“Pese a todo, escribir”, responde Leticia Martin desde un aeropuerto, de regreso de su gira de presentación de Vladimir. La autora es la flamante ganadora de la primera edición del Premio Lumen de Novela, y encontró este reconocimiento, explica, con su quinto ejercicio en el género. Merecida es la celebración después de años de libros de poesía, ensayo y narrativa, autopublicaciones y salidas en sellos medianos y pequeños de la bullente edición independiente argentina. Además de gestora y crítica cultural, desde hace unos años, esta Licenciada en Ciencias de la Comunicación es editora, junto a Nazareno Petrone, del proyecto Queja.
Nacida en Buenos Aires en 1975, Martin ha publicado el ensayo Feminismos (2017), los poemarios El vacío después, Miedo e ilusión y Horizontal y las novelas El gusto (2012) y Estrógenos (2016). A estos libros les siguió Un ruido nuevo (2020), justo antes de Vladimir.
Guinea, la protagonista de esta última novela, es una profesora que regresa a Argentina después de una infancia de exilio que la mantiene lejos del país hasta convertirse en una adulta capaz de buscarse sus propios problemas; tantos, que la fuerzan a una fuga. Al aterrizar, se encuentra con una ciudad totalmente caótica, pero el desorden se debe a un desarreglo mayor y planetario: la falta total de suministro eléctrico. Como si fuera poco para un solo plot, la historia también se propone una relectura de Lolita, de Vladimir Nabokov. Lejos de mandar ese clásico a la hoguera, Martin prefirió encarar un giro feminista y explorar con total libertad el problema del deseo ante la edad de los cuerpos a partir de escenas de alta tensión.
- ¿Qué quisiste trabajar en el contraste entre la calma del lugar en el que la protagonista había estado viviendo y Buenos Aires?
- Guinea viene de una calma relativa. En verdad, escapa de un escándalo, lo que me hizo pensar que en su interior había caos, desorden, locura. Me gustaba que, buscando empezar de nuevo, llegara a un lugar como Argentina, el sitio de su identidad y de su lengua madre, y que chocara contra una pared inmensa. Que pudiera escapar, pero a un nuevo conflicto. Para escribir es bueno plantearse dificultades y eso fue lo que hice en el comienzo: que todo inicie en el exacto momento en que dos cosas suceden a la vez, la intimidad que busca resguardo aterrizando en el destino donde se pretende recomenzar, y el contexto mundial que estalla en un desperfecto eléctrico de magnitudes desconocidas.
- En cierto pasaje de la novela aparece la idea de que somos todos electrodependientes, ¿cómo se te ocurrió trabajar este tema? ¿Por qué la electricidad como el oro contemporáneo?
- Esa idea del Gran Apagón surge de aquel Día del Padre en 2019, cuando por casi nueve horas Argentina, Paraguay y Uruguay quedaron a oscuras. Imaginé qué sucedería si ese desperfecto se extendiera a lo largo de varios meses y supe que en algún momento iba a escribir esa catástrofe. Fui anotando escenas de caos, esbozando en un cuaderno cómo afectaría la falta de luz en los distintos usos cotidianos que hacemos de ella. Dependemos de la electricidad para casi todo. Me gustó mostrar eso, y a qué medida no podríamos seguir vivos sin ese insumo. Luego, muy de casualidad, describiendo las sensaciones de Guinea al rozar la pierna de su alumno, descubrí que la estaba pensando casi como un impulso eléctrico. Ahí decidí jugar esa asociación a fondo, y me dio seguridad notar que cuadraba conceptualmente el ruido interior de Guinea con la dependencia mundial de la electricidad, sin la que no podríamos sobrevivir mucho tiempo. El contexto de catástrofe me sirvió entonces para acelerar los sucesos de orden intrafamiliar que iba narrando en el devenir de la trama.
- Todo parece recordar a otras catástrofes nacionales, como el 2001, con la cuestión de los bancos, los saqueos. ¿Qué de lo argentino se cuela irremediablemente en esta fantasía catastrófica?
- Esos ejemplos exactos y que son de algún modo nuestra época. Creo que, aunque lo esté jugando como ficción, no hago más que ir narrando mi época, y estoy cómoda y a gusto con ese plan de escritura, que se repite en todas mis novelas (en algunas apenas lanzado hacia el futuro más próximo que en otras). El lector sabe, repone esa información sin que hagamos mucho esfuerzo en señalizar el camino. Y eso me gusta. Además, lo argentino es como la sal de la comida. Se cuela, pero lo busco, lo agrego para sazonar. Me interesa el juego con los modismos del lenguaje, los preconceptos, los giros y las deformaciones de nuestra habla rioplatense tan particular. Por eso me servía que la protagonista viniera de vivir mucho tiempo afuera, que sea docente de letras hispánicas, que recupere escenas e imágenes de su infancia.
- En la novela hay un gran despliegue de escenas eróticas, siempre tan difíciles de escribir. ¿Cómo te resultó trabajar este tema?
- Luego de escribir la novela y de escuchar algunas observaciones de Nazareno Petrone y Edgardo Scott, dos escritores a los que presté mucha atención luego de que hicieran sus lecturas, noté que el erotismo que buscaba había pasado muy desapercibido. Así que trabajé en ampliar y divertirme describiendo las escenas sexuales con más detalle. Incluso en agregarlas donde faltaban y sabía que eran necesarias. Mis influencias buscadas, las conscientes, vienen de la cantera de Anaïs Nin o Marguerite Duras. Me alejé de Henry Miller, de ese modo más explícito y obsceno de narrar. Nunca se está del todo seguro con esas escenas. Quizá por morbo es que las corrijo muchas veces y las reescribo, acorto, vuelvo a ampliar, y así hasta sentirme satisfecha. Lo prioritario es que me guste leerlas a mí, que no me hagan ruido en ninguna parte. El principal peligro es no animarse a escribir con estos materiales, pensar en el qué dirán, cómo van a leerlo, cómo nos catalogarán, si nos van a criticar o tildar de pasatistas, vulgares, masivos, y un largo etcétera. Contra ese peligro: escribir. Pese a todo, escribir.
- Las crisis de aprovisionamiento y la situación de encierro en que quedan los personajes podría recordar a la pandemia. ¿Cuándo fue escrita esta novela?
- Tenía buena parte de la novela escrita en marzo de 2020. Para mí se trataba de otra cosa, del Gran Apagón de 2018, hasta que en algún momento me di cuenta de que el encierro era un elemento de época que se colaba. Y me gustó escribir sobre la pandemia sin escribir sobre la pandemia. Porque sabía que eso podía leerse así en un segundo plano, apelando a sentimientos y situaciones que algún tipo de parentesco o similaridad con el confinamiento iban a producir en los lectores.
- Clara Obligado escribe en la contratapa que Vladimir se destaca por contar la atracción de una mujer adulta por un hombre joven, en vez de un hombre adulto por una mujer joven. ¿Cómo trabajaste este aspecto?
- Creo que no importan los géneros tanto como los hacemos importar. Por eso me gusta invertirlos y plantear situaciones que llevan a hacerse preguntas. ¿Es esta una novela sobre el abuso o sobre el abuso de una mujer adulta? ¿Hasta dónde es tan importante quién mata, quién viola, quién abusa, quién escribe? ¿Hasta cuándo una novela será premiada en una categoría especial para mujeres? Entiendo que correr, jugar al fútbol o boxear puedan requerir categorías especiales. La fuerza física determina diferencias muy concretas. Pero la lógica literaria, jurídica, arquitectónica, etcétera, ¿no deberían dejar de juzgarse de acuerdo al género a esta altura? ¿Pesa realmente lo mismo el cerebro de hombres y mujeres?
En 20 años —o menos— no habrá distinción de géneros, que cada vez son más fluidos e intercambiables. Pienso en estas cosas a diario, son parte de mis lecturas de autoras feministas y de conversaciones con colegas y amigas. Por otro lado: el derecho a la maldad. Me gusta encontrarme con mujeres fuertes, conflictuadas, difíciles, tanto como escribirlas. Me gusta pensar en esos grises del género, en mis propios límites como escritora, en lo que podría traerme problemas cuando lo que produzco vaya a leerse.
- La novela ganó el Premio Lumen, ¿qué podés contarnos de esta experiencia, qué importancia le das a los premios, a un premio como este?
- La importancia que tiene: ni más ni menos que un reconocimiento al momento actual de mi escritura. Pienso cada libro como una foto del instante de mi proceso de trabajo (que espero vaya evolucionando con el tiempo y la experiencia). Y esa atención que uno vuelca en alegrarse, celebrar y aceptar algo que no sabíamos de nosotros mismos, creo, pienso, si es bien vivida repercutirá en lo que sigue. Eso es lo que más me importa de todo lo que estoy viviendo ahora, de gira por España. Ni lo que nadie piense, ni tampoco mucho lo que se diga, sino lo que va a pesar cuando finalice este momento feliz, el impacto de este reconocimiento en mi escritura venidera, en las nuevas ideas de libros que hoy no imagino pero que sé —como supe siempre— que voy a escribir.
- Venías escribiendo poesía, cuentos, también ensayos. ¿Cómo te llevás con la novela?
- Escribí siempre poesía, desde niña. No pierdo esa compañía, no dejo que la poesía me deje. Tampoco la convoco, aparece sola de vez en cuando. Me acompaña en los procesos vitales y en los largos mojones que implica escribir una novela, género que me resulta más trabajoso y cuesta arriba. Entre una novela y la siguiente, casi siempre salen poemarios míos que vomito como un chico que no llega al baño o a bajar la ventanilla del auto. Algún libro, incluso, lo he autopublicado sin pruritos ni falsas modestias.
La poesía es una compañía permanente para mí, un autoanálisis, un diálogo conmigo que se vuelve palabra escrita, y por ello recordable. Un lugar al que volver. La novela, en cambio, es más parecida a un viaje largo a algún otro continente, a otro planeta o a otra vida. Hay más imaginación y despliegue en la prosa, hay mucho intertexto con lecturas que voy haciendo y con conversaciones que voy manteniendo con las personas que admiro como mis hijos, mi pareja, mis colegas que escriben, autores del pasado. En la novela nunca soy yo, siempre deliro y divago, me animo a ser otras personas, a tener otro género, pongo los residuos mentales de mi neurosis y tramito situaciones que en la vida real no tienen solución. Todo lo que no sé dónde poner en la vida cotidiana, termina deformado en la novela. A esta altura, casi que no sabría cómo vivir sin ese espacio de autoanálisis y pensamiento que se vuelve acción. Porque escribir es eso. Es dejar de criticar, juzgar, evaluar, señalar y fisgonear para hacer algo con nuestro lado salvaje.
Esta novela premiada es mi quinta novela. Los intentos anteriores, todos y cada uno, acompañaron momentos de mi vida que pude transformar en historias que hoy, por suerte, ya me son ajenas, están fuera de mí. Pretendo seguir manteniendo con la escritura —y con Nazareno [Petrone, coeditor en Queja]— esta intensísima relación de amantes secretos que jamás se dejan.