioma español, con una asistencia media estimada en más de un millón de personas. Los números de la edición de este año, la número 46, son abrumadores y celebratorios: cifra récord de más de 1.320.000 visitantes, más de 600 stands, más de 1.500 expositores, una cantidad similar de actos, encuentros y propuestas culturales, 40 países representados, un stand para cada una de casi todas las provincias argentinas, decenas de invitados internacionales, un incremento en las ventas del 20% respecto de la edición anterior, La Habana como ciudad invitada y, para que no falte, también un stand dedicado a la disidencia cubana.
En 2019, cuando la ciudad invitada fue Barcelona, la controversia aledaña a la cuestión lingüística e identitaria catalana pasó prácticamente desapercibida, al lado de, por ejemplo, los gritos que recibió el secretario de Cultura de la nación, Pablo Avelluto, durante el acto de inauguración, o de los ríos de gente que acudieron a la presentación de las memorias de Cristina Kirchner. Para polémicas, las nuestras, parecía decirle la feria a la delegación catalana. En 2011, la posibilidad de que el entonces flamante premio Nobel Mario Vargas Llosa, declarado antikirchnerista, vinculado con la derechista Fundación Libertad y gran difusor del neoliberalismo latinoamericano, estuviera a cargo del discurso inaugural inflamó los ánimos de gran parte del sector intelectual del país. Y, mucho antes, cuando el predio donde se celebra la feria era otro, más pequeño que el actual, la presencia del entonces presidente Menem en el palco de honor, rodeado de algunos de sus funcionarios más corruptos y con cada una de sus palabras acompañadas de los atronadores bombos peronistas de Tula y sus muchachos, también generaba algún que otro rifirrafe. Prácticamente desde su inauguración, en 1975, la Feria del Libro de Buenos Aires es así: un reflejo de la sociedad en la que se inserta, un caldero donde se cuecen los conflictos existentes, los del pasado y los que vendrán. Pocas cosas hay más alejadas del presunto silencio y recogimiento que supuestamente son los elementos necesarios y esenciales del acto de leer que el ruido de esta feria; pocas cosas más vitales, también.
Por eso a nadie debería sorprender que la edición de 2022, “la más esperada de la historia”, según algunos, teniendo en cuenta la interrupción forzada de dos años que trajo la pandemia, también se iniciara con una enorme polémica provocada por el discurso, también inaugural, del escritor argentino Guillermo Saccomanno. El jueves 28 de abril, la tarde, a pesar del fuerte frío otoñal, rebosaba de optimismo. Las jornadas profesionales (una suerte de prolegómeno de la feria para los trabajadores de la industria) habían sido un éxito sin igual y una energía eléctrica atravesaba el aire: sonrisas enormes, risas estentóreas, abrazos, besos y palmadas, que dejaban muy atrás a algún aislado grito de protesta contra el homenaje a la cultura oficial de Cuba. El acto inaugural, en el recinto del restaurante El Central, se inició, a pesar del carácter civil y privado de la feria, con todos los asistentes de pie y cantando el himno nacional argentino. “Sólo falta que hagamos una misa”, se quejó uno de los escritores presentes; aún así, nadie se quedó sentado. Una cinta con los colores de la bandera cruzaba el estrado. En Argentina, los símbolos patrios concitan una especie de reverencia pop, oscilante entre el énfasis orgulloso y un cuestionamiento a veces lindante con el desprecio.
Llegaron los primeros oradores: Ariel Granica, presidente de la Fundación El Libro, organización responsable de la feria, desgranó cifras lóbregas y desesperantes. Tristán Bauer, ministro de Cultura de la nación, tendió un manto soporífero sobre los presentes, antecedido por Enrique Avogadro, ministro de Cultura de la ciudad, quien, misericordiosamente breve, apostó por la intrascendencia. Las cosas se habían animado un poco antes, con el melodramatismo beligerante anticuado y algo ridículo de la representante de La Habana, Tatiana Veira Hernández. Entonces, subió al escenario Saccomanno. Y no dejó títere con cabeza. Con excepción de los escritores y periodistas, nadie se libró de sus dardos; desde la feria misma (“una feria de la industria, no de la cultura”) y los libros que allí se exhiben (“los libros que más se venden, complacientes con una visión quietista del poder”) pasando por el recinto donde se realiza, la sede de la Sociedad Rural (“institución que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y destruyeron libros”), los editores (que viven de la sangre de los autores), hasta las deficientes políticas gubernamentales, incluyendo ataques directos a la ministra de Educación de la ciudad (autora de “exabruptos fascistas”) y al allí presente Avogadro. En el discurso de Saccomanno (quien, por otra parte, ganó el premio Seix Barral en 2010 por El oficinista, es decir, no precisamente un antisistema), no faltaron referencias a conceptos y autores marxistas y la visión de la teoría literaria como teoría política. El autor aclaraba, también, que había pedido —y recibido— una importante suma de dinero por su discurso, y mencionaba las discusiones que eso había causado entre los organizadores. De esa forma, ponía en escena la que tal vez era su tesis central: no hay nada fuera de la plusvalía y la relación entre el autor y el lector (lema histórico de la feria) está enturbiada por el dinero.
Prácticamente la totalidad de los presentes aplaudió de pie y ninguno pareció acusar el golpe, como si la cosa no fuera con ellos. Más tarde, con el transcurrir de los días, los medios se llenaron con defensas encendidas y ataques virulentos, todos participando gozosamente de la discusión, alimentando la tradición de la polémica.
Es que así, finalmente, es la Feria del Libro. Un inmenso escenario de ideas enfrentadas y controversias, con innumerables puestos de comida cuyo olor a fritanga lo inunda todo, decenas de actos al mismo tiempo, algunos con música, todos compartiendo el espacio sonoro. Colas interminables en los auditorios y otras, apenas más reducidas, en las cajas de los stands de los grandes grupos, como Planeta y Random House, que reclaman la atención del público en el centro del principal pabellón, separados apenas por un angosto pasillo y que no hacen más que replicar los títulos que se encuentran en cualquier librería. Más allá, en los pabellones azul y amarillo, editoriales más modestas como Tren en Movimiento o Libros del Zorro Rojo deslumbran con ediciones cuidadas y títulos en verdad novedosos. En uno de los stands de las provincias, una actriz, vestida de soldado de la Independencia, recita una épica grandilocuente, mientras los estudios móviles de varias emisoras transmiten directamente desde la feria, rodeados de público. Delante de uno de ellos, la gente escucha de pie el discurso de la vicepresidenta Cristina Kirchner, y un poco más allá dos lectoras jóvenes debaten sobre los méritos de Haruki Murakami o Milan Kundera. En uno de los stands más importantes se anuncian, uno encima del otro, los actos de Vargas Llosa, Javier Cercas, la especialista en horóscopo chino Ludovica Squirru, Cayetana Álvarez de Toledo, el célebre juez Eugenio Zaffaroni y los dibujantes Tute y Liniers. Y, en medio de toda esa sobrecarga de estímulos, en cada mesa, miles y miles de libros: muchos —la mayoría— adocenados, descartables, efímeros, pero muchos otros, también, una celebración de la escritura, la promesa de una aventura, el futuro en el horizonte de cada página.