Libros

Un lugar donde escribir

Las residencias de escritores son el sueño recurrente de muchos autores. ¿Qué sucede en esos espacios?

Buenos Aires
Las residencias de escritores ofrecen un lugar donde escribir sin distracciones. PEXELS/THIRDMAN

Los escritores tenemos un sueño recurrente. Despertar una mañana —o mediodía, si son de dormir profundo—, correr las cortinas de la ventana y ver un cielo diáfano detrás del vidrio; en lo posible, coronado por el pico blanco de una montaña patagónica o por un mar sereno. Luego, poner la pava en una hornalla para una infusión, apagar el celular y prender el Word en la pantalla o, en todo caso, abrir un cuaderno virgen.

El sueño se completa en las siguientes dos, tres, cuatro, cinco, diez horas; incluye no preocuparnos por mails del trabajo (escritura y trabajo, sabemos, es un maridaje conflictivo), ni por ir a buscar a los niños al jardín, ni por pensar qué vamos a comer al mediodía y a la noche o, sin más, por el precio de la papa.

En otras palabras, el sueño húmedo y recurrente de los escritores y las escritoras, de los que les gusta escribir al menos, es encontrar un lugar y un tiempo para habitar la escritura, para no salir del texto, para no dialogar con otras voces que no sean las de los personajes. Como le dijo Ross Macdonald a Osvaldo Soriano en su casa de California, un escritor debe generarse las condiciones de comodidad.

Lo más parecido a ese sueño, sin financiación propia ni bien gastando herencias familiares, son las residencias de escritores. Un sueño que puede convertirse en una pesadilla o en una trampa nostálgica donde uno siempre desea volver. Hay de diferentes colores, duración, bibliotecas y presupuestos. En nuestra policromática lengua hispana, una de las residencias más reconocidas es la que brinda la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, que ya supera las 20 ediciones y por la cual pasaron más de 300 autores, como Ben Clark, Aixa de la Cruz y Juan Gómez Bárcena. Como dice en su portal, citando a su fundador, la idea de la residencia es “que todos deben enriquecerse con la convivencia, y que dentro de la Fundación pueden ‘vivir para trabajar sin tener que trabajar para vivir’”.

Otras convocatorias que vienen acumulando bits con solicitudes y proyectos en sus bandejas de entrada son las que tienen el bautismo de Unesco desde sus 42 ciudades de literatura, como Barcelona, Iowa, Melbourne, Leeuwarden o Cracovia. Y más acá en el tiempo, hace unos pocos años en Buenos Aires, se abrió la convocatoria de la Residencia de Escritores MALBA (REM), que tiene el lujo de tener en la cima del comité honorario a John Coetzee, quien —según la coordinadora, Magdalena Arrupe— tiene voz y voto en la selección de autores y autoras.  

Cuando se cierran las puertas de las residencias se abren las preguntas: ¿qué sucede al interior de los cuartos temporalmente propios? ¿Los autores pueden continuar sus proyectos o se sienten apabullados por los compromisos y por el exceso de comodidad? ¿Las ciudades modifican o estimulan proyectos literarios? ¿Se descubren nuevas lecturas? ¿Qué lugar tienen las residencias en la obra de un escritor? Las preguntas rebotan en las paredes de la fantasía de escritores mientras tipean en Google “residencia de escritores 2025”.

Varios autores que pasaron por la experiencia hablaron con COOLT, contando sus días y sus noches, sus veranos y sus inviernos, en ciudades que empezaron a habitar previamente desde la lectura, y luego con la escritura.

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Las residencias para el escritor mexicano Daniel Saldaña París (1984) son algo así como su segundo hogar. Alcanza con abrir los agradecimientos de Aviones sobrevolando un monstruo o de El baile y el incendio, su último libro, para enterarse que durmió, caminó, leyó, escribió y otros tantos verbos que se nos escapan, por distintas ciudades que transitó como becado. Saldaña París participó en una residencia en Montreal en 2012, donde escribió la maravillosa crónica ‘Un invierno bajo tierra’; otra en OMI, al norte de Nueva York; otra en MacDowell, New Hampshire; otra en Banff, en las montañas de Aberta, Canadá; y en la del MALBA, Argentina.

Desde Nueva York, donde reside por una beca, claro, responde por correo sobre sus días de residente: “Cada lugar y cada experiencia fue distinta. En unas residencias me alimentaban y eso me parecía fundamental porque en general pierdo mucho tiempo pensando en qué voy a comer o cocinando. Tener eso resuelto me dejaba más tiempo para (no) escribir. En otras residencias no me alimentaban pero podía pasear por lugares nuevos. También me sirve estar lejos de la Ciudad de México, en general, porque ahí conozco demasiada gente y siempre termino yendo a cenas o comidas y eso me quita tiempo de lectura”.

La gran pregunta o la incógnita a desvelar es si estos espacios preparados para desarrollar la escritura la terminan posibilitando o no. En otras palabras, si el tiempo y la comodidad disponibles son suficientes o, tan habituados al ruido, la tranquilidad puede ser un martillo que golpea hasta enloquecernos.

“Escribí a veces más, a veces menos que en mi vida cotidiana”, dice Saldaña París. “En las residencias en las que estuve medio aislado en el bosque escribí mucho y luego descubrí que casi nada de lo que había escrito me servía. En las que fueron en ciudades funcioné mejor, me resultaron más estimulantes. Terminé mi primera novela en una residencia y, desde entonces, al menos alguna parte de cada uno de mis libros la he escrito en residencias. Es una forma de ahorrar dinero, a veces, o de dedicarme a escribir un par de meses sin aceptar demasiados freelanceos”.

El escritor argentino Ricardo Romero (1976), autor de Historia de Roque Rey, entre otras novelas que cruzaron el río de la traducción, responde tocando una cuerda similar a la de su colega Saldaña París. Romero estuvo un mes en la residencia de de escritores de la Villa Marguerite Yourcenar, en Francia. “La verdad es que me sirvió mucho. Ahí pude arremeter con las primeras cien páginas de Big Rip”, dice por WhatsApp.  “Fui con la idea de la novela y con bastantes apuntes. Sabía que era un proyecto muy largo y la residencia era la oportunidad que necesitaba para concentrarme en eso. Días de mucha lectura, escritura y caminatas por bosquecitos con cementerios de la Primera Guerra Mundial y campos labrados. En la casa estaba con dos escritores más, una sueca novelista gráfica y un francés-marroquí. Muy macanudos los dos, y muy amables y pacientes con mis deficiencias idiomáticas. Karim por suerte hablaba algo de castellano. Pero básicamente fue un mes de mucha soledad productiva”.

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La escritora mexicana Fernanda Melchor (1982) participó en el programa de residencia DAAD Artists en Berlín.  El total de la estadía es de un año. En ese tiempo, Melchor no escribió nada. Después de su novela Temporada de huracanes, su nombre circuló entre distintos editores europeos. Hacer enclave en Alemania le permitió estar a un vuelo corto de un café, una cerveza, una cena con cada uno de ellos. En total hizo treinta viajes, cuenta. “Fue otro tipo de trabajo, interesante, útil, no es mi favorito, pero era el que tocaba. La pasamos muy bien. Pero en ocasiones fue una experiencia abrumadora”, dice sentada en un banco del bar del MALBA en Buenos Aires, recién llegada a la Argentina, con un dejo de jet lag en su voz.

Las páginas vacías que Melchor dejó en Berlín las fue llenando su esposo, el escritor Luis Jorge Boone (1977).  Durante su estancia como acompañante, escribió una novela de 500 páginas. “La verdad que la beca fue para él”, dice Melchor entre risas. “Escribió tres novelas. Es una novela de tres novelas. Lo hizo como una especie de conexión con su idioma. Estaba rodeado de personas que no hablaban español. Incluso cuando hablaban español era otra cosa, argentinos o colombianos. Escribir para él era salvaguardar el lugar del idioma propio”, agrega.

Melchor está en la Argentina invitada por la Residencia de Escritores del MALBA. Quedó seleccionada entre más de 200 aplicaciones. El proceso incluye varias instancias de jurados de Argentina y de otros países, para ampliar las perspectivas de lecturas. “No buscamos características particulares. Ha venido gente de prosa, poesía, ensayo. El tipo de proyecto que quieren desarrollar es muy importante para el jurado”, dice Magdalena Arrupe, coordinadora de la REM, sentada sobre uno de los escalones de la entrada al museo, mientras abraza sus piernas flexionadas.

La Residencia de Escritores del MALBA ya va por su quinta edición, realizada en convenio con la editorial Ampersand y con el Programa REM+AC/E, que posibilita invitar a un escritor español, como sucedió otros años con Javier Montes, Juan Vico y Elena Madel. La propuesta es una estadía de cinco semanas en la ciudad de Buenos Aires, con la particularidad de que las organizadoras arman la estadía al gusto y a las necesidades del escritor. En otras palabras, les generan las condiciones para conocer autores, librerías, archivos, museos, que estén dentro del universo de su interés. “Desde el Departamento buscamos generar acompañamiento a los autores en el proceso de escritura. Ser un poco anfitriones por un tiempo de escritores que quisieran venir a trabajar por la ciudad. Por otro lado, es un modo de difundir la Argentina y el Museo”, dice Magdalena, sorprendida por el crecimiento.

Las residencias también son la posibilidad de conocer una ciudad, de habitarla, de escribirla. Al sueño de tener tiempo y lugar se le añade la posibilidad de conocer un lugar anhelado. “Siempre he tenido fascinación por esta ciudad”, dice Fernanda Melchor. “Nunca tuve la oportunidad de conocerla. Es un viaje largo, un viaje caro para un latinoamericano. Nunca se había dado la oportunidad. Me interesó la residencia, en gran medida por las personas que ya habían residido en ella, personas de mucha calidad. Y por la posibilidad de residir un tiempo moderado, cinco semanas es el tiempo justo. Tanto para poder trabajar y continuar con un proyecto, y también para habitar la ciudad sin sentir que es turista”.

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Los sueños, en el capitalismo, en gran parte se realizan con dinero. Tiempo y espacio se consiguen con divisas. La historia de la literatura no se puede narrar sin la relación con el dinero. Tanto en la ficción como en la no ficción, y en sus cruces y obturaciones aparece el vínculo y, en particular, brilla la pregunta por el lugar del Estado y de los mecenas en este lío. La literatura, como actividad artística, sabemos, está dentro de una industria y de un sistema de producción, en donde se mercantilizan creaciones individuales y colectivas. Entonces, ¿cómo se regula la experiencia íntima y social de la literatura? ¿El Estado u otros mecenas se tiene que hacer cargo de sus escritores? ¿Qué literatura se produce en las residencias? ¿Fomentan la creación o son turismo artístico? Preguntas, inquietudes, problematizaciones para sumar a un proyecto, adjuntar datos formales y responderlas durante una residencia, con vista al mar o a una llanura sembrada con girasoles, en lo posible.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.