La honestidad dolorosa pero amable de Camila Sosa

La autora de ‘Las malas’ es la escritora del momento en Argentina (y más allá). “El miedo me ha puesto a salvo de muchas cosas”, dice.

La escritora argentina Camila Sosa. CATALINA BARTOLOMÉ
La escritora argentina Camila Sosa. CATALINA BARTOLOMÉ

Hay una, entre muchas escenas impactantes de Las malas (Tusquets, 2019), en la que la autora y protagonista del libro, Camila, se lastima, tal vez por primera vez, con los dientes afilados de la ira. Tiene apenas 6 años, sus padres y el mundo todavía lo llaman Cristian. Viven en una casa sin luz eléctrica en Cruz del Eje, una aldea de la provincia argentina de Córdoba que aún no conoció el progreso. Varias veces al mes Don Sosa, hervido y revuelto en el caldo hostil del patriarcado, sacrifica los animales que cayeron en las trampas que él mismo tendió alrededor. Para hacerlo, le pide a Camila y a mamá Graciela que lo asistan. Don Sosa es un castillo roto de dolor, una suerte de Daniel Plainview pobre del monte: alguien profanado por el alcohol y las claudicaciones. Ya en la tarea, y arrebatado por la urgencia del asunto, Don Sosa, hacha en mano, le grita a su hijo que sostenga las patas de esa nutria que chilla y que se sacude, le exige que no sea maricón, que no sea inútil. Camila mira los ojos desesperados del animal y mira el perfil envilecido de su padre, un relámpago de músculos que se tensa y que ejecuta la tarea: la mata.

Imaginen a Camila, imaginen ese cuerpito sacudido por esa corriente, un Chernóbil que todavía dispara, que todavía gravita. Es una imagen que no se irá jamás. “Durante muchos años”, escribe en Las malas, “me quedó el temor a la mirada feroz de esos animales entrampados que saben que van a morir y desde adentro de sí mismos reciben la orden de hacer algo, la vida entera en sus colmillos, hirviendo de espuma y de rabia. Así era la mirada de mi papá cuando bebía. Así como nos miraban los animales, así nos miraba también él, desde su propia trampa. (…) Esa ferocidad en los ojos solo la volví a ver años después, en una pelea entre dos travestis, una de las muchas noches de esos años de imitar la vida salvaje del monte”.

- Tanto en esa escena en la casa en Cruz del Eje como en otras, Las malas es una novela poblada de miradas desesperadas, de miradas de víctimas.

- Sí, ese es un registro que sigo teniendo de algunas situaciones, de registrar la mirada de alguien cuando está en una situación así. Es una mirada en la que después me volví a ver, esa mirada de saber que no importa tener razón, que no importa que vos estés en lo cierto, que vos estés haciendo lo correcto, pero que las cosas salen mal.

- La mirada de alguien desencajado, desesperado…

- Sí, de un momento de impotencia, de un momento en el que ya no se puede hacer mucho más. Y es la misma mirada que recibía cuando me veía en el espejo hace un par de años; de impotencia, de saber que estás haciendo todo bien y sin embargo las cosas te salen mal. Y no es tu culpa, porque aparte lo fuerte de estos discursos que empiezan a circular ahora, que te hacen responsable si te enfermás; si tenés un cáncer es porque pensaste en algo malo o algo triste, si tenés bronca te va a pasar algo en el cuerpo, esas estupideces que dicen las personas para encontrarle sentido a todo. Y vos sabés que no es culpa de nadie, esto que te hace creer el neoliberalismo de que si vos te esforzás, la recompensa va a ser del tamaño de tu esfuerzo. Yo he visto a mis viejos levantarse durante años y años a las cinco de la mañana a hacer pan casero para vender, y de ahí seguir cavando cimientos o poniendo ladrillos o haciendo la mezcla, y que eso no cambiara nuestra realidad, que fuésemos pobres toda la vida.

- Supongo que tu realidad ahora sí cambió.

- Sí, ahora sí, pero llegó la pandemia. De todas maneras, todavía no me he podido ir de vacaciones, por ejemplo.

- ¿En el último año?

- No, en toda mi vida. Recién hace un año y medio que tengo el dinero suficiente para hacerlo, y llegó el virus. Lo que hice, entonces, fue comprarme una heladera. 

* * * *

La actriz y escritora argentina Camila Sosa Villada (La Falda, 1982) recibe a COOLT en su departamento de Córdoba, un piso 11 con vista al este de un alicaído edificio que tiene algo del socialismo industrial de los años ochenta. El ascensor y los pasillos, que pierden la batalla contra la humedad y el glamour, prolongan la sensación de claustrofobia soviética. Son varios los rincones de esta ciudad, ubicada 700 kilómetros al norte de Buenos Aires, que tienen esa atmósfera entre decadente y retrofuturista. Córdoba es un enclave trufado de contrastes: estamos en pleno invierno, pero el termómetro marca 23 grados y el sol ingresa por las ventanas con convicción tropical.

Camila lleva un pantalón rosa, un sweater de hilo fino naranja y unas botas de gamuza marrón por fuera del pantalón que resaltan sus piernas flacas y elevan su 1,60. Tiene manos pequeñas y se mueve con cierta languidez, la misma que tiene su voz, por cuyas arrugas se cuela, impostergable, el simpático acento cordobés. Convida a mate cocido, una hierba típica de la zona que se sirve como té. “Para comer no tengo nada”, se disculpa, abriendo sus ojos abetunados. Ese gesto, el de abrir los ojos, se repetirá durante varios momentos de la charla. Aun modesto y pequeño, el hogar carga con la frescura primaveral de su ocupante. Camila vive sola allí desde hace 10 años. Por su ventana del living se atisba la ciudad y también su deterioro: “Cuando me mudé a este departamento, podía tener las ventanas abiertas en verano. Ahora no lo puedo hacer porque todo el tiempo hay viento y tierra. A la mañana me voy a trotar y dejo abierto y pasa eso”.

- ¿Se llena de polvo por el cambio climático y el desmonte?

- Claro. Han destrozado todo para sembrar soja, así que hay cada vez menos relieve en el paisaje, casi todo es soja. No hay árboles, los podan, los rompen, no hay construcciones antiguas, las tiraron todas abajo, hicieron esos edificios de ladrillos visto. Todo es así. Resisten algunos pueblitos de la sierra que son turísticos que tienen río y más o menos la van peleando. Este año me mudo, me voy a buscar un departamento más grande. El edificio se viene abajo, ya me tengo que ir.

Camila asegura que está cansada. Hace meses que debe someterse a una rutina de notas y más notas, o sea zooms y más zooms, producto del éxito de sus libros. También está ocupada con proyectos artísticos (teatrales y literarios) en los que está involucrada gente de otros países. O sea, más zooms. Eso le quita tiempo, deseo, energía. Además, dice que por el desconocimiento que tiene la gente —los periodistas, sobre todo— del universo travesti (Las malas es un viaje a lo profundo de la noche de ese submundo), hace dos años que está respondiendo las mismas preguntas. “Antes de ayer —cuenta, mientras sorbe el mate cocido—, tuve una charla con la cátedra de literatura de la Universidad de La Matanza (Buenos Aires). Eran 40 alumnos y los 40 me preguntaron lo mismo, con distintas palabras pero las preguntas eran las mismas. Así que me pegó el cansancio, y eso me repercute en mi libido, en ganas de ver a mi pareja… la verdad que no tengo ganas de ver a nadie cuando termina el día”.

Portada de Las Malas de Camila Sosa

La vida de Camila, y su cuenta bancaria, en efecto cambió mucho en los últimos meses. Las malas se convirtió en un fenómeno literario internacional, traducido al inglés, al francés y al noruego, entre otros idiomas. El libro obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz en México y el Grand Prix de l'Héroïne en Francia. Las regalías en dólares de sus ventas le permiten ahora sí vivir con cierta holgura. Camila es una proletaria del arte, pero antes lo fue de la vida: trabaja desde los 8 años, ayudando a sus padres, vendedores ambulantes de las calles de Mina Clavero. Comerciaban láminas de chapa, pan, alfajores de maizena, helados en verano, lo que tuviesen a mano. Lo que horneaban o lo que traía Don Sosa. A veces no traía nada, a veces no volvía. Por largas semanas.

De aquella época viene su primer recuerdo poético. Durante las Navidades la rutina gris detenía su marcha, el ambiente se humedecía de alcohol, se picaba de alegría, hacía calor. Su madre se liberaba, su dependencia de Don Sosa se diluía, charlaba con sus hermanas, bailaba cuartetos, el lenguaje se corrompía. Camila y su prima Melisa pegaban la oreja a la puerta para reírse de las cosas que contaban las adultas del otro lado. La chismografía, la crítica insustancial, cierta eroticidad inasible, una procacidad fugaz: un soplo almodovariano, femenino y pueril, invadía los cuartos y los patios, los techos y los rincones. Sus tías y abuela lavaban todos los baldes y los fuentones de la casa con lavandina, los dejaban impecables y los llenaban con clericó para la noche. Sonaban los acordes sensuales del cuarteto y a veces pasaban cosas fuertes. Una vez, su tía detuvo un casamiento, como en las novelas. “Eran esas pasiones que me parece que se permiten solo los pobres, los que no tienen que cuidar ninguna apariencia, era muy alucinante”.

- Como cierta impunidad.

- Sí. Y discusiones, una vez mi tía se peleó con la novia de un primo y le tiró un cuchillo que le pasó al lado de la cabeza y se clavó en el mueble atrás. Realmente muy apasionados, y muy hermosos a la vez, de cuando todavía la calle era un territorio para jugar, para sentarse a la noche en la vereda cuando hacía calor, para echarse agua con la manguera, para jugar al carnaval.

-¿Y ese padre era severo o era directamente violento?

- Mi viejo tenía un problema muy serio con el alcohol, y eso hacía que mi mamá estuviera constantemente a la defensiva con él, además de que era violento, además de que salía con otras mujeres. A mí me da la sensación de que él no tenía ganas de tener una familia, que fue algo que hizo porque lo tenía que hacer, pero me parece que él tenía más ganas de andar por el mundo. Y el hecho de anclarse a mi mamá y a mí lo frustraba un poco. A la vez, no podía vivir sin ella, era una pasión muy grande la que se tenían el uno por el otro, una gran pasión en la que ni siquiera yo tenía cabida.

-De hecho siguen juntos, ¿no?

- Sí. Y esas escenas también son para recordar, esa manera de quererse tan desesperada y de hacerse daño como se hacían, era muy fuerte. Y operando un poco como un estabilizador en ese matrimonio estaba yo. Cuando la cosa se ponía muy turbia, muy difícil de aguantar, me enfermaba inmediatamente. Generaba fiebre a voluntad. Y ellos se calmaban. Yo era muy buena alumna, además, y eso también era como un paño frío para esa cosa que hervía constantemente, que estaba siempre en peligro. Si mi papá estaba de buen humor estábamos todas bien, si él estaba de mal humor, era invivible. De los 30 días del mes, 25 estaba de mal humor.

En ese clima opresivo, Don Sosa, Graciela y Camila (o Cristian), que tenía 11 años, comenzaron a levantar una casa. Una tarea homérica que estuvo a medio terminar durante años, como suele ocurrir en los dominios de la escasez. De aquella faena le quedó un cansancio que aun le dura. “La casa era de ladrillos de bloque, esos ladrillos gigantes que son huecos por dentro. Cavamos los cimientos, picamos piedras, hicimos todo. No sabés lo que fue hacer esa casa. Tardamos un año y medio en edificar la mitad. Hicimos lo que sería el comedor y la cocina y un baño y nos metimos. No teníamos ventanas”.

-¿En Mina Clavero?

- Sí. Después con los años se construyeron las habitaciones, pusieron el piso, pero muy de a poco. Hasta hace un par de años estuvieron invirtiendo su plata en esa casa. Eso fue muy cansador, muy agotador.

Para entonces, hacía rato que Camila había empezado a escribir y a sentir algo, un apremio, impreciso y pertubador, en su cuerpo y en su psiquis. Era algo a lo que no le podía poner nombre. Hasta que una tarde el aire bucólico se electrificó con una revelación que salía de la tele: un talk show con invitadas travestis le hizo dar cuenta de quién era. Vestido como Cristian, Camila las vio y dijo “quiero eso”. Ataviarse así, moverse así, sentirse así: ser travesti. Al fin pudo ponerle palabras a ese deseo ardiente. Eran los años noventa, y si eso no parece sencillo para nadie, menos lo era para alguien que habita un pueblo de 5.000 habitantes de una provincia históricamente conservadora, una provincia atiborrada de iglesias y capillas que, por caso, aun cuando fue gobernada muchos años por el peronismo, representa el núcleo electoral de Cambiemos, el partido de derecha fundado por el expresidente Mauricio Macri.

Todo aquel clima y esa represión hicieron que Camila se encerrara, se metiera para adentro, se dedicara a ser una alumna brillante. En soledad, maceraba la idea de un cambio. Cosía y pegaba sus vestidos a escondidas, robándole fundas a su mamá, que se preguntaba dónde habían ido a parar esas prendas. Cuando no quedaba nadie en la casa, sola con sus anhelos y cavilaciones, cualquier ventana servía de espejo para conjeturar una revolución.

* * * *

Cuando salió Las malas y, al poco tiempo, el pequeño pero intenso círculo literario local se vio sacudido por su prosa y por su trama, todos apuntaron su mirada a una persona, Juan Forn (1959-2021). Además de editor estrella y escritor, Forn fue un apasionado detector de talentos narrativos. Camila fue la última aparición apadrinada por él. No solo editó y ayudó a darle forma definitiva a la novela, que luego se encargaría de recomendar, sino que escribió el prólogo, un texto que alude a la obra, sí, pero que se centra también en Camila, en su fuerza narrativa y en su condición de travesti. La naturaleza de ese prólogo provocó un enfriamiento en la relación entre ambos, que duró hasta la sorpresiva muerte de Forn, ocurrida el pasado 20 de junio. “Yo estaba un poco enojada con Juan cuando murió, y él lo sabía, igual seguíamos hablando, seguíamos recomendándonos libros”.

- ¿Por qué te molestaste con él?

- Yo creo que él, con el prólogo que hizo, predispuso a los lectores a pensar que Las malas era una novela autobiográfica. Yo le había dicho que podía pasar eso. “Vas a tener que verme como escritora, Juan, aunque eso te cause decepción, vos me vas a tener que ver como escritora”, le dije después. Y estaba un poco molesta con eso, porque cada vez que hacía una nota tenía que responder sobre eso. 

- Bueno, la historia de la literatura está llena de verdaderas batallas entre escritores y sus editores.

- Pero yo además confiaba en él, yo acepté todo lo que me dijo porque era Juan Forn, porque yo era ignorante, porque sigo siendo ignorante, y en ese momento entiendo que o confiás, o hacés una estupidez.

- Bueno, pero al margen de ese ruido posterior, ¿cómo fue el proceso de edición y de escritura?

- Durante un festival literario que se hizo acá en Córdoba, él me pidió que le mande lo más raro que tuviese escrito. Yo tenía la historia de la tía Encarna, que era parte de una obra de teatro que yo hacía, El cabaret de la Difunta Correa. Al final de la obra aparecía la Tía Encarna y contaba cómo se había encontrado al bebé de la Difunta Correa en el parque Sarmiento. Yo pensaba que eso tenía que crecer, que tenía que haber más, pero no en teatro. Entonces empecé a escribir su historia, toda esa primera escena de ella con las travestis en el parque. Y agregué algunas reflexiones que yo tenía en torno a mi travestismo, a cómo había sido dentro de mi familia, cómo había sido para mis padres, para el pueblo, todas esas partes del monte y todo lo demás. Cuando empezamos a escribir el libro le dije: “Me parece que es suficiente con la historia de la Tía Encarna y las travas, no es necesario que yo lo acredite”. Juan insistió: “Lo que pasa es que esto hace más accesible el misterio de quiénes son las travestis, qué son, qué hacen, qué les pasa por la cabeza”. La verdad es que era una historia común si me pongo a pensar en otras travestis que conocí de mi edad, de mi generación: éramos todas pobres, todas veníamos del interior, todas trabajábamos como prostitutas, la historia del padre y la madre que no te aceptan, todas esas cosas comunes. Y yo creo que eso fue inteligente de su parte, porque eso hace que la novela esté constantemente dialogando, parece que hubiera dos tiempos.

Yo estaba un poco enojada con Juan [Forn] cuando murió, y él lo sabía

- A veces tres, porque mostrás muchas secuencias del parque, después tu mundo particular de ese momento y también tu época anterior.

- Sí, eso fue muy inteligente de su parte. Pero bueno, yo estaba un poco así y nunca lo pudimos charlar, porque no nos cruzábamos mucho, y después vino la pandemia…

- Pero te quedan buenos recuerdos.

- Cuando fui a presentar Las malas por primera vez a la Feria del Libro de Buenos Aires, que me pagaron el pasaje y el hotel, me acuerdo que llegué al hotel y tenía que pagar algo así como una garantía, que eran 600 pesos [6 euros], y no los tenía. Ahí me enteré de que no tenía la comida cubierta tampoco, o sea que la poca plata que tenía la tuve que dejar ahí y llamar a un amigo que me prestara.

- ¿No tenías tarjeta de crédito?

- No, no tenía en ese momento. Para que te des una idea de que realmente lo mío era todo muy a pulmón, muy buscavida, muy con lo que tenía puesto. Juan me fue a visitar y como el hotel no me había gustado, me dijo: “Pero hacete la diva, deciles que te pasen a otro”. No lo hice, pero siempre me causó gracia eso que me decía: “Hacete la diva, que te den el hotel que vos quieras”. Era además un tipo que se fascinaba con un tipo de feminidad distinta, le gustaban cosas de las mujeres que los tipos por lo general no observan, se fascinaba con ciertas cosas. Una vez en [la localidad cordobesa de] La Cumbre me dijo: “¿Viste ese retrato de la [Margarite] Duras que le hace Avendon, que ella se está como levantando la pollera, que está viejísima?… me vuelve loco, me encantan las minas cuando están así, derrotadas”. Jajaja. Tenía como un enamoramiento. Me amaba, me decía “no te vayas por favor Camila, porque me vas a dejar solo con todos estos boludos, no quiero saber nada”. Así que me siento muy halagada porque fue como que en el medio de un montón de personas, de gente y gente que quería quedar bien con él, a la única que le dio bola fue a mí. Me esperaba a la mañana para desayunar, me buscaba por todos lados, me llevaba, me traía. Y después no supe ser más agradecida, o no supe cómo demostrarle mi gratitud por todo lo que pasó después, porque estaba enojada, porque tenía que, cada vez que hacía una nota, responder por ese prólogo.

* * * *

La escritora argentina Camila Sosa. CATALINA BARTOLOMÉ
La escritora argentina Camila Sosa. CATALINA BARTOLOMÉ

Ubicado en una zona alta de la ciudad, el parque Sarmiento de Córdoba es un espacio verde ideado por el arquitecto francés Carlos Thays que comenzó a construirse en 1889 y que tiene más de 100 hectáreas de superficie. Se suele decir que es el pulmón de Córdoba aunque durante años bien pudo ser otras partes también. Como todo parque de toda gran ciudad, de noche, cuando los pájaros volvían a los árboles, los juegos mecánicos detenían su marcha y la civilización diurna levantaba las redes de su pesca diaria, emergían las criaturas de la oscuridad. Entre ellas, las travestis. Entre ellas, Camila Sosa Villada, 21 años, estudiante de Comunicación, llegada hace poco. Camila vive en una pensión y terminó allí, en el parque, pese a que se juró decenas de veces que no lo haría. Noches enteras de cenar mate cocido y pan negro y la tentación de hacer dinero fácil la terminaron empujando. Camila va por primera vez, con su ropa de puta hecha a mano, se sienta en un banco, las mira de lejos, no dice nada, se va. Al día siguiente vuelve y una de ellas, una de la comunidad de hermanas travestis, la distingue, se le acerca, le pregunta, la invita. Ya está. No se irá por un par de inviernos.

En ese ecosistema plebeyo, vulgar, precipitado y endurecido por la cocaína y el alcohol, humedecido por las hormonas inyectadas y por un frío tan despiadado como la policía, sucede Las malas. Pero aún cuando la hostilidad o la sordidez resultan palpables, aun cuando lo que se recrea es ese subsuelo feroz bordado por la humillación y la violencia de los clientes o de los perversos —que muchas veces son lo mismo—, lo que Camila recrea siempre guarda un hálito de ternura que lo vuelve entrañable. Aun cuando, cada noche, aquello que sucede lastima como un cuchillo, tanto sus personajes como sus actos están poblados de una honestidad dolorosa pero amable, como si la autora eligiera rescatar, de entre todo ese barro, cada molécula que descolla, que lo hace brillar. “Cuando estaba ahí también escribía. En realidad, ya lo hacía desde antes”, recuerda. El mate cocido se terminó. Ahora Camila enrolla un cigarrillo de marihuana.

- O sea, escribís desde que tenés memoria.

- Sí.

- Es una pasión.

- Sí, no sé hacer otra cosa, no es algo que pueda evitar y me gusta además, me da gusto hacerlo. Aparte, cada cosa buena que leo, es como si duplicara algo de mi trabajo como escritora, es como si tuviera más espacios, o más palabras, o más libertad, eso es increíble. Entonces, cada vez es más gustoso hacerlo. El otro día nos juntamos con una trava con la que alguna vez estuvimos parando juntas, y nos acordábamos de una vez que había sido súper divertida, que había pasado un tipo súper guapo en bicicleta y esta le había hecho sonrisas y caras, porque estaba buenísimo. Entonces el tipo se vuelve y cuando le habla, tiene todos los dientes podridos, una boca desastrosa. “No te tendría que haber hecho ni bosta una sonrisa”, le dijo. Ella se había olvidado y nos empezamos a reír de nuevo, porque cuando el tipo se fue también nos quedamos horas sentadas en el piso riéndonos de eso que había pasado. Si yo no contara eso, no estaría siendo justa, no estaría haciendo justicia, porque además, dependiendo del ojo que lee, puede decir “esto qué fuerte”, como dicen muchos, o se pueden detener también en eso que se detuvo Juan de decir también hay fiesta, también hay celebración, hay literatura, hay otra cosa.

- En este sentido, no puedo dejar de asociarlo con la serie Pose, donde también, aun en el medio del dolor por la amenaza arrasadora del VIH, hay una celebración, hay un goce, está la ratificación del placer todo el tiempo.

- Y de hacer belleza, viste que  [el escritor chileno Pedro] Lemebel decía “en el cuartito más triste, con dos recortes de revistas y unos trapitos colgando, hacían un cuarto de princesa”. Me parece que eso es algo común sobre todo las de mi generación y las anteriores, que era “si va a ser este el mundo, si va a ser este cuarto de pensión donde yo voy a estar encerrada desde que me levanto hasta que puedo salir a laburar, que sea el palacio más habitable posible”. Yo me hacía vestidos con las sábanas que mi vieja decía que ya no servían más, esas cortinas que eran como de tul, que eran muy berretas, duras, pero tenían unos trabajos de calado y de cosas que eran interesantes tipo hule, y con eso me hacía los vestiditos para salir. Aparte, a mí me llegó la palabra travesti cuando ya tenía 12, 13 años, cuando apareció Cris Miró en la tele, cuando aparecieron las travestis en el programa de Mauro Viale, sino no hubiera sabido nunca qué era lo que me pasaba.

¿Fue como una revelación?

- Fue muy fuerte, pero antes yo ya hacía todo esto que te digo. Aprendí a coser a mano para poder hacerme los trapitos con los que salía a bailar a la noche. Y lo hacía con las fundas de las almohadas, que me acuerdo que mi vieja me decía “¿se me habrá volado con el viento la funda de la almohada?”, y era que yo la había convertido en un vestido en una siesta.

Me hacía vestidos con las sábanas que mi vieja decía que ya no servían más

- Y al tiempo te vas a estudiar Comunicación a Córdoba capital.

- En realidad vengo a estudiar Biología, y como había visto mal las fechas de inscripción y estaba cerrada la carrera ya, no me pude anotar. Como mi hermano y mi cuñada estudiaban Comunicación, me inscribí. En realidad, lo hice porque me tenía que ir del pueblo.

- ¿Ya era insostenible para vos eso?

- Sí, además en mi familia ya no se podía estar más. Yo creo que ellos se tomaron unas buenas vacaciones de mí y yo, de ellos.

- ¿Sobre todo de tu papá?

- De los dos, mi vieja era un tanto más comprensiva, pero dejaba que mi papá hiciera el trabajo. No se ensuciaba las manos.

* * * *

Uno de los primeros escarceos de Camila con la notoriedad mainstream fue su intervención en 2014 en las llamadas charlas TED (Tecnología, Entretenimiento y Diseño), una serie de conferencias, importadas desde Estados Unidos, en las que referentes de distintos rubros (ciencia, cultura, negocios, etc.) narran algún fragmento o aspecto de sus vidas o trayectorias que, se espera, sirven de inspiración para la audiencia. En buena medida, son alegatos de superación y de una palabra que se puso de moda hace no mucho, resilencia. Parados ante una platea que escucha arrobada y en silencio, durante cerca de de 15 minutos los disertantes, con actitud relajada y confiable, tratan de alcanzar cierta intimidad, cierto clímax. Convertido en un evento global, su masificación hizo que se transformara en un encuentro estandarizado, con franquicias en muchas ciudades y una fórmula que le deja poco espacio a la espontaneidad: cada orador sigue un guion con pautas. Pero para cuando Camila intervino todavía conservaba, al menos en Córdoba, el condimento de la novedad.

Ataviada con un vestido color salmón y un collar verde, aquella vez la escritora irrumpió en el escenario dispuesta a provocar: “Vos tenés pinta de haberte ido de putas”, fue lo primero que dijo, señalando a un hombre cualquiera del público, ni bien los focos la iluminaron. Pero el efecto no fue el esperado, porque quien de inmediato se conmovió con la intervención fue la misma cordobesa, que puesta a relatar una parte de su experiencia como prostituta apenas pudo sostener el hilo de su voz. Camila creía que podía ofrecer su corazón, pero solo pudo mostrar los cristales astillados de su alma. Como escribe su amada poetisa Wislawa Szymborska (1923-2012), aquella vez sus señas de identidad fueron el encanto y la desesperación. Es un testimonio desgarrador, por momentos intolerable, del que prefiere no acordarse: “

- La odio a esa charla, la quiero dar de baja, les mando mensajes y no me dan bola, pero creo que solo tengo que ponerme seriamente a ver cómo se puede quitar. Yo estaba recién separada de la pareja con la que vivía entonces, y le había contado a él que había sido prostituta después de muchos años de silencio, de no habérselo dicho a nadie, ni mis mejores amigos lo sabían, lo sospechaban porque decían “¿de dónde saca la plata, por qué aparece golpeada, por qué tengo que ir a buscarla al hospital cada tanto, por qué siempre está en problemas?”, pero nunca lo había hablado. Y bueno, se lo había contado a él. En ese momento sentía muchísimo dolor, además, por haber sido tan chica, por haber tenido que hacerlo siendo una adolescente. Y él se va. Ahí justo me invitan a participar de esa charla… Aparte no tenía idea de qué era el TED, y tienen esa cosa como superadora, como de esfuerzo, que yo lo digo, además, en la charla, que no estoy de acuerdo para nada con eso de la auto superación.

-Y además, ni bien llegás le decís a alguien: Vos tenés cara de andar con putas”.

- Sí, porque me habían prohibido decir malas palabras, tenían un protocolo que era que no podía usar faldas que fueran por arriba de la rodilla. Y estaba Martín Tetaz [economista y tuitero] además, había estado todo un día con él, y todo el día me decía “si vos querés, podés, los sueños se tienen que cumplir”.

- Hasta tiene cierto aire evangelizador.

- Eso, y yo fui con esa historia, lastimera además, poniéndome a mí en un lugar porque era tonta, porque no tenía un Juan Forn que me dijera “no digas esto”. Y me veo nerviosa.

- Estás profundamente emocionada.

- Me veo así como en carne viva y me dejaron salir así, eso es lo fuerte, no me cuidé yo. Realmente había colapsado.

- Pero era más fuerte que vos el contexto. Es una organización eso.

- Y además, después me fui a trabajar a Buenos Aires, me fui a hacer El bello indiferente, una obra que venía ensayando en donde el personaje es una mina que le habla a un tipo que no la escucha. Estaba loca, me había vuelto loca, hice esas funciones a base de Clonazepam porque no podía de otra manera, me hizo realmente mucho daño esa separación. Y cuando la gente me da su devolución, la verdad es que esa cosa lastimera sobre las travas me pone furiosa. Bueno, tengo mi derecho a equivocarme también, no es que me voy a flagelar por esto, pero ahora no saldría a decir eso ni loca, diría otras cosas seguramente.

La actriz y escritora argentina Camila Sosa. GUILLERMO ALBRIEU LLINÁS
La actriz y escritora argentina Camila Sosa. GUILLERMO ALBRIEU LLINÁS

* * * *

La novia de Sandro (Planeta, 2015), que toma prestado el título de un blog que tuvo abierto Camila en la década del 2000, reúne una serie de poemas que la cordobesa fue escribiendo a lo largo del tiempo. Muchos de ellos fueron rescatados por un lector de aquel blog, luego de que, en un ataque de autocancelación, Camila procurara deshacerse de ellos para siempre. Aquel lector cuidadoso hizo que, entre otros, este poema, llamado ‘Pendientes para el día en que me decida a…’, fuera editado.

“comprar un secador de pelo y telas abrigadas para coserme un saco.
Dormir hasta el mediodía y responder mails con propuestas de trabajo de mierda,
Sorprender a los amigos enviándoles
un cajón de manzanas a cada uno y una nota que diga:
“Coman una manzana por día y olvídense de los doctores”

(-)

Elaborar un plan de ataque y resistencia,
Descansar, dormir un año seguido,
Y besar su boca como si entre el uno y el otro.
Y entre los dos y la vida,
No hubiera pasado nada.”

- Algo de ese poema, tal vez su urgencia, me resuena a Ansia, el famoso texto de Sarah Kane. ¿Lo conocés?

- Sí, claro, la autora de 4:40. Mirá… no lo había notado.

- Como sea, ¿cuándo fue que empezaste a darte cuenta de que tenías talento literario, de que con la escritura también había un camino posible?

- No sé si tengo talento, sí entiendo que hay algo que hago que lo hacen muy pocos escritores que es conjurarse de alguna manera, como dejar que se me vea la bombacha digo yo, como decir “acá estoy, esto es de lo que soy capaz”, y eso me parece que es un valor. Todo el mundo está diciendo “bueno, vamos a respetar las reglas semánticas, los temas que hay que tocar, si la literatura del yo, si no, si esto, si el otro”, todas esas cosas que le preocupan a los escritores y que no me preocupan, porque además no sé si soy escritora. Esto es lo fuerte, no sé qué soy, no sé si soy actriz, si soy escritora, si es que solo soy travesti, si trabajo de eso. La verdad que no tengo ningún rollo si no escribo, no es que me voy a morir si no lo hago, si no me leen, si solo soy capaz de escribir Las malas y nada más, no es que me va a causar una desolación enorme, ni siquiera el hecho de tener que poner un aviso en el diario como prostituta de nuevo. Y ese saber, ese conocimiento, sí, me libera de muchas cosas.

No tengo ningún rollo si no escribo, no es que me voy a morir si no lo hago

- También en La novia de Sandro hay otro poema, el cuarto, que se llama Helsinski, que es uno de los pocos que tiene título.

- Es verdad. Helsinski es lo único que conozco de Europa, fui a un festival de cine latinoamericano. Lo habían invitado a Javier [Van de Couter], que es el director de Mía, él no podía ir y fui yo, con un terror… porque además no hablaba inglés. Fue en el 2013. Me tomé el avión Ezeiza-Frankfurt, y de Frankfurt a Helsinski. No sé si fue porque conocí ese lugar y nada más, pero tuve la sensación de que podía vivir en un lugar así, también me pasó en Brasil, en Recife cuando conocí el mar. Había algo de ese mundo que a mí me gustaba y era impresionante, me iba todos los días al mar, estuve ocho días ahí y me iba al mar a sentarme ahí a mirar, es el mar Báltico además.

- Cuando estabas en la universidad es cuando empezaste a ejercer la prostitución. Era el año 2001, la gran crisis argentina.

- Sí, pero mirá nuestra perspectiva: las travas teníamos guita siempre, salíamos a laburar y siempre teníamos, era muy loco eso. Lo que pasa es que yo era un fracaso como prostituta también, porque no me gustaba hacerlo, entonces salía cuando necesitaba plata solamente, no es que salía todas las noches. Era un fracaso como prostituta. Pero aun así, cuando salía tenía guita.

Era un fracaso como prostituta. Pero aun así, cuando salía tenía guita

- ¿Y ahí operaba el miedo también, para no arriesgarte a salir lastimada o atacada?

- No, estaba muy anestesiada, no tenía miedo. Además, creo que la relación con el miedo es beneficiosa para mí: siempre el miedo me ha puesto a salvo de muchas cosas. No me ha paralizado jamás tener miedo, siempre he estado agradecida de un sentimiento así, si tengo miedo es porque es por algo. Mirá, acá todos los años se hace una marcha que se llama “La marcha por la salud mental”, donde los locos salen de los psiquiátricos y pugnan para que se revise la ley. Una vez, en la marcha, escuché a una mujer que gritaba: “Nos quieren apagar la ansiedad”. Y agregaba: “Para nosotros, nuestra ansiedad es todo, si nos quedamos sin ansiedad, el mundo se vuelve una cosa muy peligrosa. Porque con la ansiedad estamos alertas, con la ansiedad sabemos si hay peligro, si no lo hay”. “Qué fuerte eso —me dije—, poder escucharlo de un loco además”. No es que te lo está diciendo un hippie, te lo está diciendo un loco. Entonces yo reviso y digo, es verdad.  

- Volviendo a Córdoba, y sus contrastes. Es una provincia que tiene una cantidad inusitada de artistas y hasta tu irrupción, siendo una comunidad conservadora, tal vez responde a ese carácter paradójico de la composición de su sociedad.

- Yo creo que en Córdoba hay mejores artistas que en Buenos Aires. Y creo que es por la la falta de recursos, por el hecho de vivir en un lugar en donde no tenés un solo recurso para hacer algo. Yo que soy de la escuela de La Cochera, que es uno de los teatros más viejos que hay acá, el grupo de teatro que dirige Paco Giménez hace muchos años ya, y me acuerdo que se habían ganado una plata para remodelar La Cochera, les habían dado un subsidio del Instituto Nacional del Teatro y él decía: “¿Y si nos vamos al casino y la apostamos toda? Total, si ganamos, la pegamos y si perdemos, no pasa nada, si siempre hemos hecho teatro con nada”. Y es verdad. Acá hay músicos, escritores, poetas. Laura García del Castaño es una poeta que tiene que estar traducida a todos los idiomas del mundo. En el teatro hay actores y actrices que son increíbles. Y me parece que tiene que ver primero con la falta de recursos y después con la falta de aire también, esto de vivir en una sociedad tan conservadora, tan católica, tan prejuiciosa.

Respeto que la gente salga del clóset cuando se le cante, y si no quieren salir nunca la entiendo

- Lo difícil que debe haber sido salir del clóset…

- Sí, igual, yo respeto mucho el clóset, respeto que la gente salga del clóset cuando se le cante, y si no quieren salir nunca la entiendo, porque el mundo es una mierda. Pero ahora hay menos por perder que en otras épocas. A mí, si me pasaba algo grave, no tenía a quién decírselo.

* * * *

Seguimos en Córdoba, primera década de este siglo. Camila fatiga la noche, sus márgenes, su piel empieza a curtirse. La carrera de Comunicación pierde su encanto, si es que alguna vez lo tuvo. Está, una vez más, triste, sola y arrumbada. Es un náufrago al que de repente le aparece un madero: Camila descubre el teatro. Hay algo que se corre o que se abre, un enorme campo de conceptos y emociones, un espacio, grande como el Parque Sarmiento, que la recibe con los brazos abiertos. 

“Cuando llegué a teatro, me presenté la primera clase, comenzamos a hablar y después me llamaron aparte y me dijeron ‘¿querés que te corrijamos acá y te pongamos que te llamás Camila, aunque sea para nosotros?’. Fue tan hermoso ese gesto… Era 2003. Además, en el verano me había pasado algo. Me había hecho la viva y había empezado a chatear con un chico al que le mentía, no le decía que era trava, le decía que era una chica y él me lo creía. Yo era chiquitita, no se me había desarrollado la mandíbula ni siquiera, podía pasar perfectamente por una chica. Y cuando se lo dije, el pibe se empezó a poner muy violento, y me empezó a acosar, me amenazaba y me tiraba cosas por la ventana, pasaba por casa y me acosaba… Yo venía de toda esa violencia y realmente estar en teatro fue estar al menos en un lugar donde la gente se me parecía. Y además, era buena en lo que hacía, no era solo que era la trava, sino que además era talentosa y eso me hacía sentir muy bien en el medio de toda esa gente”.

- Cuánta intensidad para alguien tan chica.

- Sí. Con este pibe que me acosaba yo no tenía a quién pedirle ayuda. No sabía cómo defenderme de un loco así. Tenía 21 años. No se lo podía contar a mis papás. Pero esa soledad me dio certezas, hace que ahora sienta que no tengo nada para perder, es algo que, en algún punto, cinceló una manera de ser muy poderosa. Yo creo que era mejor en ese momento que lo que soy ahora, que estoy aburguesada.

- ¿Por qué eras mejor?

- Porque podía ser feliz con nada, le prestaba atención a otras cosas, era más fuerte.

- ¿Tuviste algún momento de mucha tristeza? ¿De pensar en acabar con tu vida?

- Sí, varios. Una vez me tomé un frasco de pastillas y me arrepentí cuando sentí que me estaba pegando, me fui a tocarle la puerta a una de las pibas de la pensión.

- ¿Cuántos años tenías?

- 21. Estaba con el tema del pibe ese. El padre, abogado, tenía un departamento enfrente a la plaza de la Intendencia.

- ¿Cómo te deshiciste de esa persecución?

- Tuve que vender todo lo que tenía, que era un televisor 14 pulgadas, un equipo de música, el celular y algo más. Le di plata y desapareció. La vino a buscar el padre la plata.

- No entiendo, ¿por qué te pidió plata?

- Él decía que necesitaba Valium para dormir para sacarse el mal sabor que le había dejado yo.

- Bueno, estarás aburguesada, pero esas cosas no te pasan más.

- Me pasan otras. Ahora me pasa el clásico white people problems.

Atardece en Córdoba, el piso 11 se llena de sombras. Camila tiene que hacer otro zoom, “pero es por trabajo, así que me gusta”, informa. Antes de despedirnos, me regala un ejemplar de su libro de no ficción, El viaje inútil. Bajamos, nos saludamos con el codo. De camino al hotel, mientras el fresco se apodera de la ciudad, leo la dedicatoria.

Escribe Camila, provocadora y crepuscular:

“Pablo, hiciste un viaje totalmente inútil por esta charla. Pero no por inútil fue mal conversado.
Besos divinos.
Camila”. 

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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