Hasta que ningún estudio o evidencia arqueológica demuestre lo contrario, el primer texto de viajes del que se tiene registro en España lo escribió una religiosa gallega llamada Egeria. El manuscrito data del siglo IV y nace de cartas dirigidas a sus amigas durante un arduo viaje de peregrinación entre los años 381 y 384 a Tierra Santa por la antigua Vía Domitia, la primera calzada romana construida en la Galia (actual sur de Francia), en paralelo a la costa mediterránea entre los Alpes y los Pirineos.
Se cree que la misteriosa Egeria recorrió más de 5.000 kilómetros en los medios de locomoción disponibles por entonces: a caballo, en camello y, más que nada, a pie, escalando montañas escarpadas, durmiendo a la intemperie y a merced del frío nocturno y el calor del desierto. Pasó por el norte de Italia y cruzó el mar Adriático, llegó a Jerusalén, Jericó, Nazaret y al Egipto bíblico completo: Alejandría, Tebas, mar Rojo y monte Sinaí. También estuvo en Mesopotamia, bordeando el río Éufrates, y en Siria. Su rastro se perdió definitivamente en Constantinopla, donde se cree que murió por causas desconocidas (del libro han desaparecido las primeras y las últimas páginas, se conservan 22 de las 37 originales).
Eran los años de decadencia del Imperio romano tras la conversión del emperador Constantino y la debacle definitiva con su sucesor Teodosio. El viaje de Egeria formaba parte de un furor muy propio de ese cambio de época en el que empezaba a consolidarse el poder definitivo de la Iglesia católica en Occidente y que, para tal fin, también decidía cortar con la osadía femenina de viajar sola, aunque fuera por motivos religiosos. “Una mujer no puede realizar un viaje tan largo si no tiene quien la acompañe, ya porque, debido a su debilidad natural, se la debe ayudar a subir a la cabalgadura y a bajar de ella, ya porque debe ser protegida en los lugares difíciles. Y, cualquiera (que) sea la disyuntiva, o que tenga un allegado que se preocupe de cuidar de ella, o un criado que la acompañe, en ninguno de los casos está libre de falta”, escribía entonces el teólogo y obispo Gregorio de Nisa, debidamente santificado por la Iglesia y uno de los precursores de que la autoridad católica decidiera acabar con esos viajes entre las devotas cristianas y ofrecerles, a cambio, las paredes cerradas de los monasterios para satisfacer su curiosidad intelectual. “Entretanto, señoras mías y luz de mi vida, dignaos acordaros de mi, sea que esté viva, o sea que haya muerto”, escribía Egeria, inaugurando la tradición de viaje femenino y alimentando la tradición de prohibirlo.
En su libro Los mitos del viaje (Fórcola, 2019), Patricia Almarcegui dice que al encerrar a la mujer en el hogar se le daba legitimidad a su existencia en un espacio opuesto al viaje, siendo “condenada a vivir sedentaria y estancada, hablaron por ella y la declararon feliz, pues la felicidad parecía unida a la inmovilidad”. Afortunadamente, hoy asistimos a un impulso histórico y, valga la redundancia, inédito de ediciones, publicaciones y traducciones de textos de mujeres viajeras a lo largo de la historia y de las más actuales y contemporáneas. Y también de muchas mujeres que se encargan de investigar, entender, rescatar y trasladar a nuestra época el valor de estas viajeras. Estudiosas que también son grandes viajeras, como la propia Almarcegui, aragonesa inquieta, con una vasta obra en la que escribe y reflexiona sobre sus propios viajes y sus lecturas sobre los mismos (su último libro es Cuadernos perdidos de Japón, con editorial Candaya), además de deberle pormenorizados estudios sobre la figura de dos viajeras claves: Mary Wortley Montagu y Annemarie Schwarzenbach.
Pese a que el panorama editorial es prometedor, todavía hoy existen muchas diferencias entre lo que un hombre y una mujer pueden hacer en un viaje. Y quizás la más grande sea que, en muchas ocasiones y contextos, una mujer no puede visitar los mismos espacios que el hombre porque eso implica un riesgo para su cuerpo, siempre el peligro inminente de ser violentado. Aún hoy la calle y la comunidad continúan siendo terrenos hostiles para la mujer, por eso escribe Almarcegui que la pugna para la viajera de hoy sigue siendo “que el viaje deje de ser solo un espacio y un tránsito y que se convierte en territorio”. Es decir, recuperar el cuerpo para sí, convertir al viaje en un territorio legítimo, permanente y valedero, no en un territorio de paso.
Las rescatadas
La gran ciudad alimentada de migraciones tras la revolución industrial se convierte en el gran fenómeno del siglo XIX, sobre todo París, con el surgimiento de dos figuras, una reconocida y otra especialmente olvidada: el flâneur y la flâneuse. Conocemos a todos los escritores de novelas realistas que recorrían las calles como expertos estudiosos de la conducta humana, desconocemos el rol de las mujeres a quienes se les seguía vedando el espacio público si no eran cuerpos vendiéndose en la prostitución. Pero gracias a estudios como La revolución de las flâneuses (WunderKammer, 2019) de Anna María Iglesia podemos ver algo de luz sobre lo que escribieron Aurore Lucile Dupin de Dudevant (más conocida por su nombre en masculino George Sand) o la francoperuana Flora Tristán. Esta última fue una de las primeras militantes feministas. Abandonada por su padre —un aristócrata de Arequipa—, migró de muy niña a París, donde vivió con su madre en condiciones de extrema pobreza. Después, fue maltratada por su marido, pero logró emanciparse. Un viaje de regreso a Perú le sirvió como reencuentro traumático con su pasado y sería el leitmotiv de uno de sus mejores libros, Peregrinaciones de una paria. A través de la escritura, Flora Tristán pudo autoafirmarse como figura pública y apropiarse de los espacios que también en el siglo XIX les eran negados a las mujeres: las calles, las ciudades, los viajes.
El rol que cumplen hoy en día muchas mujeres investigadoras o que toman decisiones en ámbitos editoriales es fundamental a la hora de rescatar y traer a nuestro presente lo que muchas hicieron en su momento para romper con los prejuicios y convertirse en auténticas pioneras. Y para decirnos que aquellos movimientos que siempre nos cayeron estéticamente tan bien y que fueron rompedores o revolucionarios en muchos aspectos, también tuvieron un marcado sesgo machista: la flânerie, las vanguardias, la generación beat, el boom latinoamericano.
Por ejemplo, el año pasado Seix Barral reeditó El bosque de la noche de Djuna Barnes y la primera novela de la gran viajera inglesa Rebecca West, El regreso del soldado. La editorial Las Afueras hizo lo mismo con la publicación en castellano de Memorias de una beatnik de Diane di Prima, la poeta beat silenciada por el propio Kerouac. Y también cabe destacar a Capitán Swing, responsable de la traducción de las crónicas de la solitaria viajera transoceánica Nellie Bly o de la publicación de los ensayos de Rebecca Solnit.
Uno de los últimos y más exhaustivos estudios en castellano sobre la historia del viaje en tanto género narrativo es obra de la periodista y académica colombiana Juliana González-Rivera. En La invención del viaje (Alianza, 2019) se ocupa de analizar la doble condición de cualquier texto de viaje (la información recogida en campo y las herramientas de la literatura para narrar), es decir, de la constitución siempre híbrida de un género formado por mito, relato real y fantasía. En definitiva, contra la objetividad de la historia y a favor de la subjetividad de las historias, en las que las mujeres de diferentes épocas siempre pelearon por un lugar y que ahora, pese a que queda mucho por hacer en materia de derechos y de espacios, parece empezar a resarcirse una parte importante de tantos siglos de omisiones.
Las contemporáneas
“El mensaje patriarcal ‘no vayas sola’ limita la disposición de las mujeres a viajar sin varón. En su camino las viajeras encuentran acoso sexual, agresiones verbales o físicas y prejuicios machistas que afrontan con estrategias de autodefensa y sentido común. Ellas lo tienen claro: viajar en solitario enriquece y empodera”, escriben June Fernández y Cristina E. Lozano en la crónica ‘¿Demasiado peligroso? Viajar sola pese a los lobos’, un recorrido por las mujeres que desafiaron y aún desafían el mandato patriarcal y se animaron y se animan no sólo a viajar solas sino a enfrentarse a grandes travesías. Este reportaje forma parte del número especial de Altaïr Magazine ‘A bordo del género’, hecho en conjunto con Pikara Magazine y en el que se aborda la diversidad de género y opciones sexuales y su relación con el viaje.
June Fernández, a su vez, tiene el libro Abrir el melón (Libros del KO, 2020), que recoge diez años de trabajo en torno al periodismo feminista y cuyo prólogo fue escrito por María Angulo, una de las primeras personas en España en investigar académicamente el género de la crónica literaria y autora de varios estudios sobre periodismo literario y narrativas femeninas. Este marzo, Angulo ha publicado junto a la periodista y académica chilena Marcela Aguilar Criaturas fenomenales, una antología de crónicas con perspectiva de género escritas por autoras jóvenes hispanoamericanas y editada por La Caja Books, sello español de no ficción al que le debemos traducciones de libros de muchas viajeras de Europa del Este, por ejemplo, la búlgara Kapka Kassabova o la polaca Margo Rejmer.
Una de las crónicas de viajes de María Angulo, específicamente la que narra unos días de desconexión total, nudismo y porros en Caños de Meca junto a su amiga Nerea, ha llamado la atención de otra estudiosa del tema, la mexicana Liliana Chávez Díaz, quien le dedica uno de los capítulos de Viajar sola. Identidad y experiencia de viaje en autoras hispanoamericanas (Edicions UB, 2020). “Al incorporarse a una cotidianeidad ajena a su origen, estos objetos han dejado de ser meros souvenires para convertirse en detonantes de la memoria. Los objetos provocan una salida del presente, una digresión que irrumpe en el espacio hogareño y provoca el inicio de las memorias del viaje”, escribe Chávez Díaz sobre ‘Bienvenida al paraíso’, la crónica de María Angulo publicada en Altaïr Magazine y que se destaca por un palimpsesto de memorias, polifonía y sororidad de dos amigas que temen, se atreven, se cuidan y se escapan en un sitio que puede tener tanto de paradisiaco como de infernal.
Elena Garro, Margo Glantz, María Moreno y Alejandra Pizarnik también forman parte del análisis de la académica mexicana quien, al igual que sucede con Almarcegui y tantas otras que se han dedicado a estudiar el viaje femenino, se ha encontrado ante la imposibilidad de trazar una genealogía más o menos certera. La diferencia de género es notoria: los viajeros masculinos pueden partir, por ejemplo, desde los cronistas de Indias hasta la actualidad, incluso remontarse hasta Heródoto, mientras que en el caso del viaje femenino el bache desde Egeria hasta Lady Montagu es muy grande e, incluso, salvo contadas excepciones, se extiende hasta bien entrado el siglo XX. “¿Cómo leer y con qué leer lo nuevo cuando no hay apenas testimonios de viajeras anteriores?”, se pregunta Patricia Almarcegui: “Esta es la gran dificultad de la viajera: transitar por un camino sin huellas, vivir sin antecedentes previos. Viajar a oscuras y reinventarse a lo largo del camino”.
Liliana Chávez Díaz trata de construir una suerte de genealogía más o menos sólida basada no solo en crónicas sino en otros formatos mas “testimoniales” que son propios de la escritura de viaje femenino: cartas, diarios y memorias. En este sentido, marca un pasaje de todo el material espistolar de los viajes de Clarice Lispector, Gabriela Mistral o Pizarnik, cartas publicadas de manera póstuma pero concebidas originalmente para la esfera privada, hasta nombres del siglo XXI como Gabriela Wiener, Leila Guerriero o Valeria Luiselli, que asumieron abiertamente la crónica como formato para escribir sus viajes.
Y, para acabar esta crónica, voy a recurrir a mi biblioteca y a celebrar el momento editorial que nos toca vivir, con tantas publicaciones de mujeres viajeras y un poco mordiéndome de rabia por dejar muchos nombres fuera, recortando la lista de últimas recomendaciones a la agenda que mantiene este medio de publicar y promover cultura en castellano, invitando a quien haya llegado hasta aquí a que aporte los nombres y títulos que considera apropiados para esta lista abierta: Poste restante (Entropía), de Cynthia Rimsky; En la ciudad líquida (Caballo de Troya), de Marta Rebón; Desierto sonoro (Sexto Piso), de Valeria Luiselli; Los suicidas del fin del mundo (Tusquets), de Leila Guerriero; Millones de pasos (GeoPlaneta), de Carolina Reymúndez; Desencajada (Caballo de Troya), de Margarita Yakovenko; Miedo. Viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio (Debate), de Patricia Simón.