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Juan Gelman, poeta que fue será

Cargadas de vida, las palabras del escritor argentino dieron forma a los modos de ver y habitar el mundo de lectores de distintas generaciones.

Buenos Aires
El poeta argentino Juan Gelman, en 2012, en Ciudad de México. ÁLEX CRUZ

En abril del 2007, al poeta argentino Juan Gelman le dieron el Premio Cervantes de Literatura, uno de los galardones más prestigiosos de la lengua castellana. Fue el cuarto argentino en recibirlo de manos del entonces rey de España, Juan Carlos de Borbón, en la Universidad de Alcalá de Henares, la ciudad que vio nacer al autor del Quijote hace casi cinco siglos y varios mundos y vidas atrás. Detrás del púlpito tallado con colores verdes, rojos y dorados, construido en el siglo XVI, frente a Mara Lamadrid, su compañera de vida; Antonio Gamoneda y Martín Caparrós, miembros del jurado; y la “nietada” —como llamó a la copa de su árbol genealógico compuesto por cinco nietos, incluyendo a Macarena, la nieta recuperada—, Gelman, sosteniendo erguido sus 77 años, con un saco negro y corbata gris, mirando hacia el papel que sostenían sus manos firmes, dijo:

“A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aún antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos “Dürftiger Zeite”, estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderlin preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte”.

En las primeras líneas del discurso, Gelman se corrió del centro: lo que se premiaba era a la poesía, a esa arma cargada de futuro y, en su caso, en su obra, también llena de pasado, ternura, injusticias, muertes y amores. Durante el resto del discurso recorrió lecturas, evocó a Cervantes y, sobre todo, se ocupó de romper esa falsa dicotomía que divide a la escritura de la vida. Citando a Marina Tsvetaeva, “la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo”, dijo “que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir”.

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La primera vez que leí el discurso de la premiación fue en un diario en papel. Sí, un diario en papel. Hubo una época en que el diario se leía en papel, incluso tenías que pagarlo. Yo lo compraba antes de tomarme el tren en la periferia de Buenos Aires, en la estación de Temperley, para suavizar la hora y media de viaje que tenía hasta el trabajo en una librería en Las Cañitas, uno de los barrios más exclusivos de la capital de Argentina.

Un viernes de 2007 entré a la librería con el diario en la mano. En la foto de tapa estaba Juan Gelman con un cigarrillo entre los dedos y la palma de su mano izquierda en la frente, como sosteniendo la cabeza. El titular decía “Valer la pena”, como uno de sus libros más leídos. El poeta de Villa Crespo había sido premiado con el Cervantes.

El dueño de la librería, un hombre pequeño que acababa de hacerse un implante capilar, estaba sentado en el taburete detrás del mostrador. Lo saludé y le dejé el diario sobre la carpeta gris de facturas a pagar que estaba revisando.

—Qué bueno —me dijo, como si le hubiese anunciado que esa semana Anagrama hacía descuentos. Luego agregó—. ¿Quién lo edita?

—Seix Barral —contesté.

—Llamá y pedí veinte en consignación —me dijo—. Ponelo en mesa. Va a volar.

Subí al entrepiso y me fijé qué había de Gelman en la biblioteca de poesía. Sólo quedaban tres ejemplares de Mundar y uno de Velorio del solo.

—¿Llamaste?  —me dijo el dueño al verme parado hojeando Velorio del solo.

Como si no lo hubiera escuchado, caminé hasta la otra punta del entrepiso, en donde había un escritorio con una computadora. Me senté sobre dos cajas embaladas y leí al azar:

Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío, / como un amo implacable / me obliga a trabajar de día, de noche, / con amor, /

—Podés bajar por favor —me interrumpió el dueño elevando el tono. No le respondí. Seguí:

bajo la lluvia, en la catástrofe, / cuando se abren los brazos de la ternura o del alma, / cuando la enfermedad hunde sus manos.

Paré para respirar. Detrás del mostrador no vi a nadie. Cuando bajé la cabeza para seguir leyendo escuché retumbar los escalones de madera. Luego los pasos veloces del dueño sonaron en el suelo de chapa del entrepiso. Se paró frente a mí. Su cuerpo me tapó la luz de las dicroicas que iluminaban las páginas. Algo me dijo. No lo entendí. Seguí leyendo, hasta el final.

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“Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma”, leyó Gelman en la ceremonia del Cervantes. Las palabras dirigidas al autor del Quijote, como esas flechas con dos puntas, también daban en el blanco de su obra.

La poesía de Gelman está cargada de vida, de su vida. Una vida que comenzó el 3 de mayo de 1930 en Buenos Aires, Argentina, como un hilo de descendencia tardía que sus padres, judíos inmigrantes de Ucrania, empezaron a desplegar en el nuevo continente que los amparó. Desde niño se dedicó a leer poesía y, ya de adulto, empezó a trabajar, a ganarse el pan con la palabra, dedicándose al oficio de periodista por distintas redacciones.

Gelman ingresó como redactor en Nuestra palabra, en el diario comunista La hora, y fue corresponsal de la agencia china Xin Hua. También fue parte del grupo de jóvenes que se reunió en torno a la redacción de la revista Muchachos; y con David Álvarez Morgade y otros poetas formó el grupo El Pan Duro, de tendencia comunista, donde confluían sus búsquedas literarias y políticas. El grupo funcionaba como una cooperativa de agite y publicación. Allí, en 1956, Gelman editó su primer poemario Violín y otras cuestiones.

En El Pan Duro, Gelman se relacionó con Héctor Negro, Hugo Ditiranto, Juana Bignozzi, entre otros poetas comprometidos, marcados por la revolución cubana de 1959. Y fundamentalmente, a partir de sus publicaciones, se pudieron relacionar con Raúl González Tuñón, autor ya consagrado. Cuando empezaron a alejarse del grupo originario por adherir a la lucha armada en Argentina y disentir de la postura oficial del Partido Comunista, utilizaron el nombre de uno de sus títulos más populares, La rosa blindada, para fundar una revista y editorial.

En tal contexto, durante las décadas de los sesenta y setenta, Gelman nunca dejó de trabajar en periodismo. Fue jefe de redacción en Panorama, director del suplemento cultural en el prestigioso y masivo diario La opinión, secretario de redacción de la revista Crisis junto a Eduardo Galeano y jefe de redacción del diario Noticias, perteneciente a la organización Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) de la que Gelman era integrante.

La palabra, en su vida, en su obra, era alimento, munición, caricia, escudo y, claro, acción. Una palabra lanzallamas, que te toca, moldea, que dio forma a los modos de ver y habitar el mundo de lectores de distintas generaciones.

Juan Gelman, en la FIL de Guadalajara, en 2011. RAFAEL DEL RÍO

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La primera vez que leí a Gelman fue en el baño del colegio. Tendría catorce o quince años. Para ese entonces ya había liquidado al boom latinoamericano y creía que el único poeta en el mundo era Benedetti. Por desgracia o por suerte, en la Biblioteca Popular del barrio Ferroviario no había otros libros. Un amigo me había pasado el libro de Gelman a cambio de una edición de Sobre héroes y tumbas que le había robado a mi tío. Era una antología de Losada que abarcaba desde Violín y otras cuestiones hasta Carta a mi madre. Cuando sonaba el timbre de vuelta a clase, me paraba en el inodoro. Calculaba que todos estuvieran dentro de las aulas y, sumergido en el silencio que retornaba al patio, me sentaba sobre la tapa del inodoro a leerlo.

De esas primeras lecturas recuerdo que tenía la sensación de estar leyendo una antología universal en lugar de la antología de un solo poeta. Ese tal Gelman cambiaba de voz, de ritmo, de respiración, de un poema a otro. Encima hablaba de revolución, de compañeros caídos, de amores en cuartos clandestinos, de los que sufren y de los que lloran. Yo tenía la certeza de que eso debía ser un escritor. Gelman era claro, bondadoso, inteligente y, si era necesario, con un verso te sacudía la ropa.

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Gelman fue parte importante de la fusión de las FAR con Montoneros, la organización guerrillera de tendencia peronista donde alcanzó la jerarquía de teniente, según el escalafón militar con que nombraban a sus miembros. En los tempranos setenta, viajó a Europa a denunciar el terrorismo ejercido por el Estado argentino; primero, desde el Gobierno peronista de Isabel Martinez de Perón y, luego, desde la dictadura cívico militar que devino del golpe de Estado de 1976. En su periplo por el exterior, retornar era una opción que se podía pagar con la vida. Desde 1975, Gelman vivió exiliado hasta 1988, ya fuera en Roma, Madrid, Managua, Nueva York o México, el lugar que eligió para sus últimos años de vida.

La obra poética de Gelman refleja, piensa, destruye, eleva su itinerario político. Libros como Carta a mi madre, País que fue será o Bajo la lluvia ajena dan cuenta de su exilio y de sus derrotas, entre las que se cuentan la desaparición por parte del Gobierno militar de sus hijos Nora Eva, de 20 años, y Marcelo, 19 años, junto a su nuera María Claudia Irureta Goyena, de 19 años, secuestrada con un embarazo de siete meses.

Precisamente, el retorno de la democracia en Argentina encontró a Gelman activo en las organizaciones de derechos humanos, tanto en la búsqueda de sus hijos como de su nieta. Pasó más de una década hasta encontrar los restos de su hijo Marcelo en un río de la provincia de Buenos Aires, gracias al trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense. Y pasaron ocho años más para conocer el traslado de su nuera, en cautiverio, a Uruguay, en el marco de Plan Cóndor; un dato fundamental para dar luego con la aparición y el reencuentro en el año 2000 con su nieta, la hija de la pareja secuestrada desaparecida, quien recuperó su identidad y apellido: María Macarena Gelman García.

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Hace una década, el 14 de enero del 2014, Juan Gelman murió a los 83 años en México. Por un trabajo que ahora no viene a cuento, yo estaba camino a Sofía, la capital de Bulgaria. Me había tomado un colectivo desde Belgrado; mejor dicho, dos, porque ninguna empresa hacía los 394 kilómetros de un tirón. Ese día, que había empezado con un sol brumoso, se había transformado en una cortina de nieve. Por un problema en el motor paramos en un pueblo extraño, con un nombre imposible escrito en cirílico. Yo bajé del colectivo buscando un baño y un tacho para tirar la yerba del mate. La puerta del baño estaba cerrada. Igual golpeé. Del otro lado me respondió una voz ronca y gutural que me hizo pensar en un oso polar más que en una persona. Mientras esperaba a que el oso terminara lo suyo, saqué el celular y me puse a pescar alguna red de wifi con poca esperanza. Sin embargo, la red free de la terminal fantasma empezó a titilar. De golpe me cayeron una decena de mensajes. Sólo le di clic a uno: en el asunto decía “Gelman”. Era de Julián, el amigo que me había dado la antología de Losada cuando iba al secundario. En el mensaje había un poema. Decía:

A ver, pedazos míos, hagan asamblea y decidan. Pónganse sombreros blancos y tiradores rojos, haya color para que el viejo buey se vaya. Mis muertos ponen sombras porque no tienen más remedio. Clavan dientes de jabalí, señora, besos helados en representación de otoños idos, naves que buscan algún mar.

Después de leerlo volví al colectivo sintiendo la nieve sobre mi cabeza. Adentro no variaba la temperatura con la de afuera. En el asiento pegado al mío, descubrí a un hombre con frente ancha y de ojos claros parecido a David Lynch. No lo había visto en todo el viaje. Mientras esperaba a que el chofer pusiera primera, volví a leer el poema en el celular. Intenté responderle a Julián pero ya había perdido la señal. El hombre de frente ancha me sonrió contagiado por mis movimientos. En ese idioma que nunca acabaría de entender, me dijo unas palabras a la par que abría una mano pesada en el aire. Nunca supe si ese hombre era serbio, búlgaro o rumano. Sólo intuí que me preguntó ¿qué pasó? Yo le acepté la mano, se la sostuve con fuerza, y le dije que me acababan de avisar que había muerto Juan Gelman, un poeta argentino, uno de los escritores con los que aprendí a leer. El hombre hizo una mueca con la boca como si entendiera castellano. Luego nos recostamos en nuestros asientos a mirar la nieve que cubría cualquier posibilidad de horizonte.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.