Son las once de la mañana y Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 1968) va por su cuarto café.
Hace pocos días que la escritora argentina llegó a España, apurando fechas para poder votar en las elecciones que acabarían con la aplastante victoria de Javier Milei —“Si lo sé, no me espero”, bromea—, y el jet lag todavía no le da tregua.
La autora, que recibe a COOLT en la sede de su editorial en Barcelona, ha cruzado el Atlántico para presentar su última novela, Las niñas del naranjel (Random House, 2023), en la que mira al pasado del continente americano, como ya hiciera en su anterior ficción, Las aventuras de la China Iron, finalista del prestigioso Premio Booker en 2020. Si en aquel libro Cabezón Cámara reescribía ese clásico de la literatura gauchesca que es Martín Fierro, ahora la narradora juega con la figura de Catalina de Erauso, más conocida como la Monja Alférez, personaje icónico del Siglo de Oro español que dejó constancia de su trayectoria asombrosa en unas memorias que todavía hoy se discute si son apócrifas.
Nacida en San Sebastián entre 1585 y 1592, Catalina se escapó a los 15 años del convento de dominicas en el que estaba internada, se disfrazó de hombre y, tras dar varios tumbos, acabó en un barco con rumbo a América. Ahí participó en la conquista española, y cometió múltiples asesinatos. Algunos, con el aval de la Corona, como la masacre de mapuches en la guerra de Arauco; otros, en trifulcas absurdas, como cuando mató a su propio hermano en duelo. En fuga perpetua para esquivar a la Justicia, en 1623 fue arrestada en Perú por sus crímenes. Para salvarse de la horca, reveló su condición de mujer. Entonces fue enviada de vuelta a España, donde la recibió en audiencia el rey Felipe IV. Catalina —o, mejor dicho, Antonio, el nombre por el que se hacía llamar en aquella época— se había convertido en una celebridad: hasta el papa de Roma le autorizó a seguir vistiendo como un varón. Tras la fama, regresó a América. Y poco más se supo de ella.
Es en ese punto, en el tramo más desconocido de la biografía de la Monja Alférez, en el que Cabezón Cámara sitúa Las niñas del naranjel. La novelista imagina a Antonio en lo más profundo de la selva paranaense, adonde ha huido con dos niñas guaraníes que ha liberado de los españoles, una perra, dos caballos y un par de monitos. Con esa variada compañía, entre plantas e insectos, el sanguinario soldado empieza a escribir la historia de su vida.
El cuarto café de la mañana todavía no ha hecho efecto, el sueño sigue ahí, pero Cabezón Cámara, enfundada en una juvenil sudadera negra con capucha, se presta gustosa a conversar sobre este libro bello y salvaje, que contiene mil mundos, como la propia jungla que lo inspiró.
- He leído que descubriste a la Monja Alférez a través de una antigua novia tuya, que tenía un retrato de ella. ¿En qué momento dices, “ahí tengo una novela”?
- Fue como la confluencia de un montón de cosas. Mi novela anterior, Las aventuras de la China Iron, terminaba en la selva, en algún lugar de lo que en Argentina llamamos Litoral, cerca de la selva paranaense. Y yo sentía la pulsión, el deseo de ir más adentro de la selva…
- Sentiste la llamada de la selva.
- ¡Literal! ¡La llamada de la selva, la sentí! Por un lado estaba eso. Por otro, hace años que trató de escuchar lo que están diciendo los pueblos amerindios, que a mi criterio es lo más interesante que se está diciendo a la hora de imaginar un futuro que no sea el fin del mundo. Si hay algún modo de evitar nuestra destrucción es dejando atrás la razón occidental y empezando a escuchar a estas personas que saben de resistir, porque hace 500 años que resisten.
Entonces, estaba pensando en eso y me acordé de que me había fascinado bastante este personaje. Me interesaba pensar, bueno, ¿y qué pasa si este tipo que no pertenece a nada, que sólo se detiene cuando es detenido, o sea, cuando lo meten preso y están a punto de ahorcarlo… qué pasa si este tipo para? ¿Qué pasa si está en uno de los lugares más bellos del mundo? Porque la selva es una cosa increíble; sale una planta de otra, de otra y de otra; las flores extraordinarias, los ríos transparentes y cálidos sobre lechos de basalto, de piedra negra…
Y también estaba la cosa de pensar la conquista, que es algo que a mí me desvela, porque está lo que se conoce históricamente como conquista, que es lo que sucedió desde la llegada de España a América hasta que los países latinoamericanos se independizan, pero después eso siguió: vivimos en Estados colonizados y coloniales. Cada vez que leés, no sé, “se encontró litio en Argentina”, eso significa un desplazamiento sin miramientos y violento de las comunidades que viven ahí. Y si estas comunidades se resisten, son calificadas de terroristas, como ha pasado con los mapuches.
- Y todos esos temas los pudiste aterrizar en la historia de Antonio.
- Fue como un embudo, sí. Y además me gustaba imaginar hasta dónde nos podemos transformar, hasta dónde nos puede alterar la presencia de los demás. ¿Qué pasa si este monstruo picaresco se ve afectado por la presencia de otro? De alguna manera, en la escritura de esta novela estuvo muy presente aquella película, El perfecto asesino, ¿te acordás?
- Sí, creo que en España se tituló León.
- Eso, con Natalie Portman y este tipo [Jean Reno]... Era muy conmovedora. Un asesino a sueldo que de repente conoce a una nenita. Ese personaje siniestrísimo que se transforma por la presencia del otro. Se transforma y se muere, porque no puede tener redención. En el caso de Antonio, él también se transforma.
- En las memorias de la Monja Alférez, de autoría dudosa, las aventuras y crímenes se suceden sin respiro, y todo se relata de forma casi notarial, desde una amoralidad sorprendente, ¿no?
- Sí, despacha todo con una frialdad... A día de hoy, Antonio sería diagnosticado como psicópata. Ese le saludó mal, le dio una puñalada; el siervo lo trató mal, le dio una puñalada... ¿Recordás cuando explica que descuartizan a un muchacho? Dice: “Apenas más que un niño”. Y lo cuenta como: “Ah, estoy contento, y lo descuartizamos”.
- En la novela incorporas tu propia versión de las memorias, que es la carta que Antonio le escribe a su tía, donde empleas el español del Siglo de Oro. ¿Te empapaste de literatura de esa época o te salió muy natural?
- Me salió bastante natural. O sea, es medio chiste, realmente no es un español del siglo XVII. Tiene una música que me resultó muy grata, y a mí me da placer jugar con la lengua. Y otorgarle eso a este personaje que tiene un lenguaje tan aséptico era llenar su mirada de algo. Porque Antonio está vacío. Es una máquina de matar y de escapar, y quería pensar qué hubiera pasado si de golpe hubiera abierto los ojos y hubiera visto.
Por ejemplo, en sus memorias dice que va a Lima, y lo único que ve de Lima es España: “Acá hay un convento, una catedral, un hospital”... Vos vas hoy a Lima y ves mucho que no es Occidente, imagínate el siglo XVII. Sería algo deslumbrante, tan de otro mundo, y él no ve nada. Entonces, quería imaginarme eso, qué pasaba si veía, si se veía a él mismo en el lugar en el que estaba.
- En las memorias de Antonio no hay pausa, pero en tu novela él necesita parar para escribir. Es la idea de la escritura como un oasis.
- Sí, estaba jugando un poco con eso. Esa escritura es el documento que él puede producir del primer momento de pausa amable en décadas. Igual, está contando una historia muy vertiginosa, y ese vértigo está en contraste con esa quietud que lo está rodeando por primera vez. Eso me gustaba, ese contraste. Y cómo este personaje, a diferencia de sus memorias, se piensa. En la carta hay algo reflexivo, una interioridad. En las memorias no hay nada, Antonio es alguien como con dos pulsiones: una pulsión de matar y una de huir. Eso es todo. Es una máquina con un mundo muy empequeñecido.
- Además de ese juego con el español antiguo, en la novela aparecen también las dos niñas que acompañan a Antonio en su fuga a la selva, Michi y Mitakuna, que se expresan en guaraní y en porteño contemporáneo. ¿Por qué decidiste incorporar esos otros dos registros?
- Cuando me puse a escribir esta novela, era una novela muy, muy, muy oscura. Un espanto. Y en algún momento me di cuenta de que no quería permanecer en ese mundo mucho tiempo, porque a mí las novelas me llevan mucho tiempo. Entonces, tenía que ponerle alguna luz. Y yo soy de la idea de que los niños son una luz. Te pueden dar mucho trabajo, te pueden fastidiar, pero los niños son una fuerza luminosa. Y, bueno, me divertía mucho imaginarles hablando así, permitirme esa fricción entre estilos muy distintos: el estilo medio abarrocado de Antonio con este estilo más contemporáneo y a la vez guaranítico de las niñas.
Por otro lado, también llevo tiempo pensando en el mundo como una construcción en la que coexisten no sólo múltiples perspectivas, sino múltiples mundos. Nosotros no vemos la gama de los infrarrojos, una garrapata puede oler el ácido que emanamos los mamíferos. Todos vemos mundos diferentes, y esto me parece muy importante, porque el proceso de conquista también es un proceso de aniquilación de la idea de que hay otros mundos y otras maneras de vivirlos. Y ese aparato ideológico y filosófico de Occidente nos ha traído a lo que estamos, ¿no? Estamos al borde del abismo, viendo cómo vamos a la destrucción de todas las formas de vida compleja de la Tierra, lo que nos incluye. Y no se nos ocurre otra cosa que ver cómo chocamos y cómo nos caemos al abismo, y cómo arrojamos al abismo a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. Es muy loco.
- Hablábamos de ese juego con el lenguaje, pero en la novela también hay cambios de punto de vista, saltos temporales. ¿Te costó mucho armar la estructura?
- Estuve años con la novela hasta que le encontré la forma. ¿Viste que a veces tenés cosas separadas? En un momento eso tiene que encontrar alguna clase de armonía, y me costó mucho encontrársela. Espero haberla encontrado. Dicen que sí, pero quién sabe, la gente es amable. No te van a decir: “Che, boluda, qué cagada del libro que hiciste”.
- ¿Cuántos años le dedicaste a la novela?
- Como cinco años y medio. Pero en el medio estuvo la pandemia.
- ¿Y cómo fue esa etapa pandémica?
- La pandemia fue muy costosa anímicamente para todo el mundo, para mí también. Duró mucho, la cuarentena en Argentina fue especialmente larga, y fue muy costoso eso. Estar aislado de tus redes de afecto... No sé. Me parece que no fue una buena idea, pero bueno, era difícil.
- Visto con perspectiva, ahora uno piensa que fue una locura todo eso del confinamiento.
- Fue una cosa distópica, enloquecida, tal cual. Y si fue costoso para nosotros, imagínate para los miles de niños, adolescentes, encerrados en las casas... Biológicamente, fue un atentado contra ellos.
- En esas circunstancias, ¿la escritura te proporcionó alivio?
- Mira, en 2020, mi novela anterior quedó finalista del premio Booker. Entonces, fue como una locura, con mucha vida online. Te invitaban por Zoom al festival de Singapur o cualquier cosa. Estaba el contraste entre esa excesiva exposición virtual y la soledad real, así que no sé qué me proporcionaba alivio en esa época…
- Uno de los temas principales de la novela es la identidad. La de Antonio parece fluir a lo largo del relato. Fluye la identidad de género (de mujer a hombre), la laboral (arriero, tendero, grumete, soldado), incluso la de especie.
- Sí, sí. Antonio es como un fluido, un fluido del mal, agua turbia. Va cambiando, va cambiando, va cambiando... Y otra vez, y otra vez. Ahí hay algo muy interesante, porque las identidades no son esencias, no son algo monolítico. No es una piedra que tenés adentro tuyo, que te constituye. Y me gusta pensar en esas posibilidades de transmutación, casi mágicas a veces.
- En la novela también está muy presente la cuestión de los cuidados, que desarrollas a través de la relación de Antonio con las niñas y los animales de la selva. Un tema muy actual.
- Es una cosa en la que, por supuesto, pienso mucho, también por cuestiones biográficas. Yo fui una persona hasta que me encontré en situación de tener que cuidar, y a partir de ahí fui otra. Estas situaciones me han permitido expandirme como ser humano, salirme del eje loco que es estar uno solo con su cabeza, que es una porquería. Ese brindar cuidados te convierte en una persona más viva, con una vida más luminosa y alegre.
Pero también es una locura la forma tradicional de cuidado, en la que todo recae mayormente sobre una sola persona, en general una mujer. Es un delirio que una sola persona tenga que hacerse cargo del cuidado de uno, dos, tres niños. Un niño necesita que haya una red de seres a su cargo. Por el bien de todos, porque a nosotros también nos hace bien cuidar a un niño. En esta sociedad jerárquica todo esto se concibe como algo sin importancia, pero no existiríamos si nadie nos hubiera cuidado. Los humanos somos una especie que no sobrevive sin cuidados, que necesita el amor. Y eso necesitamos expandirlo. Cuidar, si no recae bestialmente sobre una sola persona, nos hace mejores, más felices, más humanos.
- Aunque suene a tópico, la selva es un personaje más de la novela: tiene vida propia, la describes con escenas muy sensoriales. Durante el proceso de escritura, estuviste unos días en la selva, en Misiones. ¿Cómo cambió el texto tras esa visita?
- Saqué todo lo de la selva y lo volví a escribir de nuevo. Sin esa visita, el libro habría sido muy diferente, más pobre. Yo no creo que un autor tenga que ir a los sitios de los que escribe, pero, a diferencia de otros ecosistemas, la selva no tenía una tradición literaria que me ayudara a concebirla, o al menos no la supe encontrar. La selva queda cerca de donde vivo, es barato ir, podía enfrentarlo. Fui con este gran fotógrafo naturalista que es Emilio White, y realmente fue una experiencia transformadora. Hay que ir con el más profundo respeto, a estar quieto y perturbar lo menos posible, porque sólo nuestra mirada ya es predadora.
- ¿Qué es lo que más te impactó de esa estancia selvática?
- Cuando por segundo día tuve que estar sentada cinco horas en un pedazo de tierra muy chiquitito, lleno de garrapatas —lo que es muy bueno, porque habla de la cantidad de mamíferos que están viviendo ahí—. Me vi obligada a mirar lo que se veía entre las hojitas, que era un pedacito así de arroyo, aguas muy quietas. Y algo me hizo clic: tuve que ver realmente lo que había, en vez de estar como siempre, entregada a esta cosa de no ver lo que hay. Y no vi a Dios, pero vi a los bichitos patinadores, sentí la vibración de un colibrí, cómo el arroyo llevaba pétalos de toda índole; sentí la diferencia entre que te camine por la piel un mosquito, una mosca, una abeja. Y bueno, a lo mejor Dios es eso, a lo mejor eso es lo sagrado: estar vivo y sentirlo.
- Esa versión de Dios parece mejor que la del Antiguo Testamento...
- ¡Claro!, la del Antiguo Testamento es un tirano loco. Es un Antonio también, pero un Antonio con poder.
- Hablabas al inicio de cómo el colonialismo fue uno de los temas que activó la novela. Y decías que es una herida que sigue abierta: los Estados surgidos del sistema colonial incorporaron una visión extractivista. Ahora, en países como Argentina, el litio parece el nuevo oro.
- Sí, siempre va a haber un El Dorado que nos va a salvar, y está esa idea de acumular riqueza para industrializar el país. Al 90% de la clase política argentina no se le ocurre otra cosa, y es como si ignoraran que, en un sistema colonial como el que todavía nos rige, el dinero no se acumula, se fuga. Para darte un ejemplo, en Argentina, por una ley minera que puso Carlos Menem, las compañías extranjeras pagan el 3% cuando extraen el litio. En Chile, que está al lado, hasta el 40%. Yo creo que es más importante obtener agua, porque hay sequía y sin agua no vivimos, pero ya que dejas explotar el litio, cobrá.
Pero somos zona de sacrificio, ¿no? Claramente, somos la zona que puede ser arrasada, cuya agua puede ser contaminada, cuyos habitantes pueden ser envenenados. El glifosato en la sangre de las personas es un problema masivo en la Argentina. A mí el glifosato quizás me empezó a entrar hace 10, 15 años, no sé. Puede que yo no me muera de eso, pero ya hay gente que está naciendo con el glifosato y hay problemas de salud, malformaciones, abortos espontáneos, cánceres en niños.
Luego la deforestación es bestial. Lo que ha pasado en el Brasil de Bolsonaro, pero que ya venía pasando en el Brasil de Lula, multiplicó la deforestación de la Amazonía. Puede parecer un problema local, pero es un problema global: todo el sistema de lluvias de Sudamérica depende de eso, el sistema climático de la Amazonía está relacionado con el del Sáhara, si la Amazonía deja de producir oxígeno y empieza a liberar carbono se acelera el cambio climático. No es joda. Los primeros afectados son los pueblos originarios, pero después esto le va a tocar a todo el planeta.
- Siguiendo con el tema del colonialismo, en la novela no escatimas el horror a la hora de describir la acción de los conquistadores españoles, con esas escenas de indígenas quemados en las hogueras, pero tampoco rehúyes el humor. Hay comedia dentro de la tragedia.
- Era la mejor forma de acercarse a eso. Te imaginás a unos funcionarios que hacían eso un poco en el sentido de la banalidad del mal. La mayor parte hoy te dirían: “Es mi trabajo”. No están pensando lo que hacen, están temiendo ir a parar ellos mismos a la hoguera, y están queriendo juntar el oro para volverse rápido a España. Eso no les quita ni responsabilidad ni culpa, pero sí que te imaginás eso, como este Eichmann que dice: “Bueno, no, yo organizo el sistema de los trenes, a mí me toca optimizar recursos”. El tipo es un monstruo, pero él cree que es un señor que está haciendo bien su trabajo, se percibe a sí mismo así. Hay como un grado de estupidez en esos seres, lo que permitía algo de humor.
Por otra parte, uno de los libros que más amo en la vida es El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas. ¿Viste cuando Fray Servando va a México y no se puede caminar porque hay un atasco de hogueras? Y una, y otra, y otra, y otra... Me parece que está bien contado eso.
- Las niñas del naranjel llega después de Las aventuras de la China Iron, que, como ya has mencionado, fue finalista del Booker. Tras ese reconocimiento, ¿sentiste una presión extra a la hora de escribir?
- Sí, lo sentí, me pesó. De hecho, gran parte del trabajo de estos últimos cinco o seis años fue sacármelo de encima. Hay incluso un factor paralizante de la escritura. Tenés esa sensación de que hay más gente mirándote, pero después decís: “No, en realidad no hay nadie mirándome”. O sea, salen cien mil libros por día. No hay nadie mirándote, es una impresión que te queda a vos, no es real.
Después, escribir es escribir lo que vos podés. Yo siempre insisto con esto. La escritura que vale es la que uno puede, o la que, en todo caso, tiene alguna singularidad. Y esa singularidad es lo que sos vos.
- La China Iron tuvo más de una decena de traducciones. Cuando escribías esta nueva novela, con ese lenguaje tan rico, ¿pensaste alguna vez en cómo se podría traducir?
- Yo, por ejemplo, leí Gran Sertón: Veredas de Guimarães Rosa en traducción y me enamoré, y eso es muy difícil de traducir. Los traductores hacen esa transposición de mundos, pasar una cosa de una cultura a otra. Hay traductores enormes y muy talentosos, que aman lo que hacen, y yo confío en ese talento y en ese amor. De todas maneras, mientras escribía no estaba pensando cómo lo iban a traducir, porque tampoco tengo un conocimiento de otras lenguas que me permita especular sobre eso. Ya se apañará el traductor. También los editores. Te tenés que entregar a esa red o ser una especie de control freak y pasarla horrible queriendo controlar lo incontrolable.
- ¿Y te han llegado lecturas de La China Iron desde el extranjero que te hayan sorprendido, que tú, desde la visión argentina, no contemplabas?
- En algún medio hablaron de literatura de los grandes espacios, y eso me encantó. Yo jamás hubiera pensado eso, y sí, es una literatura de los grandes espacios. Con esto ves que un texto es lo que vos te diste cuenta que escribías y un montón de cosas de las que no te diste cuenta. Por eso los libros son más interesantes que nosotros, los autores, porque dicen muchas cosas que no sabíamos. Los lectores vienen con su propio universo, y así alumbran nuevas zonas. Es como una especie de orgía, o de selva, adonde van alumbrándose nuevos seres con esta flexión de tantas personas distintas.
- En La China Iron también mirabas al pasado, en ese caso al siglo XIX argentino. ¿Te sientes más cómoda ahí, en las épocas pretéritas? ¿Planeas seguir mirando atrás?
- Creo que ese ir para atrás me permitió pensar mejor el presente, porque son pasados muy contemporáneos. Pero no sé a dónde vamos. Desde que terminé esta novela, no paré: estoy viajando, yendo, viniendo. Sí sé que quiero escribir más selva, más río, eso me pasa, pero no sé en qué época ni nada. No hay un plan. Puede que la próxima novela pase en el futuro, ¡yo qué sé!
- Hablando de futuro, Argentina abre ahora una nueva etapa con Javier Milei. Tú te defines abiertamente como alguien de izquierdas. ¿Cómo has sentido esta victoria de la ultraderecha? ¿Qué crees que le espera al país?
- Estábamos en un régimen político que ya estaba muerto, en manos de una fuerza política que arrojó a la pobreza a mucha gente. De todos modos, había nociones de democracia, de contención, algo que ahora no hay. No creo que la mayor parte de mi país haya abrazado el fascismo, simplemente hizo volar lo otro por los aires. Eso se hizo desde una pobreza que es cruel, y lo que viene ahora es más crueldad, porque la lógica política de la ultraderecha es la crueldad, que cada uno vaya por su cuenta. Si tengo que aplastarte para sobrevivir, te aplasto. Van a ser años crueles, y vamos a ver si logramos tejer algo nuevo, si surge una clase política que pueda imaginar algo que no sea más que la resignación y la entrega. Ojalá que sí.
- Hablas de esta lógica de la crueldad. Ahí está, por ejemplo, ese nuevo Ministerio de Capital Humano, que aglutina todo lo social bajo una denominación puramente mercantilista. Milei es muy transparente en eso.
- Sí, sí, lo están diciendo. Es la primera vez que un candidato a presidente gana diciendo que va a hacer un ajuste brutal. Y el objeto de ese ajuste brutal, dice Milei, va a ser lo que él llama casta política. ¿Y sabés qué, papito? Es mentira. El objeto del ajuste brutal va a ser la mayor parte de la población. No sé qué va a pasar, pero sí que vienen años oscuros, convulsos y difíciles.
- ¿Tu refugio será la escritura?
- Escribir y estar en red. No dejar caer a nadie, en la medida de lo posible. Abrazarnos y tratar de no dejar caer a nadie. Me parece muy importante ver cómo podemos cuidarnos, ayudarnos, querernos. Y esperar que la crueldad no escale, que se achique. Hay que tratar de trabajar en ese sentido. No sé cómo, pero esto es lo que se me ocurre.