El ritual de escribir un diario de vida es diferente para cada persona que emprenda uno, pero hay una base común: el diario es un otro silente, cómplice y leal. No juzga. Entiende, ofreciendo una página en blanco luego de otra ya completada. En un diario, el dicho “dueña de tus silencios y esclava de tus palabras” no existe. Entonces, ¿qué es posible encontrar en una compilación de casi cuatro décadas de cuadernos escritos —sin el afán de ser mostrados— de una de las fotógrafas chilenas más interesantes de finales del siglo XX?
“Al principio no me di cuenta de la importancia de que iba a ser leída en letras de molde”, dice Julia Toro, de 89 años, desde un sofá de su casa, a través de una videollamada. “Los cuadernos en realidad se hicieron en la intimidad de mi pieza con la intención de sacarme el día escribiéndolo”. Así que, al inicio del proceso para publicar Diarios, tuvo “susto”, reconoce. “Estaba nerviosa y me daba cuenta que había sido muy, muy, muy ligera de cascos. Muy ingenua… En realidad, yo no me acordaba de lo que estaba escrito”.
Dice que el proceso fue así: entregó los cuadernos y se los llevaron. La editora Paz Balmaceda, de Lumen, comenzó con la edición. “Después yo los volví a leer y encontré que estaba todo extraordinariamente bien elegido. Ahí fue cuando entendí lo que era el trabajo de una editora, la que saca el grano de la paja”, dice. “Eso para mí es un trabajo fascinante, y más que alguien lo hubiera hecho con algo escrito por mí”.
La fotógrafa reconoce también que el proceso “desde el cuaderno calientito, al lado del lapicito” hasta la publicación fue tan largo que se siente ajena. “Y creo que [los diarios] son ficción, aunque me reconozco en ellos, pero el trabajo de la editora en la elección del material fue tan, pero tan bueno, que eso le dio una calidad literaria muy sorpresiva para mí”, dice.
Julia nació en Talca, una ciudad a casi 250 kilómetros al sur de Santiago de Chile, en 1933. Pronto se fue a vivir a la capital con sus abuelos, una familia de clase acomodada. Es prima del escritor José Donoso. Estudió pintura con los maestros Carmen Silva, Adolfo Couve y Thomas Daskam. Se casó muy joven con su primer novio y tuvo tres hijos: Patrick, Julia y Bernardita. Luego vino el divorcio —un verdadero golpe para la época— y se enamoró otra vez, del fotógrafo Jaime Goycolea.
Y la fotografía también llegó así. Como el amor. Fulminante.
“Antes de conocer la fotografía yo era una mujer burguesa, casada, con niños en el colegio. Después mi vida cambió radicalmente, me junté con un fotógrafo y ahí empecé a ver la magia de esto. La fotografía me tomó a mí de sorpresa y de repente estaba inmersa en algo que me tenía absolutamente fascinada. Tampoco creí que alguna vez esas fotos iban a ser conocidas, al igual que con los cuadernos”, dice.
La primera vez que tomó en sus manos una cámara fue para hacer una parodia de Jaime: “Encontraba que eran tan locos los fotógrafos que se subían arriba de los árboles, que se tiraban al suelo, entonces yo le dije que me prestara la cámara y lo imité. Me tiré al suelo y tomé una foto que hace poquito estaba exhibiéndose en el Centro Cultural La Moneda. Claro, yo venía con el ojo entrenado por la pintura, pero cuál sería mi sorpresa que al mirar a través del lente y apretar el obturador, podría obtener lo que nunca había podido con la pintura. Y caí rendida en esa idea. En seco”.
Y ese juego inicial fue el que más tarde la transformó en una testigo privilegiada del movimiento cultural de vanguardia de los años ochenta, en el que se encontraban personajes como Vicente Ruiz, o el colectivo de performance compuesto por Pedro Lemebel y Francisco Casas, Las Yeguas del Apocalipsis, Diamela Eltit y Raúl Zurita.
Pero no solo el afuera está narrado en la obra de Julia Toro, sino también lo íntimo. En plena dictadura de Pinochet, Julia miró hacia adentro: los niños, la casa, los patios de sus casas, almuerzos, vacaciones. Y también lo que pasa con los cuerpos cuando se buscan. Julia recuerda un día de la década de los setenta en el que iba por el pasillo de su casa y vio a su hija Juli, de 17 años, en su habitación. Estaba embarazada. Se detuvo a mirarla. “Era un embarazo tan precioso, recuerdo que se veía tan linda… Fui corriendo a decirle a Jaime que viniera a tomar la foto y él me pasó la cámara para que lo hiciera yo. Yo digo ahora que me ungió y me enseñó lo básico. Ahí disparé mi primera foto consciente y no la dejé nunca más”.
Cada día tiene su afán y cada obra contiene magia. En la de Julia, específicamente en aquellas cargadas de erotismo, la magia está en las luces, las sombras, las formas que inventan los cuerpos, pero también en la fantasía de imaginar cómo llegó ella allí. Cómo se volvió ella tan invisible y el obturador tan silencioso. La fotógrafa dice que es porque aquello era parte de su vida. “Empecé a fotografiar lo más inmediato, entonces, las fotos eran tomadas con mucha libertad. Y vivía en un ambiente medio hippie, había mucha libertad hacia el desnudo, no era una cosa de otro mundo. Además, tenía dos hijas muy lindas y amorosas conmigo. Yo les pedía fotografiarlas. Hacía unos encuadres muy interesantes y ellas eran muy colaborativas”.
- En su libro hay una belleza similar a la de sus imágenes en las palabras escogidas para hablar del cuerpo. Independientemente de lo que se dice, es la manera de exponerlo. Hay una aproximación a eso que me parece muy conmovedora, tanto en su obra escrita como fotográfica.
- Creo que eso es perderle el miedo al cuerpo. El miedo a lo íntimo y a lo cotidiano. Que el cuerpo sea tan natural como los árboles, como las flores. Porque hay mucho cariño involucrado. Creo que eso también me dio la confianza para hablar en mis cuadernos. Estaba protegida por la intimidad del cuaderno. Sin pudores. Sin falsos pudores.
- Esa naturalidad de la que habla, décadas atrás era una meta muy difícil de alcanzar, sobre todo para las mujeres, y siguen existiendo roles y opresiones, a pesar de que los contextos cambien.
- Va a ser difícil que eso deje de existir del todo. Es un proceso largo. Yo tuve la suerte de que me cambió la vida, completamente. Y pasé a tener una vida sin tapujos, más auténtica. Y en esa vida, claro, eres joven y estás enamorada. Va a haber sexo. Va a haber de todo. Eso es bello. No hay nada manchado. Es impecable. No tiene segundas intenciones, sino que mostrar una cosa bonita.
En medio de esta conversación, Julia explica lo que es para ella el “estado fotográfico”. Habla de ese momento muy especial, cuando el ojo está puesto en el visor y no tiene que ver con la curiosidad de lo que se observa, sino con la plasticidad. “Lo que veo se renueva con lo que me estimula. Ese es el estado fotográfico, cuando tú estás realmente capturada. El ojo está al servicio de lo que ves, eso te enamora y disparas”, dice.
- ¿Qué le cautiva hoy?
- Ya pasaron los años de la gran pasión. Ahora ya tengo 89 años y todo va menguando, pero el amor por la fotografía, no. Ese es un amor muy curioso, muy resistente.
- Dice que hay cosas que van menguando, pero ¿no ve en ese camino una aproximación a la libertad total? A nivel reflexivo incluso, sobre las cosas en las que una piensa, cree o le importan.
- Yo ya no salgo a la calle. Pero esa libertad total la sentía tirándome al suelo y subiéndome a los árboles para tomar una foto. Eso ya no lo hago, aunque la fascinación por mirar a través del visor, eso no cambia. Parece que no soy muy reflexiva, soy más del actuar. Las reflexiones las puedo plasmar en el cuaderno, porque sigo escribiendo. Es un hábito, una cosa muy sana para el espíritu y la cabeza. Escribo con lápiz. Además, mis diarios tienen hasta dibujos, son ilustrados.
Es cierto. Diarios comienza en 1983, cuando Julia parte a vivir al Valle del Elqui junto a Jaime y su hijo Mateo, de 10 años. Y desde ese momento hasta 2019, hay dibujos, listas, citas de autores que le interesan, pensamientos dolorosos, alegres, rabiosos, eróticos, espirituales y mundanos. Uno de los temas que también abarca es el de la precariedad laboral y la persistencia en su oficio, a pesar de ello.
“Pero eso es común en los artistas, no es nada más”, cuenta. “Es un estado siempre precario, y te da un estilo y te ayuda en el desarrollo de la parte sensible, digamos. Creo que en la precariedad la sensibilidad está más a flor de piel, porque no estás sentada en un sillón tranquila. Si hubiese estado con un chofer esperándome afuera, las fotos no habrían sido iguales. No habría llegado a los lugares en los que vivía”.
- Su libro también está cruzado por el amor en sus diferentes estadios, sus diferentes formas. ¿Su forma de pensar en el amor ha cambiado con el tiempo?
- Claro, las vidas van cambiando. En el libro se ve la precariedad, el amor, el sufrimiento, la desilusión y la ilusión. De repente, también que fui madre. Mi hijo nació el 12 de septiembre de 1973, un día después del golpe de Estado. O sea, en el centro mismo de todo lo que estaba sucediendo. Pero es lo que me tocó como destino, no es una cosa que yo busqué, y eso me constituye. Esos fueron todos los ingredientes que se necesitaron para que yo tomara esas fotos. Yo no recordaba que hubiese escrito todo eso. Yo no lo escribí de forma relevante. Yo no soy la que escribió en el ‘84. Cada edad tiene una pasión. Al principio de los diarios se ve que hay mucha cosa puesta de forma importante en el amor. Eso después va cambiando y de repente vuelven a aparecer esos ímpetus, pero luego pasas a otra cosa, porque la edad es así. Con la edad vas adquiriendo otras verdades.
- ¿Cuál es la pasión de su edad actual?
- Aprender cosas nuevas. Incursionar en la literatura, por supuesto. Como te digo, tengo una vida muy tranquila. Leo mucho, hasta donde me alcanzan los ojos, porque también se van gastando. Creo que tiene que haber una vida de calma. Hay algo que he meditado bastante ¿Quién soy yo? Y ¿las personas que he sido? Y ¿qué corresponde a la que soy con el paso del tiempo? Sobre todo, ahora que ese paso se puso tan abrupto con la pandemia. Primeramente, con el estallido, que yo lo sentí profundamente importante, y luego, la pandemia. Yo siento que cambió todo para mí. Me sacudí de cosas que creía importantes y ahora tengo otras ideas. Y siento una desazón, porque creo que antes una se podía proyectar hacia el futuro, pero ahora, con estos cambios tan drásticos, siento que el mundo… Estamos en el principio del gran cambio de edad.
- Hay mucho arte creándose alrededor de la idea de que no hay futuro.
- Bueno, a mí por lógica, me queda poco, me queda poco futuro. Tú llegas a una edad en que la edad se termina y ya. Ya pasaste por la niñez, por la juventud, por la madurez, pasando la vejez viene la muerte no más. Entonces, estoy muy consciente de las etapas, y esta es la última etapa que me toca. Voy a ser testigo del principio de una nueva era. Me acuerdo de cuando yo era chica... es tan lejano a como es ahora. Absolutamente. Otra cosa. Desde cómo te vestían, lo que estaba prohibido, lo que era pecado mortal. Luego pienso en mi juventud. Cuando me casé tenía 19 años, fui madre y después sigo siendo madre, pero empiezo también a ser mujer, después viene un cambio drástico y me convierto en fotógrafa. Y, finalmente, aunque es un poco exagerado, me convierto en escritora. La vida tiene muchos cambios.
- Entonces ¿este libro tenía que publicarse ahora? ¿Tenía que hacerlo la Julia de ahora y no la de antes?
- Claro, la Julia de ahora es una persona que ya está bastante anciana, aunque en el fondo yo me siento… Creo que hay un ser que es esencial y las cosas van pasando por encima de ese ser esencial. No sé cómo explicarlo mejor. El ser reconocida como fotógrafa y tener éxito como escritora son cosas que no han sido planificadas, no están pensadas. Soy una persona con mucha suerte, me siento muy privilegiada. La vida ha sido benigna conmigo. Me siento muy privilegiada de estar aquí contigo, que me estés haciendo una entrevista para ponerlo todo aquí, en el presente mismo.
De pronto, la videollamada comienza a fallar. Le digo a Julia que desconectaré la cámara, para saber si mejora. Lo hago y antes de lanzar la siguiente pregunta, me interrumpe.
—Oye, es muy linda la foto que tienes tú ahí. ¿Quién la tomó? —dice, sobre mi foto de perfil de Zoom.
—Es un autorretrato —respondo. Y todo se vuelve un diálogo.
—Estupendo. ¿Tú eres fotógrafa también? —pregunta Julia.
—Soy periodista, pero cuando estaba en la universidad, era la ayudante del laboratorio de fotografía, el cuarto oscuro.
—Entonces reconoces la emoción del cuarto oscuro —Y su voz cambia.
—Sí, me encantaba el cuarto oscuro. A veces me acuerdo del olor de los químicos, o de las mangas negras que tenía que usar para sacar el rollo sin mirar.
—¡Uh, revelar! Yo fui muy cobarde y aprendí muy tarde a revelar ¿sabes?
—¿En serio?
—Sí. Es que la primera vez que lo hice fue tal el desastre que me dio miedo. Entonces siempre mandaba a revelar. Un tiempo después ya revelaba yo, pero me quedaban rayas, manchas. Me gusta mucho el cuarto oscuro, pero no era buena, no tenía facilidades para ello.
—¿Qué es lo que más le gustaba del cuarto oscuro?
—Tirar la hoja en blanco y verla aparecer moviendo la cubeta. El tirar la hoja en el líquido me producía taquicardia, era tal la emoción… Esperaba ahí expectante. No existe nada más en ese momento en que ves que va a aparecer la imagen. Y si tienes la suerte de que lo has hecho bien, tienes mucha gratificación ahí.
—El cuarto oscuro era mi lugar favorito. Algunos compañeros se aburrían porque eran horas, es un proceso largo. Pero a mí me gustaba mucho estar ahí.
—Sí, hay una soledad. Yo hablo de la soledad del fotógrafo. La soledad del fotógrafo es una soledad que es muy especial y única. Sobre todo, de los fotógrafos de antes. Y que ahora con la facilidad... se pierde la magia o yo no la he encontrado, no he sabido encontrarla. Una vez que tu aprietas el obturador con suerte y después sale una foto que está exhibida, que se vende, que gusta… Es una aventura de amor. Y gratificante, muy gratificante. Y cuando te sale mal, lo único que estás haciendo es aprender a no repetir los errores. Y yo no fui a ninguna escuela, así que aprendí de dolor en dolor, de error en error.
—Lo que más me gusta de la fotografía análoga es que se mezclan dos estados que de entrada parecen opuestos. Por una parte, la sensibilidad y la técnica. La fotografía es física y química, también.
—Eso es lo maravilloso de la fotografía. No solo necesita de la sensibilidad, sino que también expertise. El estado emocional y el estado categórico.