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Juan Carlos Kreimer, uno mismo

Vivió el Londres punk, difundió el ideario ‘new age’ y aprendió a no hacer nada en Brasil. El autor argentino, un icono contracultural, repasa su trayectoria.

Buenos Aires
El escritor argentino Juan Carlos Kreimer, en Buenos Aires. TÉLAM

Poco se parece esta casa a la otra, la que Juan Carlos Kreimer describe en la segunda parte de su último libro, Búzios era un hospital de tránsito (Seix Barral, 2023). Acá, en este edificio antiguo, enclavado en el barrio inglés de las barrancas de Belgrano, en una de las calles más bellas y arboladas de Buenos Aires, poco hay en términos visuales de ese otro rancho de madera, ladrillos mal revocados y puertas de tela que, el lector asume e imagina, Kreimer levantó con sus manos durante los cuatro años que vivió en la ciudad costera de Brasil que da nombre a la novela, en la década de los ochenta.

Juan Carlos Kreimer abre la puerta, mira la hora; es tarde. Una lluvia torrencial retrasó el encuentro, pero Kreimer está pronto pensando en otra cosa. Invita a la casa —un espacio amplio, con un lugar para hacer yoga y un extenso ventanal que da a las copas de los árboles de la calle Melián— y avisa que tiene que hacer una llamada urgente. Mientras habla por teléfono, la lluvia amaina. La luz de la tarde, un rayo tímido, ilumina el perfil del hombre que en sus 80 años de vida supo encarnar en su cuerpo el espíritu del escritor vitalista todoterreno; el narrador caníbal capaz de abarcar muchos temas sin poder saciar eso que sacude en el interior de cualquier escritor, encontrar una historia para contar.

Cuelga. Mira de frente. Cruza una pierna sobre otra. Parece entrevistar él a quien entrevista.

—¿Leíste el texto que te pasé? —dispara.

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En 2015, Kreimer recibió el llamado de una vieja amiga que había trabajado con él en un teatro de Londres. La mujer se había mudado a Australia, en donde tenía dos hijas. En el mensaje decía: “Tengo algo para vos”. Kreimer se asustó. Esperaba que no fuera un hijo perdido que, después de muchos años, quiere conocer el paradero de su padre. Aunque algo en relación a la paternidad había: era un viejo manuscrito.

Pocos después de que los militares tomaran el poder en Argentina, en 1976, Kreimer renunció a su trabajo como periodista de planta, se subió a un avión y se instaló en Londres a vivir de lo que podía y con quien podía. Tenía poco más de 30 años, y una enorme ambición por convertirse en escritor. Le dieron una pieza en un edificio en donde vivían chicos que se teñían el pelo de colores raros y hacían una música simple y poderosa que se empezaba a llamar “punk”. Kreimer tomaba notas de lo que veía y de lo que hacía, a las apuradas, en las esquinas de cuadernos. Y escribió un manuscrito. Le puso como título De ninguna parte. Le mandó el manuscrito a una amiga, que era agente literaria y que conocía a la editora barcelonesa Esther Tusquets, quien dio su veredicto:

—Es una mierda.

Tenía una razón para semejante sentencia: Tusquets estaba cansada de los latinoamericanos que escribían sobre sus derivas por Europa, un verdadero género si pensamos en Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echeniquey e incluso, más acá en el tiempo, Roberto Bolaño. Aunque, vaticinó la mítica editora, cuando Juan Carlos Kreimer se convirtiera en un escritor famoso, ese librito de juventud sería un objeto arqueológico extraño, digno de encontrarse con sus lectores. Tusquets sí estaba interesada en esos “chiquitos punks” que Kreimer había conocido en Inglaterra, con los que había tramado una fuerte amistad. Obtuvo un adelanto, un contrato a contrarreloj y escribió uno de sus textos más célebres y reeditados: Punk, la muerte joven.

El texto que había dado inicio a su carrera como periodista del punk y escritor vitalista en la estela de Henry Miller volvía a aparecer, como todo lo que reprimimos: en una copia de carbonilla que una vieja amiga guardaba en su casa de Australia, luego de que Kreimer dejara definitivamente Londres para instalarse en las costas paradisíacas de Búzios, Brasil. Su amiga había tirado todo lo que él había dejado: un bajo, ropa, libros. Pero se había quedado con una caja que tenía varias copias de manuscritos, diarios y textos diversos. Entre ellos, la única copia que quedaba de aquella primera novela rechaza por Tusquets, De ninguna parte.

Una noche de insomnio, plena pandemia, Kreimer se sentó en su escritorio, el mismo que tiene ahora a su derecha. Abrió el paquete del viejo manuscrito y empezó a leer. Mientras leía, se entusiasmaba; se reencontró con aquel periodista que había dejado su vida atrás para probarse como escritor, con las noches largas y frías en pensiones, con las visitas a un amigo para recibir novedades de Argentina. Sobre todo, con un pulso, una voz, un tono. Empezó a pasar a la computadora el texto con la tentación de corregirlo, pero hacerlo hubiera sido un atentado contra el resultado, salvaje y directo, que había logrado en esos años; una novela corta en formato de diario donde relata los primeros meses de vida como extranjero en un lugar prestado. Solitario y observador, a la deriva con un carnet de periodista con el que consiguió el 50% de descuento en el vuelo de Aerolíneas Argentinas que lo llevó a Europa, a Londres, una ciudad de nadie, cómodo en su anonimato, escribiendo por oficio y por desesperación.

* * * *

Kreimer se queda en silencio. Mira hacia la biblioteca que tiene en el estudio de su casa. Hay un estante cargado de libros con letras de cómic: es la colección llamada Para principiantes. Kreimer compró la franquicia inglesa y la gestionó en la Argentina, hasta convertirla en un verdadero fenómeno de ventas. Freud, Kafka, Spinoza, movimientos musicales como el jazz o las vanguardias estéticas del siglo XX, no hubo un solo nombre propio que sin pasar por el tamiz de la colección no llegara a un público mayor.

El nombre de Kreimer articula también otros rubros. Fue el creador de la revista Uno mismo, una de las primeras publicaciones en Argentina que trataron temas como el new age y la meditación (práctica que hasta el día de hoy intenta hacer todos los días), y hasta tuvo una editorial donde sacó libros de divulgación de escritores como Osvaldo Baigorria y Carlos Gamerro. En 2013 publicó un libro sobre la vida en dos ruedas titulado Bici Zen. Manifiesto silencioso de una vida en lento movimiento que prioriza la contemplación del andar por sobre la velocidad de la transportación mecánica, se convirtió en best seller, fue traducido a varios idiomas y tocó nuevamente la fibra de una contracultura.

Kreimer escribió novelas, memorias, vendió empresas editoriales, tuvo hijos. Pero antes de todo eso, tuvo que abrazar una idea. La idea de no hacer absolutamente nada.

Kreimer, a inicios de los ochenta, en Búzios. CORTESÍA

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La escena está en la segunda parte de Búzios era un hospital de tránsito, libro que en su primera parte contiene De ninguna parte, conformando así un díptico de los años en el exilio del autor. En 1979, Kreimer deja atrás su vida salvaje en Londres y se instala en la pequeña ciudad balnearia brasileña, cerca de Río de Janeiro. Búzios era entonces un reducto de exiliados, de artistas y sobre todo de periodistas que, como él, querían dejar atrás el oficio de “escribir para otros” y dedicarse a escribir para uno.

—Nos dábamos cuenta de que le hacíamos el cuento a otros —dice Kreimer—. Y era una trampa. Creíamos que con eso satisfacíamos la necesidad de escribir, y no. Satisfacíamos necesidades vitales, porque cobrábamos como periodistas. Lo que queríamos decir, lo que queríamos contar, que eran necesidades más profundas y vitales, no alcanzaba con el periodismo.

Después de unos días de establecerse en Búzios, de tener algunas aventuras sexuales y de relacionarse con los argentinos que también viven con la idea de olvidar lo que está pasando en el país, un vecino que lo ve empecinado en hacerse una casa le dice:

—Seguís ocupado por la persona que eras antes de venir acá. Si querés cambiar, tenés que aprender a no hacer nada.

Y luego agrega:

—¿Sabés cómo se aprende? Haciendo cada día un poco menos. Pasando cada día un poco más de tiempo sin hacer nada.

Una idea zen: vaciarse por completo de lo aprendido para comenzar de nuevo. Mientras trabaja como traductor para la editorial española Alianza, Kreimer construye su casa, intenta escribir y superar el vacío de ser un hombre que se siente sin historias, camina todas las mañanas por playas paradisíacas y atraviesa el dolor que le ha dejado la muerte de su padre.

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Mariano Valerio, editor de Planeta, leyó De ninguna parte y coincidió con Esther Tusquets casi 50 años después. Dijo: “Acá hay algo”. Pero era muy breve, apenas 70 páginas, no alcanzaba; le pidió a Kreimer algo más. Pensó en otros textos que guardaba desde hacía un tiempo, textos dispersos sobre un diario en Brasil, una nota extensa para la Revista Humor, una nota sobre cómo vivir el tiempo en ‘Turismo 12’, el suplemento de Página12.

—Fueron dos momentos distintos de escritura y dos ambientes, también —dice—. En Londres estaba con mucha presión. En Búzios no tenía que sobrevivir, tampoco tenía el estrés por el idioma y por tener que encontrar un lugar. Después del libro de Londres escribí mucho para España. Con lo cual, tuve que volver a mi oficio de periodista y no pude escribir tan sensorialmente, tuve que ser más explicativo. Era más consciente de que iba a ser leído.

Búzios era un hospital de tránsito funciona como antesala de Prosa caníbal, las memorias iniciáticas de Kreimer, publicadas por Interzona en 2019; una novela de aprendizaje de cómo se convirtió en periodista en las redacciones más excéntricas y paradigmáticas de la cultura porteña en los años setenta, con periodistas como Antonio Dal Masetto, Miguel Grinberg y Olga Orozco. El problema en Kreimer está siempre en cómo narrar. “¿Qué se tiene que tener para durar en literatura?”, se preguntaba Julio Ramón Ribeyro, otro exiliado por Europa. Kreimer no devela, sino que revela y manifiesta en sus libros la tensión entre vida y obra, entre experiencia y escritura; una tensión eléctrica que lo altera y le preocupa. ¿Se cuentan las historias que ocurrieron o se viven las ocurrencias como historias? ¿Cómo se pasa de un estado a otro? Si Ricardo Piglia, en Respiración artificial, buscaba la literatura en la realidad, la realidad es para Kreimer —o, mejor dicho, para el narrador que construye en su libro— un complejo entramado de relaciones, vínculos inconexos que separan a quien cuenta de lo que quiere contar. Al final de la novela, Kreimer escucha un diálogo entre una pintora y un periodista que quiere ser escritor: “¿Usted escribe sobre cosas que le pasaron o inventa?”. A lo que el otro responde: “¿Hay acaso diferencia?”.  Si hay una verdad en el relato, entiende el narrador, está en la escritura misma; la escritura como una forma de no mentirse a sí mismo.

—Siempre sentí una conexión no religiosa, no vi a Dios, nada que tuviera que ver con lo dogmático, más ligado con lo espiritual o con eso que se llama espiritual. Una conexión con la unidad, con la ecología, con la tierra, con el cosmos. No estamos acá en la Tierra porque sí, sino como representantes de otra energía. Desde que empecé a estudiar esos temas, descubrí muchos puntos de contactos entre la búsqueda espiritual y la creación artística. La escritura es una forma de meditación.

Sale el sol. Después de una hora de charla, Kreimer invita a la despedida no sin antes mostrar algunos de los fanzines. Dice que empezó a meditar a los 30 años y nunca más lo pudo dejar. Dice que escribir sobre drogas es lo mismo que contar los sueños; solo le interesa a quien los vive. En el ascensor comenta que va a estar pasando fin de año en las sierras de Córdoba, en donde solía tener un campo, pero se prendió fuego en uno de los tantos incendios que se producen cada año. Cuando se le intenta devolver el saludo, Juan Carlos Kreimer no está más en la entrada de su puerta. En su lugar queda el zumbido del viento que se mueve entre las copas de los árboles cuando afirman sus hojas verdes en verano.

Cineasta, periodista y escritor. Ha dirigido los documentales, Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini (2014, Premio Argentores) y El volcán adorado (2018). Es autor del libro de cuentos Bailando con los osos (2013) y del ensayo Una isla artificial: crónicas sobre japoneses en la Argentina (2019). Su último libro, coescrito con Damián Huergo, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), premiado por el Fondo Nacional de las Artes de Argentina.