“Hablemos de violencia”, le digo. “Hablemos violencia”, responde Fernanda Melchor (Boca del Río, Veracruz, 1982) frotándose las manos. Si en lugar de beber agua mineral hubiéramos pedido dos vasos de bourbon y un cenicero nadie hubiese dudado de que planeábamos algo turbio. Y tal vez lo fuera. Bucear en las entrañas podridas del machismo tóxico, entrar en la mente de un asesino —en realidad, dos— para especular sobre lo que la mexicana llama esos “momentos blancos de silencio” no es deporte fácil ni siquiera para una autora cuya literatura “arrastra” y “arrasa”. Casi como una tormenta tropical, un huracán Grace, Stan, Gilberto... o Fernanda.
De los mismos manglares infestados de mosquitos de La Matosa, ese antimacondo tropical creado por Melchor en Temporada de huracanes (Literatura Random House, 2017), surge Páradais, el complejo urbanístico de lujo que da nombre a la tercera novela de la escritora. Un lugar depredado a la selva donde dos chavales se esconden para echar unos tragos a orillas del río: Franco, un adolescente güero y gordo con los dedos siempre pringados de frituras, un futuro en una escuela militar y una obsesión malsana con su vecina MILF; y Polo, un chaval de clase humilde y carne del narco, constantemente humillado y explotado por sus patrones de Páradais y —al menos eso cree él— por las mujeres de su familia. Hay algo que los hermana, pero ¿el qué? Un deseo no saciado. O mejor dicho, la esperanza de satisfacerlo.
Hay algo en el poder de una mujer que a algunos hombres les aterra y los vuelve locos
“A veces la esperanza es lo más terrible que puede existir”, cuenta Melchor, para quien la torpe alianza entre un pijo confiado de la impunidad que le da su clase social y un “moreno del otro lado del río” sin ningún privilegio está basada en algo más que ser jóvenes o tener un problema con la bebida; ambos comparten la idea de la relación entre sexos como una guerra que creen que deberían ganar.
“La misoginia no sólo está anclada en el odio, sino en el pavor. Hay algo en el poder de una mujer que a algunos hombres les aterra y los vuelve locos”, asegura la autora. “Algo muy atávico que tal vez provenga de la capacidad de la mujer de engendrar vida y su fuerza para salir adelante con sus propios medios o con ayuda de otras mujeres. En sociedades donde la mujer se convierte en una máquina de cuidados y responsabilidades —aparentes matriarcados— es donde el machismo existe”. Pero, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿La mujer que sobrevive sin necesidad del hombre (o a pesar de él) o el machismo tóxico que las quiere sometidas o muertas?
Una realidad de nota roja
Cuando Melchor no entiende el mundo que la rodea hace lo que mejor se le da: escribir una novela. Fogueada primero en el periodismo narrativo —“Quería estar en el remolino de la vida y practiqué la crónica en las épocas en que quería escribir una novela y no sabía cómo”, dice—, su Veracruz natal no solo ha influido en su estilo impregnado de oralidad, sino también en su universo, convirtiéndose en un semillero de historias de una violencia que tiene su propia lógica y donde batos, culeros, escuincles, ¡hijos de la chingada!, esquivan la guadaña o la afilan como pendejos. Personas que viven en poblachos de mala muerte, lugares salvajes con nombres imposibles —Salsipuedes, Lengua de Buey, Pitorreal, La Matosa…— que Fernanda conoció y de los que solo se habla en las páginas de Sucesos o en publicaciones de nota roja.
Un ejemplo: el brujo asesinado por su amante que inspiró Temporada de huracanes. “Leí la noticia en un periódico y me alucinó que el periodista lo contase tan normal y que las autoridades declarasen que el muchacho había matado al brujo en defensa propia porque estaba haciendo brujería a su mujer”, cuenta Melchor. “Pensé: ‘vaya, ¿en qué tipo de país vivimos?’. De hecho, la historia estuvo mucho tiempo en su cabeza. La escritora se fue a vivir a Puebla, se convirtió en ama de casa y en mamá de la hija de su pareja, y mientras tanto daba vueltas y vueltas a cómo podría seguir en el remolino. “El año 2015 fue cuando asesinaron a más periodistas en Veracruz y una mujer sola viajando y haciendo preguntas incómodas era muy arriesgado, pero necesitaba contar esta historia y decidí convertirla en una ficción. Me dije: ‘Voy a hacer literatura de la realidad. Quiero escribir otro A sangre fría”. Entonces La Matosa, un espacio inventado, habitado por los peores miedos y angustias, al igual que el condado de Yoknapatawpha creado por William Faulkner o La Región de Juan Benet, fue tomando forma hasta rebasar la ficción y nutrirla de vuelta.
“Un día un amigo me dijo que existía una Matosa real, una comunidad de pescadores de no más de 100 habitantes cuyas tierras habían comprado una inmobiliaria para construir una urbanización de lujo”, recuerda Melchor. Y ahí nació Páradais. Uno de esos fortines tan comunes en un país donde el crimen organizado, matiza, obliga a sus habitantes, no importa si son muy ricos o de clase media, a contratar guardias de seguridad y bunkerizar sus residencias para protegerse.
Sin embargo, la selva que la rodea es también un personaje; el espejo del estado de ánimo de sus personajes (un chivato natural) y el único remanso de calma que encuentran tanto ellos como el lector en medio de un vértigo incesante. Despiadado.
Un vértigo y una caída libre, entre el deseo patológico, maternal y grimoso de Franco el gordo por su vecina Marián y la desesperación teñida de excusas de Polo, su cómplice en un feminicidio ya cometido pero que el joven jardinero hilvana y deshilvana en su memoria mientras trata de que no se le vean los costurones a este “hijo saludable del patriarcado”.
Entretanto, el ruinoso caserón de la Condesa Sangrienta, una Elizabeth Bathory veracruzana, acecha entre los manglares para convertirse en demiurgo del miedo a la mujer, como lo hacen los súcubos y las vampiresas que pueblan las leyendas. “Soy una gran fan de la literatura de terror, pero en mis novelas lo sobrenatural está anclado a la realidad social. Vengo de un lugar donde la gente convive que esta mezcla de creencias, entre el catolicismo, la santería, las religiones africanas… y que mis personajes crean en ello me ayuda a encontrar símbolos que explican su relación con el mundo”, sostiene la escritora, admiradora de la argentina Mariana Enríquez.
Practiqué la crónica en las épocas en que quería escribir una novela y no sabía cómo
Ahora bien, si el rompecabezas que arma y desarma Polo para justificar ante su interlocutor fantasma (¿la policía? ¿nosotros?) su falta de responsabilidad en el crimen es terrible pero humano, mucho más difícil es explorar los motivos de un “pequeño monstruo” que si quiere, tiene. Franco, tan falto de cariño como de empatía. Tan arrebatado por la obsesión que es un enigma despreciable incluso para el propio Polo: “¿Por qué alguien así (de privilegiado) querría mandarlo todo a la mierda nomás para meterle la ñonga a una maldita perra y decirle que la amaba?”, escribe Melchor metida en la cabeza del personaje. Y aún sigue divagando cuando el crimen ya está a las puertas, casi servido: “¡Y todo para enterrarle el fierro a una vieja! Como si una vil panocha justificara todo ese esfuerzo, toda esa energía, la hecatombe que tendría lugar, el apocalipsis de sus vidas, todo arrasado por un maldito coño que era exactamente igual a cualquier otro: un hueco negro, baboso, lamoso, hediondo a ciénaga podrida”.
Hasta llegar fajados y sin aliento —esta es la sensación que produce el viaje propuesto— a un clímax cinematográfico que es una sucesión de instantes casi mudos: “La lluvia helada que caía sobre sus rostros velados en gruesos goterones tupidos; las ganas de mear confundidas con miedo a la hora de entrar por la puerta de la cocina, abierta y sin seguro, tal como el gordo había previsto (...). Las piernas de Maroño asomando del edredón que cubría su cuerpo, del otro lado de la cama, la mancha de sangre que crecía sobre la tela blanca mientras el gordo paseaba furioso por la habitación, vociferando, ayúdame a amarrarla, esto es más difícil de lo que creía, no se deja hacer nada, mientras se tironeaba la verga con la mano izquierda, tratando de salvar la mediocre erección…”, escribe Fernanda como si nos balease con imágenes.
Guiones, xánax, granolas
Y la historia de una obsesión adolescente que no termina con un happy end. La idea había salido rugiendo en 2016, mientras Fernanda terminaba de corregir Temporada de huracanes, la novela por la que sería reconocida internacionalmente. En aquel entonces la mexicana todavía compaginaba su labor de escritora con la de ama de casa y mamá postiza. Pero en 2018 tuvo uno de esos momentos poco frecuentes en la vida de un escritor en que comer, dormir, leer guiones y escribir era cuanto se esperaba de ella. “Me había trasladado a un apartamento en Ciudad de México para trabajar en Somos, una miniserie para Netflix basada en la historia de Allende, una ciudad mexicana masacrada por los narcos, y, para variar, nos centrábamos en la perspectiva de las víctimas. Desde las 9 a las 17 horas, me exprimían en un cuarto de escritores; luego llegaba al apartamento, tomaba una siesta y escribía el primer borrador de Páradais hasta media noche, cuando me tomaba un xánax y me iba a la cama. A la mañana siguiente, me comía una granola y regresaba al cuarto de escritores”, resume la escritora, que en un mes consiguió una primera versión que habría de verse pausada por el éxito de su anterior novela hasta que la pandemia impuso la calma necesaria.
Quería concisión, una novela breve en que poder desarrollar y comprimir todas las técnicas aprendidas. Un artefacto pensado con la estructura aristotélica del guion donde manejase el oficio con la precisión de un cirujano y que le permitiese contar lo que quería contar y ocultar lo que no sabía sin que se le notase. El peligro son los puntos ciegos, esos espacios de misterio que, según Melchor, hay en cada uno —incluyendo a los personajes. Esa violencia inexplicable que es antes y después del libro.
En la biblioteca de Páradais:
- Las lealtades, de Delphine de Vigan (Anagrama, 2018).
- Elsinore, un cuaderno, de Salvador Elizondo (Ediciones del Equilibrista, 1988).
- Viaje a la tierra caliente de Álvaro Mutis, de Mario Barrero (Universidad de los Andes, 2020).
- Suttree, de Cormac McCarthy (Random House, 1979).
- Cualquier obra de Agota Kristof, maestra de la crueldad y la concisión.